A los once años Elena Mejías era todavía una cachorra
desnutrida, con la piel sin brillo de los niños solitarios, la boca con algunos huecos por una
dentición tardía, el pelo color de ratón y un esqueleto visible que parecía demasiado
contundente para su tamaño y amenazaba con salirse en las rodillas y en los
codos.
Nada en su aspecto delataba sus sueños tórridos ni anunciaba a la criatura
apasionada que en verdad era. Pasaba desapercibida entre los muebles ordinarios y los
cortinajes desteñidos de la pensión de su madre. Era sólo una gata melancólica jugando
entre los geranios empolvados y los grandes helechos del patio o transitando
entre el fogón de la cocina y las mesas del comedor con los platos de la cena. Rara vez algún
cliente se fijaba en ella y si lo hacía era sólo para ordenarle que rociara con
insecticida los nidos de las cucarachas o llenara el tanque del baño, cuando la crujiente
carcasa de la bomba se negaba a subir el agua hasta el segundo piso.
Su madre, agotada
por el calor y el trabajo de la casa, no tenía ánimo para ternuras ni tiempo
para observar a su hija, de modo que no supo cuándo Elena empezó a mutarse en un ser
diferente. Durante los primeros años de su vida había sido una niña silenciosa y
tímida, entretenida siempre en juegos misteriosos, que hablaba sola por los rincones y
se chupaba el dedo.
Sus salidas eran sólo a la escuela o al mercado, no parecía
interesada en el bullicioso rebaño de niños de su edad que jugaban en la calle. La transformación de Elena Mejías coincidió con la llegada
de Juan José Bernal, el Ruiseñor, como él mismo se había apodado y como lo anunciaba
un afiche que clavó en la pared de su cuarto. Los pensionistas eran en su
mayoría estudiantes y empleados de alguna oscura dependencia de la administración
pública.
Damas y caballeros de orden, como decía su madre, quien se
vanagloriaba de no aceptar a cualquiera bajo su techo, sólo personas de mérito, con una
ocupación conocida, buenas costumbres, la solvencia suficiente para pagar el mes
por adelantado y la disposición para acatar las reglas de la pensión, más
parecidas a las de un seminario de curas que a las de un hotel.
Una viuda tiene que cuidar
su reputación y hacerse respetar, no quiero que mi negocio se convierta en nido de vagabundos
y pervertidos, repetía con frecuencia la madre, para que nadie -y mucho
menos Elena- pudiera olvidarlo. Una de las tareas de la niña era vigilar a los
huéspedes y mantener a su madre informada sobre cualquier detalle sospechoso. Esos
trabajos de espía habían acentuado la condición incorpórea de la muchacha, que se
esfumaba entre las sombras de los cuartos, existía en silencio y aparecía de súbito,
como si acabara de retornar de una dimensión invisible.
Madre e hija trabajaban juntas en
las múltiples ocupaciones de la pensión, cada una inmersa en su callada rutina, sin
necesidad de comunicarse. En realidad se hablaban poco y cuando lo hacían, en el rato
libre de la hora de la siesta, era sobre los clientes. A veces Elena intentaba
decorar las vidas grises de esos hombres y mujeres transitorios, que pasaban por la casa sin
dejar recuerdos, atribuyéndoles algún evento extraordinario, pintándolas de
colores con el regalo de algún amor clandestino o alguna tragedia, pero su madre
tenía un instinto certero para detectar sus fantasías. Del mismo modo descubría si su hija
le ocultaba información.
Tenía un implacable sentido práctico y una noción muy clara
de cuanto ocurría bajo su techo, sabía con exactitud qué hacía cada cual a toda hora
del día o de la noche, cuánta azúcar quedaba en la despensa, para quién sonaba el
teléfono o dónde habían quedado las tijeras. Había sido una mujer alegre y hasta
bonita, sus toscos vestidos apenas contenían la impaciencia de un cuerpo todavía joven,
pero llevaba tantos años ocupada de detalles mezquinos que se le habían ido secando
la frescura del espíritu y el gusto por la vida.
Sin embargo, cuando llegó Juan José
Bernal a solicitar un cuarto de alquiler, todo cambió para ella y también para Elena. La
madre, seducida por la modulación pretenciosa del Ruiseñor y la sugerencia de
celebridad expuesta en el afiche, contradijo sus propias reglas y lo aceptó en la
pensión, a pesar de que él no calzaba para nada con su imagen del cliente ideal.
Bernal
dijo que cantaba de noche y por lo tanto debía descansar durante el día, que no tenía
ocupación por el momento, así es que no podía pagar el mes adelantado y que era muy
escrupuloso con sus hábitos de alimentación y de higiene, era vegetariano y
necesitaba dos duchas diarias.
Sorprendida, Elena vio a su madre registrar sin comentarios
al nuevo huésped en el libro y conducirlo hasta la habitación arrastrando a duras
penas su pesada maleta, mientras él llevaba el estuche con la guitarra y el tubo de
cartón donde atesoraba su afiche.
