Quinquela Martín

viernes, 7 de agosto de 2020

"Darse cuenta" de Susana De Divitiis


Estaba cursando el segundo año de Psicología cuando vi en la cartelera de la Facultad un aviso donde pedían voluntarios para una experimentación llamada Psicomanteum.
Averigüé si alguno de mis compañeros había concurrido y cuáles eran sus comentarios. Algunos decían, tal vez para despertar interés, que se trataba de una experiencia que tenía cierta similitud con la de los antiguos oráculos. También supe que unos no soportaron el encierro, que otros sí pero no pudieron relajarse ni ver nada, y que algunos visualizaron muy pocas imágenes, la mayoría desagradables.
Igual me interesó y cuando fui a averiguar la psicóloga me dijo que se trataba de una pantalla de proyección del inconsciente como las de cualquier test proyectivo. Mi interés aumentó, porque esa zona oculta de la mente me parecía fascinante e inaccesible. Acordé ir la semana siguiente.
La secretaria me condujo hasta el recinto del Psicomanteum. Debía permanecer adentro media hora y en caso de que no resistiera el encierro podría pulsar un botón de llamada. Era una cámara rectangular con gruesas cortinas negras que bloqueaban hasta la más ínfima entrada de luz. Un espejo cubría todo el frente. En el centro había un sillón muy cómodo, reclinable y con apoyapiés, para mirarlo sin reflejarme en él. Una pequeña luz lo transformaba en una pantalla.
Me recosté en el sillón. Alrededor, oscuridad absoluta y silencio. Me relajé de inmediato.
Sobre el espejo-pantalla comenzaron a danzar círculos concéntricos de diversos colores: verde, azul, rojo, naranja, seguramente vestigios de luz en mi retina. Me agradaba esa penumbra que eliminaba toda forma a mi alrededor para dejar una sola presencia excluyente, esa superficie de luz enfrente mío, que de pronto comenzó a alejarse a una velocidad vertiginosa hasta el fondo de un túnel, como un faro lejano. Comprendí por qué algunos de los que hicieron la prueba habían hecho referencia a ese efecto de túnel, como el que algunos dicen haber visualizado en situaciones próximas a la muerte.
Después del vértigo sentí un extraño sosiego. Apareció entonces una imagen borrosa que se fue haciendo cada vez más nítida.
Por el juego de luces y oscuridad, era el atardecer. A la izquierda, una playa pequeña que iluminada parecía de tiza. A la derecha el mar rompía contra los acantilados. En lo alto se erguía un castillo y debajo de él se agrupaban las casas de un pequeño pueblo. No sé por qué la imagen me pareció tan agradable y tan real, como si fuera yo quien estaba arribando a esa playa.
En una entrada de las rocas, algo destellante me atrajo. Presté atención y vi que se trataba de una cruz de plata, grande y trabajada, como la que usan ciertos clérigos.
Hice un gran esfuerzo para conservar la imagen pero finalmente todo se desvaneció en la pantalla. Cuando me avisaron que ya había transcurrido media hora me di cuenta de que había perdido la noción del tiempo.

Llegué a casa y le comenté a mamá lo que había visto y le describí la cruz de plata, su superficie labrada y pulida y sus brazos anchos terminados en tres semicírculos que hacían de cada punta una pequeña flor. No tenía idea de que a qué orden religiosa podía pertenecer.
Mi madre quedó pensativa.
−¡Qué raro! −dijo al fin− la descripción de la playa y del pueblo se parece al lugar de Italia donde nacieron mis bisabuelos. Y la cruz −hizo una pausa prolongada−, esa cruz nunca la vi pero puede tener que ver con algo que siempre quedó como una tremenda duda, es más, te diría como un secreto de familia. Eso que todos saben pero nadie dice. Circulaba la versión de que ese tal bisabuelo había sido sacerdote pero que se enamoró hasta el punto de dejarlo todo, los hábitos, su pueblo y su buen nombre. Llegó a estas tierras con su amada, con otro nombre y, como era instruido, con la profesión de maestro y profesor de latín. A pesar de esa historia nunca confirmada, ellos eran muy religiosos y siempre la negaron. Se ofendían si alguien la mencionaba, como si fuera una calumnia, y les estaba prohibido a los hijos hablar de ese tema. Creo que una vez mi abuelo Pascual les contó algo a sus amigos, para darse importancia, y recibió como castigo una gran paliza y que no lo dejaran salir a jugar por una semana.

Papá llegó tarde, como de costumbre, pero mamá siempre lo esperaba para comer juntos. Habían sido una linda pareja, él alto y delgado, ahora con una calvicie que sólo dejaba una franja de pelo bordeando las orejas y la nuca. Mamá apenas le llegaba a los hombros, pero conservaba una linda silueta y un hermoso pelo dorado.
En la cena ella comentó lo que habíamos hablado. Papá no demostró ningún interés, cosa frecuente ya que parecía estar siempre preocupado por su trabajo. Hacía poco que se había independizado, pasando de empleado a tener su propio negocio. Me molestaba la tolerancia de mamá con el desinterés constante de él. Ella lo justificaba por las nuevas presiones del trabajo, pero yo sentía que había algo más.

−¿Sabías esa historia, papá? −es probable que mi tono mostrara mi enojo.
−No sé por qué elegiste esa carrera, que llena la cabeza de estupideces.

