Quinquela Martín

viernes, 20 de noviembre de 2020

“El oro de Tomás Vargas” de Isabel Allende

  

Antes de que empezara la pelotera descomunal del progreso, quienes tenían algunos

ahorros, los enterraban, era la única forma conocida de guardar dinero, pero más

tarde la gente les tomó confianza a los bancos. Cuando hicieron la carretera y fue más

fácil llegar en autobús a la ciudad, cambiaron sus monedas de oro y de plata por

papeles pintados y los metieron en cajas fuertes, como si fueran tesoros. Tomás

Vargas se burlaba de ellos a carcajadas, porque nunca creyó en ese sistema. El tiempo

le dio la razón y cuando se acabó el gobierno del Benefactor -que duró como treinta

años, según dicen los billetes no valían nada y muchos terminaron pegados de adorno

en las paredes, como infame recordatorio del candor de sus dueños. Mientras todos los

demás escribían cartas al nuevo Presidente y a los periódicos para quejarse de la

estafa colectiva de las nuevas monedas, Tomás Vargas tenía sus morocotas de oro en

un entierro seguro, aunque eso no atenuó sus hábitos de avaro y de pordiosero. Era

hombre sin decencia, pedía dinero prestado sin intención de devolverlo, y mantenía a

los hijos con hambre y a la mujer en harapos, mientras él usaba sombreros de pelo de

guama y fumaba cigarros de caballero. Ni siquiera pagaba la cuota de la escuela, sus

seis hijos legítimos se educaron gratis porque la Maestra Inés decidió que mientras ella

estuviera en su sano juicio y con fuerzas para trabajar, ningún niño del pueblo se

quedaría sin saber leer. La edad no le quitó lo pendenciero, bebedor y mujeriego.

Tenía a mucha honra ser el más macho de la región, como pregonaba en la plaza cada

vez que la borrachera le hacía perder el entendimiento y anunciar a todo pulmón los

nombres de las muchachas que había seducido y de los bastardos que llevaban su

sangre. Si fueran a creerle, tuvo como trescientos porque en cada arrebato daba

nombres diferentes. Los policías se lo llevaron varias veces y el Teniente en persona le

propinó unos cuantos planazos en las nalgas, para ver si se le regeneraba el carácter,

pero eso no dio más resultados que las amonestaciones del cura. En verdad sólo

respetaba a Riad Halabí, el dueño del almacén, por eso los vecinos recurrían a él

cuando sospechaban que se le había pasado la mano con la disipación y estaba

zurrando a su mujer o a sus hijos. En esas ocasiones el árabe abandonaba el

mostrador con tanta prisa que no se acordaba de cerrar la tienda, y se presentaba,

sofocado de disgusto justiciero, a poner orden en el rancho de los Vargas. No tenía

necesidad de decir mucho, al viejo le bastaba verlo aparecer para tranquilizarse. Riad

Halabí era el único capaz de avergonzar a ese bellaco.

Antonia Sierra, la mujer de Vargas, era veintiséis años menor que él. Al llegar a la

cuarentena ya estaba muy gastada, casi no le quedaban dientes sanos en la boca y su

aguerrido cuerpo de mulata se había deformado por el trabajo, los partos y los

abortos; sin embargo aún conservaba la huella de su pasada arrogancia, una manera

de caminar con la cabeza bien erguida y la cintura quebrada, un resabio de antigua

belleza, un tremendo orgullo que paraba en seco cualquier intento de tenerle lástima.

Apenas le alcanzaban las horas para cumplir su día, porque además de atender a sus

hijos y ocuparse del huerto y las gallinas ganaba unos pesos cocinando el almuerzo de

los policías, lavando ropa ajena y limpiando la escuela. A veces andaba con el cuerpo

sembrado de magullones azules y aunque nadie preguntaba, toda Agua Santa sabía de

las palizas propinadas por su marido. Sólo Riad Halabí y la Maestra Inés se atrevían a

hacerle regalos discretos, buscando excusas para no ofenderla, algo de ropa,

alimentos, cuadernos y vitaminas para sus niños.

Muchas humillaciones tuvo que soportar Antonia Sierra de su marido, incluso que le

impusiera una concubina en su propia casa.