Disimulándose contra la pared, la niña los siguió
escaleras arriba y notó la expresión intensa del nuevo huésped a la vista del delantal
de percal pegado a las nalgas húmedas de sudor de su madre. Al entrar al cuarto
Elena encendió el interruptor y las grandes aspas del ventilador del techo
comenzaron a girar con un silbido de hierros oxidados.
Desde ese instante cambiaron las rutinas de la casa. Había
más trabajo, porque Bernal dormía a las horas en que los demás habían partido a sus
quehaceres, ocupaba el baño durante horas, consumía una cantidad abrumadora de
alimentos de conejo que debían cocinarse por separado, usaba el teléfono a cada rato
y enchufaba la plancha para repasar sus camisas de galán, sin que la dueña de la
pensión le reclamara pagos extraordinarios.
Elena volvía de la escuela con el sol de la
siesta, cuando el día languidecía bajo una terrible luz blanca, pero a esa hora él
todavía estaba en el primer sueño. Por orden de su madre, se quitaba los zapatos, para
no violar el reposo artificial en que parecía suspendida la casa. La niña se dio cuenta de
que su madre cambiaba día a día.
Los signos fueron perceptibles para ella desde el
principio, mucho antes de que los demás habitantes de la pensión empezaran a
cuchichear a sus espaldas. Primero fue el olor, un aroma persistente de flores, que
emanaba de la mujer y se quedaba flotando en el ámbito de los cuartos por donde ella
pasaba. Elena conocía cada rincón de la casa y su largo hábito de espionaje le
permitió descubrir el frasco de perfume detrás de los paquetes de arroz y los tarros de
conservas en la despensa.
Luego notó la línea de lápiz oscuro en los párpados, el
toque de rojo en los labios, la ropa interior nueva, la sonrisa inmediata cuando Bernal
bajaba por fin al atardecer, recién bañado, con el pelo todavía húmedo, y se sentaba en
la cocina a devorar sus extraños guisos de faquír.
La madre se sentaba al frente y
él le contaba episodios de su vida de artista, celebrando cada una de sus propias
travesuras con una risa fuerte que le nacía en el vientre. Las primeras semanas Elena sintió odio por ese hombre que
ocupaba todo el espacio de la casa y toda la atención de su madre. Le repugnaba su
pelo engrasado con brillantina, sus uñas barnizadas, su manía de escarbarse los
dientes con un palito, su pedantería y su descaro para hacerse servir.
Se preguntaba
qué veía su madre en él, era sólo un aventurero de poca monta, un cantante de bares
míseros de quien nadie había oído hablar, tal vez un rufián, como había sugerido en
susurros la señorita Sofía, una de las pensionistas más antiguas. Pero entonces, una
tarde caliente de domingo, cuando no había nada que hacer y las horas parecían
detenidas entre las paredes de la casa, Juan José Bernal apareció en el patio con su guitarra,
se instaló en un banco bajo la higuera y empezó a pulsar las cuerdas.
El sonido atrajo a
todos los huéspedes, que fueron asomándose uno a uno, primero con cierta timidez, sin
comprender muy bien la causa de tanta bulla, pero luego sacaron entusiasmados las
sillas del comedor y se acomodaron alrededor del Ruiseñor. El hombre tenía una voz
vulgar, pero era entonado y cantaba con gracia.
Conocía todos los viejos
boleros y las rancheras del blasfemias, que hicieron sonrojar a las mujeres. Por primera
vez, desde que la niña podía recordar, hubo en la pensión un ambiente de fiesta.
Cuando oscureció encendieron dos lámparas de parafina para colgarlas de los
árboles y trajeron cervezas y la botella de ron reservada para curar resfríos.
Elena
sirvió los vasos temblando, sentía las palabras de despecho de esas canciones y los
lamentos de la guitarra en
cada fibra del cuerpo, como una fiebre. Su madre seguía el
ritmo con un pie. De súbito se levantó, la tomó de las manos y las dos empezaron a
bailar, seguidas de inmediato por los demás, incluyendo a la señorita Sofía, toda remilgos
y risas nerviosas.
Por un largo rato, Elena se movió siguiendo la cadencia de la voz
de Bernal, apretada contra el cuerpo de su madre, aspirando su nuevo olor a flores,
totalmente dichosa. Pronto,
sin embargo, notó que la rechazaba con suavidad, separándola
para seguir sola. Con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, la mujer
ondulaba como una sábana secándose en la brisa. Elena se retiró y poco a poco también
los demás volvieron a sus sillas, dejando a la dueña de la pensión sola al centro del
patio, perdida en su danza.
Desde esa noche Elena vio a Bernal con ojos nuevos. Olvidó
que detestaba su brillantina, su escarbadientes y su arrogancia, y cuando lo
veía pasar o lo escuchaba hablar recordaba las canciones de aquella fiesta improvisada
y volvía a sentir el ardor en la piel y la confusión en el alma, una fiebre que no
sabía poner en palabras. Lo observaba de lejos, a hurtadillas, y así fue descubriendo
aquello que antes no supo percibir, sus hombros, su cuello ancho y fuerte, la curva
sensual de sus labios gruesos, sus dientes perfectos, la elegancia de sus manos, largas y
finas.
