Antes de que empezara la pelotera descomunal del progreso,
quienes tenían algunos
ahorros, los enterraban, era la única forma conocida de
guardar dinero, pero más
tarde la gente les tomó confianza a los bancos. Cuando
hicieron la carretera y fue más
fácil llegar en autobús a la ciudad, cambiaron sus monedas de
oro y de plata por
papeles pintados y los metieron en cajas fuertes, como si
fueran tesoros. Tomás
Vargas se burlaba de ellos a carcajadas, porque nunca creyó
en ese sistema. El tiempo
le dio la razón y cuando se acabó el gobierno del Benefactor
-que duró como treinta
años, según dicen los billetes no valían nada y muchos
terminaron pegados de adorno
en las paredes, como infame recordatorio del candor de sus dueños.
Mientras todos los
demás escribían cartas al nuevo Presidente y a los periódicos
para quejarse de la
estafa colectiva de las nuevas monedas, Tomás Vargas tenía
sus morocotas de oro en
un entierro seguro, aunque eso no atenuó sus hábitos de avaro
y de pordiosero. Era
hombre sin decencia, pedía dinero prestado sin intención de
devolverlo, y mantenía a
los hijos con hambre y a la mujer en harapos, mientras él
usaba sombreros de pelo de
guama y fumaba cigarros de caballero. Ni siquiera pagaba la
cuota de la escuela, sus
seis hijos legítimos se educaron gratis porque la Maestra
Inés decidió que mientras ella
estuviera en su sano juicio y con fuerzas para trabajar,
ningún niño del pueblo se
quedaría sin saber leer. La edad no le quitó lo pendenciero,
bebedor y mujeriego.
Tenía a mucha honra ser el más macho de la región, como
pregonaba en la plaza cada
vez que la borrachera le hacía perder el entendimiento y
anunciar a todo pulmón los
nombres de las muchachas que había seducido y de los
bastardos que llevaban su
sangre. Si fueran a creerle, tuvo como trescientos porque en
cada arrebato daba
nombres diferentes. Los policías se lo llevaron varias veces
y el Teniente en persona le
propinó unos cuantos planazos en las nalgas, para ver si se
le regeneraba el carácter,
pero eso no dio más resultados que las amonestaciones del
cura. En verdad sólo
respetaba a Riad Halabí, el dueño del almacén, por eso los
vecinos recurrían a él
cuando sospechaban que se le había pasado la mano con la
disipación y estaba
zurrando a su mujer o a sus hijos. En esas ocasiones el árabe
abandonaba el
mostrador con tanta prisa que no se acordaba de cerrar la
tienda, y se presentaba,
sofocado de disgusto justiciero, a poner orden en el rancho
de los Vargas. No tenía
necesidad de decir mucho, al viejo le bastaba verlo aparecer
para tranquilizarse. Riad
Halabí era el único capaz de avergonzar a ese bellaco.
Antonia Sierra, la mujer de Vargas, era veintiséis años menor
que él. Al llegar a la
cuarentena ya estaba muy gastada, casi no le quedaban dientes
sanos en la boca y su
aguerrido cuerpo de mulata se había deformado por el trabajo,
los partos y los
abortos; sin embargo aún conservaba la huella de su pasada
arrogancia, una manera
de caminar con la cabeza bien erguida y la cintura quebrada,
un resabio de antigua
belleza, un tremendo orgullo que paraba en seco cualquier
intento de tenerle lástima.
Apenas le alcanzaban las horas para cumplir su día, porque
además de atender a sus
hijos y ocuparse del huerto y las gallinas ganaba unos pesos
cocinando el almuerzo de
los policías, lavando ropa ajena y limpiando la escuela. A
veces andaba con el cuerpo
sembrado de magullones azules y aunque nadie preguntaba, toda
Agua Santa sabía de
las palizas propinadas por su marido. Sólo Riad Halabí y la
Maestra Inés se atrevían a
hacerle regalos discretos, buscando excusas para no
ofenderla, algo de ropa,
alimentos, cuadernos y vitaminas para sus niños.
Muchas humillaciones tuvo que soportar Antonia Sierra de su
marido, incluso que le
impusiera una concubina en su propia casa.