Concha Díaz llegó a Agua Santa a bordo de uno de los camiones de la Compañía de Petróleos, tan

desconsolada y lamentable como un espectro. El chófer se compadeció

al verla descalza en el camino, con su atado a la espalda y su barriga de mujer

preñada. Al cruzar la aldea, los camiones se detenían en el almacén, por eso Riad

Halabí fue el primero en enterarse del asunto. La vio aparecer en su puerta y por la

forma en que dejó caer su bulto ante el mostrador se dio cuenta al punto de que no

estaba de paso, esa muchacha venía a quedarse. Era muy joven, morena y de baja

estatura, con una mata compacta de pelo crespo desteñido por el sol, donde parecía

no haber entrado un peine en mucho tiempo. Como siempre hacía con los visitantes,

Riad Halabí le ofreció a Concha una silla y un refresco de piña y se dispuso a escuchar

el recuento de sus aventuras o sus desgracias, pero la muchacha hablaba poco, se

limitaba a sonarse la nariz con los dedos, la vista clavada en el suelo, las lágrimas

cayéndole sin apuro por las mejillas y una retahíla de reproches brotándole entre los

dientes. Por fin el árabe logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a

buscarlo a la taberna. Lo esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por

un brazo y lo encaró con la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.

-La joven dice que el bebé es tuyo -dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba

cuando estaba indignado.

-Eso no se puede probar, turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre

nunca hay seguridad -replicó el otro confundido, pero con ánimo suficiente para

esbozar un guiño de picardía que nadie apreció.

Esta vez la mujer se echó a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado

de tan lejos si no supiera quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le

daba vergüenza, tenía edad para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez

el pueblo iba a sacar la cara por sus pecados estaba en un error, qué se había

imaginado, pero cuando el llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos

sabían que diría.

-Está bien, niña, cálmate. Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta

el nacimiento de la criatura.

Concha Díaz comenzó a sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna

parte, sólo con Tomás Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el

almacén, se hizo un silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el

moquilleo de la mujer, sin que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y

tenía seis chiquillos. Por fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de

pie.

-Muy bien, Conchita, si eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para

mi casa ahora mismo -dijo.

Así fue como al volver de su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando

en su hamaca y por primera vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus

sentimientos. Sus insultos rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y

se metió en todas las casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que

Antonia Sierra le haría la vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca

debió salir, que si creía que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una

rabipelada se llevaría una sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido

más le valía andarse con cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y

mucha decepción, todo en nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba

bueno, ahora todos iban a ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una

semana, al cabo de la cual los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el

último vestigio de su belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba

como una perra apaleada. Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era

culpa de Concha, sino de Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos de templanza o

de justicia.

La vida en el rancho de esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de

la concubina se convirtió en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches

acurrucada en la cama de sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba

su marido abrazado a la muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse,

preparar el café y amasar las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el

huerto, cocinar para los policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas

como una autómata, mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se

negaba a darle comida a su marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía,

para no encontrarse con ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia

Sierra, que algunos en el pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a

pedirle a Riad Halabí y a la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.

Sin embargo, las cosas no sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga

de Concha parecía una calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a

punto de reventársele las venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y

asustada. Tomás Vargas se cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir.

Ya no fue necesario que las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el

último incentivo para vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin

ánimo ni para colarse un café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le

mandó un plato de sopa y un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no

dijeran que ella dejaba morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y

a los pocos días Concha se levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla,

pero al menos dejó de lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca. Poco a

poco la derrotó la lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más delgada,

un pobre espantapájaros con un vientre descomunal y unas ojeras profundas, empezó

a matar sus gallinas una por una para darle caldo, y apenas se le acabaron las aves

hizo lo que nunca había hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad Halabí.

-Seis hijos he tenido y varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie

enfermarse tanto de preñez -explicó ruborizada-. Está en los huesos, turco, no alcanza

a tragarse la comida y ya la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo

nada que ver con eso, pero ¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero

que me vengan a pedir cuentas después.

Riad Halabí llevó a la enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó.

Volvieron con una bolsa de píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para

Concha, porque el suyo ya no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer

forzó a Antonia Sierra a revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las

mismas violencias que ella soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha

Díaz no fuera tan funesto como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada

compasión, y empezó a tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca

que apenas lograba ocultar su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas

transformaciones en su cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa

vergüenza de andarse orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión

incontrolable y esas ganas de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no

podía salir de la cama, entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella

partía a cumplir con su trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla;

pero en otras ocasiones Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía

extenuada, se encontraba con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un

café y se quedaba de pie a su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada

líquida de animal agradecido.

