En los veranos, Federico Peña
acostumbraba a usar la chaqueta blanca directamente sobre su piel. Esa tarde
sentía el lamparón formado bajo sus axilas.
Miraba cada tanto el ventilador de
techo, que revolvía el aire caliente con un sonido opaco y monótono.
Era inusual ese calor intenso, como si
el aliento del Zonda hubiera llegado hasta allí, cientos de kilómetros al sur. Como
si hubiera llegado para incendiar los pastizales ralos, espinosos, y
resquebrajar la tierra. Para detener el aire y el tiempo en una espera agobiante.
Hacía diez años que había llegado con
su esposa a ese pequeño pueblo patagónico, cerca de una comunidad mapuche. Recibido
y especializado en Buenos Aires, eligió ese destino por razones inciertas. Tal
vez por rechazo al sistema corrupto de las prepagas de salud. O para oponerse a
su padre, conocido cirujano plástico, que quiso iniciarlo en esa lucrativa
especialidad. O porque sentía el hechizo y el desafío de ese paisaje desértico,
áspero, extenso y uniforme que invita a ir más allá. Donde el frío y el viento
despiertan el sueño del hogar y el fuego.
La realidad que enfrentaron al llegar
no tenía hechizo alguno. Sí, el tremendo desafío de acostumbrarse a un modo de
vida totalmente distinto al de la capital. Cuando vieron el cartel que indicaba
la entrada al pueblo, él y Alicia callaron. Bajaron del coche para acostumbrar
la mirada y el corazón.
Habían recorrido más de cuatrocientos
kilómetros desde Neuquén, en un paisaje monótono de mesetas patagónicas, de
tierra árida y seca como costra de pan. A veces era un descanso ver en el
camino algún río de aguas de deshielo saltando entre las piedras, con árboles y
casas en sus márgenes. En el último tramo, ya en precordillera, desde el camino
de cornisa podían verse las montañas de los Andes, con sus cumbres eternamente blancas.
La calle que llevaba al centro del
pueblo estaba bordeada de álamos. Temprano, en esa tarde de verano los
reconfortó el frescor de la sombra que los protegía del Sol que reverberaba en
los guijarros.
Pronto llegaron a la plaza central.
Tenía el encanto de lo natural, con araucarias autóctonas, pinos jóvenes
plantados por la municipalidad, álamos y abetos.
El pueblo era más pequeño de lo que
creían. Enseguida ubicaron el hospital. Federico sabía que sólo serian dos
médicos para atender a una población numerosa dispersa en los alrededores. Pero
al día siguiente, cuando recorrió el lugar, le preocupó aun más la precariedad de
los recursos.
Llegaron a la casa que les daba la
municipalidad, era modesta pero tenía las comodidades elementales.
Alicia fue la primera en adaptarse, se
dedicó con pasión a decorar la casa con pequeños toques que la hicieran suya.
El jardín, árido y abandonado, tenía álamos que lo rodeaban, un pino en el
centro como el de una postal de Navidad, y árboles frutales. Faltaban el césped
y las flores. La tierra, ávida de agua, la tragaba al instante y no les permitía
crecer. Ella y Federico aceptaron el reto. Cuando se hizo realidad el jardín
Alicia disfrutaba del verde, las flores y el colorido de los distintos frutos
que doblegaban las ramas.
La casa, ahora un hogar acogedor, hacía notar
la ausencia de chicos. Los dos los deseaban pero Alicia tenía miedo. Confiaba
plenamente en su marido como obstetra, él había hecho venir al mundo a muchos
niños, tanto en el hospital como en los poblados cercanos, pero no podía
olvidar aquel helado día de agosto. Habían llamado a Federico de urgencia desde
uno de los poblados. El parto requería una cesárea, el hospital no tenía las
condiciones para cirugía mayor y el que las tenía estaba a más de cien
kilómetros por un camino de cornisa con hielo. Sin perder tiempo, Federico
subió a la mujer a su auto y emprendió el peligroso camino. Pudieron salvar a
la mujer y al niño pero Federico al volver tenía la presión arterial muy alta.
