Las cosas han cambiado tanto que seguramente a mi padre le
gustará seguir tan
muerto como está. Debe estar pitando un rubio sin filtro,
escondido entre unos arbustos como
lo veo todavía. Estamos en un camino de arena, en el desierto
de Neuquén, y vamos hacia
Plaza Huincul a ver los pozos de YPF. Salimos temprano, por
primera vez juntos y a solas,
cada uno en su moto. Él va adelante en una Bosch flamante, y
yo lo sigo en una ruidosa
Tehuelche de industria nacional. Es el otoño del 62 y está
despidiéndose para siempre de la
Patagonia.
Mi viejo va a cumplir cincuenta años y se ha empeñado hasta
la cabeza para
comprarse algo que le permita moverse por sus propios
medios. Los últimos pesos me los ha
prestado a mí para completar el anticipo de la Tehuelche que
hace un barullo de infierno y
derrapa en las huellas de los camiones. No hay nada en el
horizonte, como no sean las nubes
tontas que resbalan en el cielo. Algunos arbustos secos y
altos como escobas, entre los que mi
padre se detiene cada tanto a orinar porque ya tiene males
de vejiga y esa tos de fumador.
Anda de buen carácter porque el joven Frondizi anunció hace tiempo que
"hemos ganado la
batalla del petróleo". Quiere ver con sus propios ojos,
tal vez porque intuye que no volverá
nunca más a esas tierras baldías a las que les ha puesto
agua corriente y retratos de San
Martín en todas las paredes. Un soñador, mi viejo: acelera
con el pucho en los labios y la
gorra encasquetada hasta las orejas mientras me hace seña de
que lo alcance y le pase una
botella de agua.
La Tehuelche brama, se retuerce en los huellones, y la arena
se me cuela por detrás de
los anteojos negros. Por un momento vamos codo a codo, dos
puntos solitarios perdidos entre
las bardas, y le alcanzo la botella envuelta en una
arpillera mojada. En el tablero de la
motoneta lleva pegada una figurita de Marlene Dietrich que
tanto lo habrá hecho suspirar de
joven. Yo he pegado en mi tanque de nafta una desvaída
mirada de James Dean y la
calcomanía del lejano San Lorenzo que sólo conozco por la
radio. Justamente: ese diminuto
transistor japonés que recién aparece a los ojos del mundo
es la más preciada joya que
arriesgamos en el desierto. La voz de Alfredo Aróstegui y
los radioteatros de Laura Hidalgo
nos acompañan bajo un sol que hace brotar esperpentos y
alucinaciones donde sólo hay
viento y lagunas de petróleo perdido.
Mi padre pilotea que es un desastre. Zigzaguea por la
banquina mientras inclina la
botella y se prende al gollete. Merodea el abismo de metro y
medio al borde del sendero. Le
grito que se aparte mientras me saluda agitando la botella y
se desbarranca alegremente por
un despeñadero de cardos y flores rastreras. En la rodada
pierde el pucho, las provisiones
que cargamos en Zapala y hasta la figurita de Marlene
Dietrich que me ha robado del álbum.
Freno y vuelvo a buscarlo. A lo lejos diviso las primeras
torres de YPF, que para mi padre son
como suyas porque todo fluye de esta tierra y Frondizi dice
que por fin hemos ganado la
batalla del petróleo.
La motoneta está volcada con el motor en marcha y la rueda
trasera gira en el vacío.
Mi viejo trata de ponerse de pie antes de que yo llegue,
pero lo que más se le ha herido es el
orgullo. Se frota la pierna y putea por el siete abierto en
el único pantalón, a la altura de la
rodilla. Dice que ha sido mi culpa, que lo encerré justo en
la subida, que por qué mierda me
cruzo en su camino. Nunca seré buen ingeniero, agrega, y
apaga el motor para enderezar el
manubrio y recoger el equipaje.
Lo escucho sin contestar. Todavía hoy sigo subido a una
barda, oyéndolo putear ahí
abajo, mientras mi hijo juega con la espuma de las olas y
grita alborozado en una playa de
Mogotes. Somos muchos y uno solo, hasta donde me alcanza la
memoria. A cada generación
tenemos menos cosas que podamos sentir como propias. Queda
el hermetismo de mi padre
en la mirada del chico que corre junto al mar. A él le
contaré esta tonta historia de pérdidas y
caídas, la de mi padre que rueda y la mía que no supe
defender.
Aquel mediodía mi viejo se aleja rengueando para orinar
entre los arbustos y se
queda un rato escondido para que no vea su rodilla
lastimada. Levanto a Marlene Dietrich
que ha dejado un surco en la arena y vuelvo la mirada hacia
la torre y el péndulo. Parece un
fantasma de luto recortado en la lejanía. Y el charco de
petróleo que ensucia las bardas, tan
ajeno al mar donde ahora juega mi hijo. Mi bisabuelo fue
bandolero y asaltante de caminos en
Valencia hasta que lo mató la Guardia Civil. Me lo confiesa
mi viejo al atardecer, mientras
cebamos mate bajo la carrocería oxidada de un Ford T. No
recuerdo bien su relato pero pinta
al bisabuelo de a caballo y con un trabuco a la cintura.
Trata de impresionarme pero está muy
derrengado para ser creíble. El pantalón roto, la corbata
abierta, el ombligo al aire y pronto
cincuenta años. No hay más que gigantescos fracasos entre el
bisabuelo que asaltaba
diligencias y ese sobrestante de Obras Sanitarias que
levanta la mirada y me señala con un
gesto orgulloso la insignia del petróleo argentino. Una vida
tendiendo redes de agua,
haciendo cálculos, inventando ilusiones. Sueña con que yo
sea ingeniero. De esa ínfima
epopeya le quedan a mi madre doscientos pesos de pensión y a
mí algunas anécdotas sin
importancia.
Mi padre lleva unos pocos billetes chicos en el bolsillo.
Justo para la pensión y la nafta
de la vuelta. Nunca ganó un peso sin trabajar. No sé si está
conforme con su vida. Igual, no
puede hacerla de nuevo. Ha vivido frente a los palos,
mirando venir una pelota que nunca
aterriza. Intentó zafar de la marca, correrse, poner la
cabeza, pero no supo usar los codos.
Caminó siempre por los peldaños de una escalera acostada.
Tarzán en monopatín, Barman
esperando el colectivo, San Martín soñando con las chicas de
Divito. Y sin embargo, cuando
fuma en silencio, parece a punto de encontrar la solución.
Como aquella noche en un sucio
cuarto de alquiler donde saca la regla de cálculos y diseña
un oleoducto inútil, con jardines y
caminos de los que ningún motociclista podría caerse. Pero
de eso no queda nada: el dibujo se
le extravió en otro porrazo y las torres ya son de otros más
rápidos que él.
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