Sentada nuevamente en el cómodo sillón frente a la pantalla, esta vez sentía curiosidad por lo que llegaría a ver y también cierto temor. Casi de inmediato comenzaron a danzar los círculos de colores a los que siguieron el túnel oscuro con un foco de luz en el fondo. Luego, la pantalla quedó ensombrecida por lo que parecían nubarrones de tormenta. De la parte inferior izquierda se fue dibujando algo como una ruta, iluminada por focos de una luz muy intensa que avanzaban rápidamente, trazando el camino que ascendía hacia el margen superior derecho de la pantalla. Desde allí, aparecieron de pronto otros focos de luz que venían en dirección contraria. Me aferré a los brazos del sillón. En ese momento se produjo una explosión de luz y la pantalla se ensombreció otra vez.
Apreté el botón de llamada y salí.

Al llegar a casa mamá me preguntó, interesada, por la experiencia que había tenido esta vez. Por suerte yo estaba más calmada y se la conté sin dramatismos. Ella quedó otra vez pensativa, parecía hacer esfuerzos para recordar.
−Puede tener que ver con tu abuelo paterno −la voz era pausada y grave−. Iba en un coche nuevo a Santa Fe, parece que a demasiada velocidad, cuando chocó de frente con otro coche que venía en sentido contrario. Él quedó hemipléjico y el otro conductor murió. Nunca se aclaró, al menos para nosotros, si iba con algún acompañante. En ese momento él tenía mucho dinero y se sospechó que iba con una mujer que resultó ilesa, de la que nunca se supo la identidad. Eso sí, él cambió mucho, se hizo alcohólico, perdió su fortuna y al final la esposa, o sea la madre de tu papá, lo dejó.
En la cena mamá preguntó:
−Alberto, ¿qué edad tenías cuando tu papá tuvo el accidente?
−¿Es otro de tus hallazgos con ese juguete nuevo? ¿Estás jugando al detective o estudiando en serio? Aunque no sé qué se puede estudiar en serio en esa carrera −no contesté y eso enfureció más a mi padre−. ¡Te prohíbo que sigas con esta tontería! Y no me canses más, que también te voy a prohibir que sigas con esa carrera inservible.
Cuando iba a mi cuarto mamá me dijo en voz baja.
−Isabel, yo también pienso que es mejor que no sigas yendo.
−Está bien mamá. La próxima será la última.

En esa tercera vez todo ocurrió al comienzo como hasta entonces. Los colores, el túnel, la luz al final. Estaba tensa, más expectante que nunca.
La pantalla quedó en sombras, como si se estuviera haciendo de noche. Apareció luego algo, en la mitad, como una calle solitaria con dibujos difusos de casas y árboles. Sobre la derecha me pareció ver una silueta oscura que caminada por ella hacia la izquierda. A medida que avanzaba pude verla más nítida. Era un hombre de negro, que caminaba con dificultad, lento y encorvado. Había recorrido más de la mitad, o sea estaba más cerca del borde izquierdo, cuando una luz muy potente iluminó unas vías de ferrocarril. El hombre siguió avanzando como si no viera nada y cruzó las vías justo cuando la luz estalló en miles de haces que lo envolvieron.
Cerré los ojos y continué cerrándolos hasta que, cumplida la hora, me llamaron. Me costaba moverme y hubiera preferido quedarme allí, a oscuras y sola.

No fui a clase después de la experiencia. Me senté en una plaza para disfrutar del tibio sol de otoño y pensar qué iba a decir en casa. También pensé en el informe escrito que tenía que hacer después de cada experiencia, porque no quería relatar lo que vi. ¿Sería este otro de los secretos guardados en mi familia? Si era así, ¿por qué yo tenía que descubrirlos?
Mamá me miró preocupada.
−¿Qué viste esta vez?
−Algo que parecía el suicidio de un hombre en las vías del tren −dije en tono neutro.
−No sé qué está pasando pero prometeme que no vas a ir más ¡No me mires así! –continuó al ver que yo no hablaba−. Está bien, te lo digo, con la promesa de que quedará entre nosotras −aspiró aire y dijo en voz baja−. Sí, tu abuelo paterno se suicidó así. Tu papá nunca quiso hablar de eso ni de nada que se refiera a su padre. Por favor no digas lo que viste. No digas siquiera que volviste a ese lugar.
La miré, como si fuera una extraña y no le contesté.
−No es bueno ocultar cosas del pasado, lo sé −continuó después de un silencio incómodo entre las dos−, pero ya lo aprenderás en tu carrera, se necesita un espacio adecuado y alguien que te guíe en cómo hacerlo −ante mi silencio suplicó−, ¡Por favor, no vuelvas, ya tendrás tiempo de averiguar todo lo que necesites!

Pero yo tenía necesidad de saber y ya no tenía miedo. Me propuse que sería la última vez que haría la experiencia.
De nuevo colores y la luz vertiginosa que iba hasta el final del túnel. Me acomodé para ver lo mejor posible. No aparecía nada nuevo en la pantalla. Seguía aquella luz, debilitándose poco a poco. Me pesaban los párpados, me quedé dormida, creo que fueron unos minutos.
Cuando desperté había en el centro de la pantalla una zona más clara, rodeada de sombras. Dos figuras se acercaban y al encontrarse se abrazaron. Parecían un hombre y una mujer. Esforcé mis ojos para verlos mejor. Él era alto y delgado, y se destacaba en la cabeza el brillo de su calvicie en contraste con un borde oscuro por encima de las orejas y la nuca. Ella era casi tan alta como él y tenía cabello oscuro.
Cerré los ojos y me recosté en el sillón. Tardé en darme cuenta que caían lágrimas de mi cara.

 Mamá me esperaba ansiosa.
−¿Volviste a ir? −era triste su mirada y sus ojos estaban húmedos.
−No, mamá, no fui ni volveré nunca más.


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