El niño nació en el hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a

Concha Díaz para sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante

los cuales la Maestra Inés se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la

camioneta del almacén y todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía

sonriendo, mientras Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela,

anunciando que sería bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque

sin su ayuda la madre no hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él

quien se hizo cargo de los gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más

borracho que de costumbre para no desenterrar su oro.

Antes de dos semanas Tomás Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su

hamaca, a pesar de que la mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de

guerra en el vientre, pero Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra,

decidida por primera vez en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su

capricho. Su marido inició el ademán de quitarse el cinturón para derle los correazos

habituales, pero ella no lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que

el hombre retrocedió, sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces

quién era el más fuerte. Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y

enarbolaba una pesada vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela en la

cabeza. El hombre comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias.

Toda Agua Santa supo lo sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del

prostíbulo, quienes también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus

alardes de semental eran pura fanfarronería y ningún fundamento.

A partir de ese incidente las cosas cambiaron. Concha Díaz se repuso con rapidez y

mientras Antonia Sierra salía a trabajar, ella se quedaba a cargo de los niños y las

tareas del huerto y de la casa. Tomás Vargas se tragó la desazón y regresó

humildemente a su hamaca, donde no tuvo compañía. Aliviaba el despecho maltratado

a sus hijos y comentando en la taberna que las mujeres, como las mulas, sólo

entienden a palos, pero en la casa no volvió a intentar castigarlas. En las borracheras

gritaba a los cuatro vientos las ventajas de la bigamia y el cura tuvo que dedicar varios

domingos a rebatirlo desde el púlpito, para que no prendiera la idea y se le fueran al

carajo tantos años de predicar la virtud cristiana de la monogamia.

En Agua Santa se podía tolerar que un hombre maltratara a su familia, fuera haragán,

bochinchero y no devolviera el dinero prestado, pero las deudas del juego eran

sagradas. En las riñas de gallos los billetes se colocaban bien doblados entre los dedos,

donde todos pudieran verlos, y en el dominó, los dados o las cartas, se ponían sobre la

mesa a la izquierda del jugador. A veces los camioneros de la Compañía de Petróleos

se detenían para unas vueltas de póquer y aunque ellos no mostraban su dinero, antes

de irse pagaban hasta el último céntimo. Los sábados llegaban los guardias del Penal

de Santa María a visitar el burdel y a jugar en la taberna su paga de la semana. Ni

ellos -que eran mucho más bandidos que los presos a su cargo- se atrevían a jugar si

no podían pagar. Nadie violaba esa regla.

Tomás Vargas no apostaba, pero le gustaba mirar a los gadores, podía pasar horas

observando un dominó, era el primero en instalarse en las riñas de gallos y seguía los

números de la lotería que anunciaban por la radio, aunque él nunca compraba uno.

Estaba defendido de esa tentación por el tamaño de su avaricia. Sin embargo, cuando

la férrea complicidad de Antonia Sierra y Concha Díaz le mermó definitivamente el

ímpetu viril, se volcó hacia el juego. Al principio apostaba unas propinas míseras y sólo

los borrachos más pobres aceptaban sentarse a la mesa con él, pero con los naipes

tuvo más suerte que con sus mujeres y pronto le entró el comején del dinero fácil y

empezó a descomponerse hasta el meollo mismo de su naturaleza mezquina. Con la

esperanza de hacerse rico en un solo golpe de fortuna y recuperar de paso –mediante aumentar los

riesgos. Pronto se medían con él los jugadores más bravos y los demás

hacían rueda para seguir las alternativas de cada encuentro. Tomás Vargas no ponía

los billetes estirados sobre la mesa, como era la tradición, pero pagaba cuando perdía.

En su casa la pobreza se agudizó y Concha salió también a trabajar. Los niños

quedaron solos y la Maestra Inés tuvo que alimentarlos para que no anduvieran por el

pueblo aprendiendo a mendigar.