Concha Díaz llegó a Agua Santa a bordo de uno de los camiones
de la Compañía de Petróleos,
tan
desconsolada y lamentable
como un espectro. El chófer se compadeció
al verla descalza en el
camino, con su atado a la espalda y su barriga de mujer
preñada. Al cruzar la
aldea, los camiones se detenían en el almacén, por eso Riad
Halabí fue el primero en
enterarse del asunto. La vio aparecer en su puerta y por la
forma en que dejó caer su
bulto ante el mostrador se dio cuenta al punto de que no
estaba de paso, esa
muchacha venía a quedarse. Era muy joven, morena y de baja
estatura, con una mata
compacta de pelo crespo desteñido por el sol, donde parecía
no haber entrado un peine
en mucho tiempo. Como siempre hacía con los visitantes,
Riad Halabí le ofreció a
Concha una silla y un refresco de piña y se dispuso a escuchar
el recuento de sus
aventuras o sus desgracias, pero la muchacha hablaba poco, se
limitaba a sonarse la
nariz con los dedos, la vista clavada en el suelo, las lágrimas
cayéndole sin apuro por
las mejillas y una retahíla de reproches brotándole entre los
dientes. Por fin el árabe
logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a
buscarlo a la taberna. Lo
esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por
un brazo y lo encaró con
la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.
-La joven dice que el bebé
es tuyo -dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba
cuando estaba indignado.
-Eso no se puede probar,
turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre
nunca hay seguridad
-replicó el otro confundido, pero con ánimo suficiente para
esbozar un guiño de
picardía que nadie apreció.
Esta vez la mujer se echó
a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado
de tan lejos si no supiera
quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le
daba vergüenza, tenía edad
para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez
el pueblo iba a sacar la
cara por sus pecados estaba en un error, qué se había
imaginado, pero cuando el
llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos
sabían que diría.
-Está bien, niña, cálmate.
Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta
el nacimiento de la
criatura.
Concha Díaz comenzó a
sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna
parte, sólo con Tomás
Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el
almacén, se hizo un
silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el
moquilleo de la mujer, sin
que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y
tenía seis chiquillos. Por
fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de
pie.
-Muy bien, Conchita, si
eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para
mi casa ahora mismo -dijo.
Así fue como al volver de
su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando
en su hamaca y por primera
vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus
sentimientos. Sus insultos
rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y
se metió en todas las
casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que
Antonia Sierra le haría la
vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca
debió salir, que si creía
que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una
rabipelada se llevaría una
sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido
más le valía andarse con
cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y
mucha decepción, todo en
nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba
bueno, ahora todos iban a
ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una
semana, al cabo de la cual
los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el
último vestigio de su
belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba
como una perra apaleada.
Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era
culpa de Concha, sino de
Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos de templanza o
de justicia.
La vida en el rancho de
esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de
la concubina se convirtió
en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches
acurrucada en la cama de
sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba
su marido abrazado a la
muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse,
preparar el café y amasar
las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el
huerto, cocinar para los
policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas
como una autómata,
mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se
negaba a darle comida a su
marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía,
para no encontrarse con
ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia
Sierra, que algunos en el
pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a
pedirle a Riad Halabí y a
la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.
Sin embargo, las cosas no
sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga
de Concha parecía una
calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a
punto de reventársele las
venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y
asustada. Tomás Vargas se
cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir.
Ya no fue necesario que
las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el
último incentivo para
vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin
ánimo ni para colarse un
café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le
mandó un plato de sopa y
un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no
dijeran que ella dejaba
morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y
a los pocos días Concha se
levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla,
pero al menos dejó de
lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca. Poco a
poco la derrotó la
lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más delgada,
un pobre espantapájaros
con un vientre descomunal y unas ojeras profundas, empezó
a matar sus gallinas una
por una para darle caldo, y apenas se le acabaron las aves
hizo lo que nunca había
hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad Halabí.
-Seis hijos he tenido y
varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie
enfermarse tanto de preñez
-explicó ruborizada-. Está en los huesos, turco, no alcanza
a tragarse la comida y ya
la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo
nada que ver con eso, pero
¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero
que me vengan a pedir
cuentas después.
Riad Halabí llevó a la
enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó.
Volvieron con una bolsa de
píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para
Concha, porque el suyo ya
no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer
forzó a Antonia Sierra a
revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las
mismas violencias que ella
soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha
Díaz no fuera tan funesto
como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada
compasión, y empezó a
tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca
que apenas lograba ocultar
su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas
transformaciones en su
cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa
vergüenza de andarse
orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión
incontrolable y esas ganas
de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no
podía salir de la cama,
entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella
partía a cumplir con su
trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla;
pero en otras ocasiones
Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía
extenuada, se encontraba
con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un
café y se quedaba de pie a
su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada
líquida de animal
agradecido.
