Mi relato
será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad,
lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito
literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de
acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su
apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará
una noche y una mañana.
Nada me
costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York,
esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell,
pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del
otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le
ofreció una copa y rehusó.
—Soy
feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su
alcohol.
La frase
quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba.
Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre
se parece a nosotros.
Refirió que
había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que
era noruega.
Uno de los
presentes comentó:
—No es la
primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo
ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo
puede perderse.
Fue entonces
cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o
de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta,
de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire
de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía
de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con
colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba
levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.
Nos
presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá.
Aclaré que era colombiano.
Me preguntó
de un modo pensativo:
—¿Qué es ser
colombiano?
—No sé —le
respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser
noruega —asintió.
Nada más
puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al
comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la
mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba
salir a caminar sola.
Recordé una
broma de Schopenhauer y contesté:
—A mí
también. Podemos salir juntos los dos.
Nos alejamos
de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse
que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba
enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto
el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que
era un lobo. Ulrica no se inmutó.
Al rato dijo
como si pensara en voz alta:
—Las pocas y
pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes
naves del museo de Oslo.
Nuestros
caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo,
hacia Edimburgo.
—En Oxford
Street —me dijo— repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida
entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí—
dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
—Tal vez
—dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que
una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me
apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en
la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que
así sea.
Para un
hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera.
El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de
Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica que me había
negado su amor.
No incurrí en
el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no
sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas
para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la
mano seguimos.
—Todo esto es
como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel
rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una
pocilga.
Agregó
después.
—Oye bien. Un
pájaro está por cantar.
Al poco rato
oímos el canto.
—En estas
tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy
por morir —dijo ella.
La miré
atónito.
—Cortemos por
el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es
peligroso —replicó.
Seguimos por
los páramos.
—Yo querría
que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es
una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar
el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier
Otálora —le dije.
Quiso
repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré
Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy
Sigurd —le repliqué— tú serás Brynhild.
Había demorado
el paso.
—¿Conoces la
saga?— le pregunté.
—Por supuesto
—me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus
tardíos Nibelungos.
No quise
discutir y le respondí:
—Brynhild,
caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de
golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el
Northern Inn.
Desde lo alto
de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al
lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.
Al subir al
piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William
Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica
entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El
esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el
espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi
verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles
ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo.
Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen
de Ulrica.
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