Las cosas se complicaron para Tomás Vargas cuando aceptó el desafío del Teniente y

después de seis horas de juego le ganó doscientos pesos. El oficial confiscó el sueldo

de sus subalternos para pagar la derrota. Era un moreno bien plantado, con un bigote

de morsa y la casaca siempre abierta para que las muchachas pudieran apreciar su

torso velludo y su colección de cadenas de oro. Nadie lo estimaba en Agua Santa,

porque era hombre de carácter impredecible y se atribuía la autoridad de inventar

leyes según su capricho y conveniencia. Antes de su llegada, la cárcel era sólo un par

de cuartos para pasar la noche después de alguna riña -nunca hubo crímenes de

gravedad en Agua Santa y los únicos malhechores eran los presos en su tránsito hacia

el Penal de Santa María- pero el Teniente se encargó de que nadie pasara por el retén

sin llevarse una buena golpiza. Gracias a él la gente le tomó miedo a la ley. Estaba

indignado por la pérdida de los doscientos pesos, pero entregó el dinero sin chistar y

hasta con cierto desprendimiento elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder,

se hubiera levantado de la mesa sin pagar.

Tomás Vargas pasó dos días alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó

que lo esperaba el sábado para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le

anunció con un tono tan perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en

el trasero y no se atrevió a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de

gente. En la apretura y el calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle

para que todos pudieran ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero

en Agua Santa y para asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí.

Éste empezó por exigir que el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para

impedir cualquier trampa, y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas en

el retén.

-Antes de comenzar ambos jugadores deben poner su dinero sobre la mesa -dijo el

árbitro.

-Mi palabra basta, turco -replicó el Teniente. -En ese caso mi palabra basta también -

agregó Tomás Vargas.

-¿Cómo pagarán si pierden? -quiso saber Riad Halabí. -Tengo una casa en la capital, si

pierdo Vargas tendrá los títulos mañana mismo.

-Está bien. ¿Y tú? -Yo pago con el oro que tengo enterrado. El juego fue lo más

emocionante ocurrido en el pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los

ancianos y los niños se juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra

y Concha Díaz. Ni el Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que

daba lo mismo quien ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de los dos

jugadores y de quienes habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba

el hecho de que hasta entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente

tenía la ventaja de su sangre fría y su prestigio de matón.

A las siete de la tarde terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas,

Riad Halabí declaró ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma

calma que demostró la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una

palabra desmedida, se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los

dientes con la uña del dedo meñique.

-Bueno, Vargas, ha llegado la hora de desenterrar tu tesoro -dijo, cuando se calló el

vocerío de los mirones.

La piel de Tomás Vargas se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de

sudor y parecía que el aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la

boca. Dos veces intentó ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que

sostenerlo. Por fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera,

seguido por el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el

pueblo en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la

derecha, metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua

Santa. No había sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los

árboles gigantescos y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible,

porque la selva era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él

bajaba con el Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba

poco para la puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a

gatas y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas.

Pasó un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el

follaje, lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones.

-¡Qué pasa! -¡No está, no está! -¡Cómo que no está! -¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé

nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! -Y se echó a llorar como una viuda, tan

desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente.

-¡Cabrón! ¡Me vas a pagar! ¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó

barranco abajo y se lo quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra.

Logró convencer al Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto,

y luego ayudó al viejo a subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el

espanto de lo ocurrido, se ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos

que el árabe tuvo que llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta

depositarlo finalmente en su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha

Díaz sentadas en dos sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron

ninguna señal de consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su

café, inmutables.

Tomás Vargas estuvo con calentura más de una semana, delirando con morocotas de

oro y naipes marcados, pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja,

como todos suponían, recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir

durante varios días, pero finalmente su amor por la parranda pudo más que su

prudencia, tomó su sombrero de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado,

partió a la taberna. Esa noche no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de

que estaba despachurrado en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo

encontraron abierto en canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que

acabaría sus días, tarde o temprano.

Antonia Sierra y Concha Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin

más cortejo que Riad Halabí y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y

no para rendirle homenaje póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos

mujeres siguieron viviendo juntas, dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de

los hijos y en las vicisitudes de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas,

conejos y cerdos, fueron en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia.

Ese año arreglaron el rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron

de azul y después instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida

para vender a domicilio. Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus

viandas en el retén, la escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el

mostrador del almacén, para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros.

Y así salieron de la miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Se ha habilitado la moderación de comentarios. El autor del blog debe aprobar todos los comentarios.