El niño nació en el
hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a
Concha Díaz para
sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante
los cuales la Maestra Inés
se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la
camioneta del almacén y
todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía
sonriendo, mientras
Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela,
anunciando que sería
bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque
sin su ayuda la madre no
hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él
quien se hizo cargo de los
gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más
borracho que de costumbre
para no desenterrar su oro.
Antes de dos semanas Tomás
Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su
hamaca, a pesar de que la
mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de
guerra en el vientre, pero
Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra,
decidida por primera vez
en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su
capricho. Su marido inició
el ademán de quitarse el cinturón para derle los correazos
habituales, pero ella no
lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que
el hombre retrocedió,
sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces
quién era el más fuerte.
Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y
enarbolaba una pesada
vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela en la
cabeza. El hombre
comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias.
Toda Agua Santa supo lo
sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del
prostíbulo, quienes
también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus
alardes de semental eran
pura fanfarronería y ningún fundamento.
A partir de ese incidente
las cosas cambiaron. Concha Díaz se repuso con rapidez y
mientras Antonia Sierra
salía a trabajar, ella se quedaba a cargo de los niños y las
tareas del huerto y de la
casa. Tomás Vargas se tragó la desazón y regresó
humildemente a su hamaca,
donde no tuvo compañía. Aliviaba el despecho maltratado
a sus hijos y comentando
en la taberna que las mujeres, como las mulas, sólo
entienden a palos, pero en
la casa no volvió a intentar castigarlas. En las borracheras
gritaba a los cuatro
vientos las ventajas de la bigamia y el cura tuvo que dedicar varios
domingos a rebatirlo desde
el púlpito, para que no prendiera la idea y se le fueran al
carajo tantos años de
predicar la virtud cristiana de la monogamia.
En Agua Santa se podía
tolerar que un hombre maltratara a su familia, fuera haragán,
bochinchero y no
devolviera el dinero prestado, pero las deudas del juego eran
sagradas. En las riñas de
gallos los billetes se colocaban bien doblados entre los dedos,
donde todos pudieran
verlos, y en el dominó, los dados o las cartas, se ponían sobre la
mesa a la izquierda del
jugador. A veces los camioneros de la Compañía de Petróleos
se detenían para unas
vueltas de póquer y aunque ellos no mostraban su dinero, antes
de irse pagaban hasta el
último céntimo. Los sábados llegaban los guardias del Penal
de Santa María a visitar
el burdel y a jugar en la taberna su paga de la semana. Ni
ellos -que eran mucho más
bandidos que los presos a su cargo- se atrevían a jugar si
no podían pagar. Nadie
violaba esa regla.
Tomás Vargas no apostaba,
pero le gustaba mirar a los gadores, podía pasar horas
observando un dominó, era
el primero en instalarse en las riñas de gallos y seguía los
números de la lotería que
anunciaban por la radio, aunque él nunca compraba uno.
Estaba defendido de esa
tentación por el tamaño de su avaricia. Sin embargo, cuando
la férrea complicidad de
Antonia Sierra y Concha Díaz le mermó definitivamente el
ímpetu viril, se volcó
hacia el juego. Al principio apostaba unas propinas míseras y sólo
los borrachos más pobres
aceptaban sentarse a la mesa con él, pero con los naipes
tuvo más suerte que con
sus mujeres y pronto le entró el comején del dinero fácil y
empezó a descomponerse
hasta el meollo mismo de su naturaleza mezquina. Con la
esperanza de hacerse rico
en un solo golpe de fortuna y recuperar de paso –mediante aumentar los
riesgos. Pronto se medían
con él los jugadores más bravos y los demás
hacían rueda para seguir
las alternativas de cada encuentro. Tomás Vargas no ponía
los billetes estirados
sobre la mesa, como era la tradición, pero pagaba cuando perdía.
En su casa la pobreza se
agudizó y Concha salió también a trabajar. Los niños
quedaron solos y la
Maestra Inés tuvo que alimentarlos para que no anduvieran por el
pueblo aprendiendo a
mendigar.