Desde ese momento, cuando el estrés de
alguna consulta era muy grande la hipertensión llegaba a niveles de riesgo, más
aun teniendo en cuenta que su padre había muerto de un infarto agudo al año de
instalarse ellos en la Patagonia.
“No podés tomar las cosas así, ustedes,
los de Buenos Aires son muy flojitos. Por eso todos se analizan –le dijo
Alonso, el otro médico– así no vas a llegar ni a los cuarenta”.
A pesar del miedo de Alicia, decidieron
buscar el primer hijo. Pedro, un bebé hermoso y fuerte, nació sin dificultades.
Mientras, Federico maduraba la idea de
dejar el hospital y poner un consultorio privado, sabiendo que no sería tan
estresante. La decisión no era fácil, en el hospital estaba en riesgo su salud y en el consultorio, el riesgo era económico. Alicia lo alentaba y le suplicaba que lo
hiciera. El cambio fue beneficioso para todos. Desde el comienzo tuvo muchos pacientes
porque todo el pueblo lo quería.
Nació Alejandro, el segundo hijo. La
familia se consolidaba. A veces Federico tenía nostalgia de su ciudad y
aprovechaba algún congreso médico para ir.
Cuando quedó embarazada por tercera
vez, Alicia soñaba con una nena. Nació Agustina, hermosa pero de salud un tanto
delicada. Con Agustina, cualquier incidente propio del crecimiento de un chico
a Federico lo angustiaba. “Por favor, Federico, la vas a hacer una tilinga”, le
decía Alicia.
En la sala aún aguardaban pacientes.
Bajo el marco de la puerta del
consultorio, una viejita encorvada aferraba su mano relatándole algún otro
síntoma olvidado para prolongar la visita.
Siempre ocurría así, a todos les
costaba irse de la consulta. Preferían pagarla a ir al hospital.
Federico se impacientó, por primera vez
se impacientó.
Esa tarde en la que el calor
lentificaba el aire, se sentía inquieto, sin saber por qué.
En la noche había soñado que corría con
el coche por el camino desértico llevando a Agustina al hospital de Neuquén, y
nunca llegaba.
Recordó el sueño. Fue entonces cuando
entraron.
Ella, joven, de pómulos marcados, piel
cetrina, pelo y ojos renegridos, con su hija pequeña llorando en brazos.
Él se sobresaltó cuando vio el cuello
rígido de la niña, arqueado hacia atrás. Al revisarla, se confirmaron sus
temores. Los síntomas habían empezado dos días antes y los padres, por la
fiebre, pensaron en una gripe.
Escribió de inmediato la orden de
internación y remarcó la palabra urgente. No había tiempo de derivarla a
Neuquén.
Le pareció interminable el tiempo
transcurrido hasta que terminó de atender.
De inmediato, sin ordenar su escritorio
ni apagar el ventilador, fue al hospital, que él sabía precario en recursos.
Su diagnóstico había sido correcto:
meningitis bacteriana. Se estremeció.
La niña estaba inconsciente y con
convulsiones. La madre lo miró, suplicante y Federico no pudo sostener esa
mirada.
En ese instante el recuerdo lo sacudió
como un cachetazo. El día anterior se había enterado de dos casos en un pueblo
cercano. ¿Por qué lo había ocultado en algún lugar de su memoria? ¿Lo había
ocultado o esa tarde, toda la tarde, una y otra vez, el hecho emergía de las
sombras, como una amenaza cercana e inminente?
La opresión en el pecho le dificultaba respirar.
La imagen de la niña y la de los dos casos cercanos se fundieron en un grito:
“¡Agustina!”.
Su hija tenía la misma edad de la
pequeña.
Corriendo, llevó por delante a un
hombre que caminaba con bastón y pudo apenas sostenerlo y evitar la caída.
Siguió atropellado hasta el coche. Su mano temblaba cuando lo puso en marcha.
En el corto trayecto no podía pensar,
no podía precisar si, cuando se detecta la enfermedad a tiempo, la posibilidad
de que sea mortal es de uno en cien o de diez en cien. Como un rezo él repetía:
“Sólo uno en cien… uno en cien… uno en cien”.
Entró a su casa gritando: “¡Agustina!
¿Dónde está Agustina?”.
La beba dormía plácidamente en su cuna.
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