Las cosas se complicaron
para Tomás Vargas cuando aceptó el desafío del Teniente y
después de seis horas de
juego le ganó doscientos pesos. El oficial confiscó el sueldo
de sus subalternos para
pagar la derrota. Era un moreno bien plantado, con un bigote
de morsa y la casaca
siempre abierta para que las muchachas pudieran apreciar su
torso velludo y su
colección de cadenas de oro. Nadie lo estimaba en Agua Santa,
porque era hombre de
carácter impredecible y se atribuía la autoridad de inventar
leyes según su capricho y
conveniencia. Antes de su llegada, la cárcel era sólo un par
de cuartos para pasar la
noche después de alguna riña -nunca hubo crímenes de
gravedad en Agua Santa y
los únicos malhechores eran los presos en su tránsito hacia
el Penal de Santa María-
pero el Teniente se encargó de que nadie pasara por el retén
sin llevarse una buena
golpiza. Gracias a él la gente le tomó miedo a la ley. Estaba
indignado por la pérdida
de los doscientos pesos, pero entregó el dinero sin chistar y
hasta con cierto
desprendimiento elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder,
se hubiera levantado de la
mesa sin pagar.
Tomás Vargas pasó dos días
alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó
que lo esperaba el sábado
para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le
anunció con un tono tan
perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en
el trasero y no se atrevió
a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de
gente. En la apretura y el
calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle
para que todos pudieran
ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero
en Agua Santa y para
asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí.
Éste empezó por exigir que
el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para
impedir cualquier trampa,
y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas en
el retén.
-Antes de comenzar ambos
jugadores deben poner su dinero sobre la mesa -dijo el
árbitro.
-Mi palabra basta, turco
-replicó el Teniente. -En ese caso mi palabra basta también -
agregó Tomás Vargas.
-¿Cómo pagarán si pierden?
-quiso saber Riad Halabí. -Tengo una casa en la capital, si
pierdo Vargas tendrá los
títulos mañana mismo.
-Está bien. ¿Y tú? -Yo
pago con el oro que tengo enterrado. El juego fue lo más
emocionante ocurrido en el
pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los
ancianos y los niños se
juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra
y Concha Díaz. Ni el
Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que
daba lo mismo quien
ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de los dos
jugadores y de quienes
habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba
el hecho de que hasta
entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente
tenía la ventaja de su
sangre fría y su prestigio de matón.
A las siete de la tarde
terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas,
Riad Halabí declaró
ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma
calma que demostró la
semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una
palabra desmedida, se
quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los
dientes con la uña del
dedo meñique.
-Bueno, Vargas, ha llegado
la hora de desenterrar tu tesoro -dijo, cuando se calló el
vocerío de los mirones.
La piel de Tomás Vargas se
había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de
sudor y parecía que el
aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la
boca. Dos veces intentó
ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que
sostenerlo. Por fin reunió
la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera,
seguido por el Teniente,
los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el
pueblo en ruidosa
procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la
derecha, metiéndose en el
tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua
Santa. No había sendero,
pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los
árboles gigantescos y los
helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible,
porque la selva era un
biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él
bajaba con el Teniente.
Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba
poco para la puesta del
sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a
gatas y arrastrándose
desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas.
Pasó un minuto largo antes
que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el
follaje, lo cogió por los
tobillos y lo sacó a tirones.
-¡Qué pasa! -¡No está, no
está! -¡Cómo que no está! -¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé
nada, se lo robaron, me
robaron el tesoro! -Y se echó a llorar como una viuda, tan
desesperado que ni cuenta
se dio de las patadas que le propinó el Teniente.
-¡Cabrón! ¡Me vas a pagar!
¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó
barranco abajo y se lo
quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra.
Logró convencer al
Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto,
y luego ayudó al viejo a
subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el
espanto de lo ocurrido, se
ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos
que el árabe tuvo que
llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta
depositarlo finalmente en
su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha
Díaz sentadas en dos
sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron
ninguna señal de
consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su
café, inmutables.
Tomás Vargas estuvo con
calentura más de una semana, delirando con morocotas de
oro y naipes marcados,
pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja,
como todos suponían,
recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir
durante varios días, pero
finalmente su amor por la parranda pudo más que su
prudencia, tomó su
sombrero de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado,
partió a la taberna. Esa
noche no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de
que estaba despachurrado
en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo
encontraron abierto en
canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que
acabaría sus días, tarde o
temprano.
Antonia Sierra y Concha
Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin
más cortejo que Riad
Halabí y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y
no para rendirle homenaje
póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos
mujeres siguieron viviendo
juntas, dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de
los hijos y en las
vicisitudes de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas,
conejos y cerdos, fueron
en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia.
Ese año arreglaron el
rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron
de azul y después
instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida
para vender a domicilio.
Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus
viandas en el retén, la
escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el
mostrador del almacén,
para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros.
Y así salieron de la
miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.
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