Le entró un deseo insoportable de aproximarse a él para enterrar la cara en su
pecho moreno, escuchar la vibración del aire en sus pulmones y el ruido de su
corazón, aspirar su olor, un olor que sabía seco y penetrante, como de cuero curtido o de
tabaco. Se imaginaba a sí misma jugando con su pelo, palpándole los músculos de la
espalda y de las piernas, descubriendo la forma de sus pies, convertida en humo para
metérsele por la garganta y ocuparlo entero.
Pero si el hombre levantaba la mirada y
se encontraba con la suya, Elena corría a ocultarse en el más apartado matorral del
patio, temblando. Bernal se había adueñado de todos sus pensamientos, la niña ya no
podía soportar la inmovilidad del tiempo lejos de él.
En la escuela se movía
como en una pesadilla, ciega y sorda a todo salvo las imágenes interiores, donde lo veía
sólo a él. ¿Qué estaría haciendo en ese momento? Tal vez dormía boca abajo sobre la
cama con las persianas cerradas, su cuarto en penumbra, el aire caliente agitado
por las alas del ventilador, un sendero de sudor a lo largo de su columna, la cara
hundida en la almohada.
Con el primer golpe de la campana de salida corría a la casa,
rezando para que él no se hubiera despertado todavía y ella alcanzara a lavarse y
ponerse un vestido limpio y sentarse a esperarlo en la cocina, fingiendo hacer sus
tareas para que su madre no la abrumara de labores domésticas. Y después, cuando lo
escuchaba salir silbando del baño, agonizaba de impaciencia y de miedo, segura de que
moriría de gozo si él la tocara o tan sólo le hablara, ansiosa de que eso ocurriera,
pero al mismo tiempo lista para desaparecer entre los muebles, porque no podía vivir
sin él, pero tampoco podía resistir su ardiente presencia.
Con disimulo lo seguía a
todas partes, lo servía en cada detalle, adivinaba sus deseos para ofrecerle lo que
necesitaba antes de que lo pidiera, pero se movía siempre como una sombra, para no revelar su
existencia. En las noches Elena no lograba dormir, porque él no estaba
en la casa. Abandonaba su hamaca y salía como un fantasma a vagar por el primer piso,
juntando valor para entrar por fin sigilosa al cuarto de Bernal. Cerraba la
puerta a su espalda y abría un poco la persiana, para que entrara el reflejo de la calle a
alumbrar las ceremonias que había inventado para apoderarse de los pedazos del alma de
ese hombre, que se
quedaban impregnando sus objetos.
En la luna del espejo,
negra y brillante como un charco de lodo, se observaba largamente, porque allí se
había mirado él y las huellas de las dos imágenes podrían confundirse en un abrazo. Se
acercaba al cristal con los ojos muy abiertos, viéndose a sí misma con los ojos de él,
besando sus propios labios con un beso frío y duro, que ella imaginaba caliente, como
boca de hombre. Sentía la superficie del espejo contra su pecho y se le erizaban las
diminutas cerezas de los senos, provocándole un dolor sordo que la recorría hacia
abajo y se instalaba en un punto preciso entre sus piernas. Buscaba ese dolor una y
otra vez.
Del armario sacaba una camisa y las botas de Bernal y se las ponía. Daba unos
pasos por el cuarto con mucho cuidado, para no hacer ruido. Así vestida hurgaba en
sus cajones, se peinaba con su peine, chupaba su cepillo de dientes, lamía su crema
de afeitar acariciaba su ropa sucia. Después, sin saber por qué lo hacía, se quitaba
la camisa, las botas y su camisón y se tendía desnuda sobre la cama de Bernal,
aspirando con avidez su olor, invocando su calor para envolverse en él. Se tocaba todo el
cuerpo, empezando por la forma extraña de su cráneo, los cartílagos translúcidos de
las orejas, las cuencas de los ojos, la cavidad de su boca, y así hacia abajo
dibujándose los huesos, los pliegues, los ángulos y las curvas de esa totalidad insignificante que
era ella misma, deseando ser enorme, pesada y densa como una ballena. Imaginaba que
se iba llenando de un líquido viscoso y dulce como miel, que se inflaba y crecía
al tamaño de una descomunal muñeca, hasta llenar toda la cama, todo el
cuarto, toda la casa con su cuerpo turgente. Extenuada, a veces se dormía por unos
minutos, llorando.
Una mañana de sábado Elena vio desde la ventana a Bernal que
se aproximaba a su madre por detrás, cuando ella estaba inclinada en la artesa
fregando ropa. El hombre le puso la mano en la cintura y la mujer no se movió, como
si el peso de esa mano fuera parte de su cuerpo. Desde la distancia, Elena percibió
el gesto de posesión de él, la actitud de entrega de su madre, la intimidad de los dos,
esa corriente que los unía con un formidable secreto. La niña sintió que un golpe de
sudor la bañaba entera, no podía respirar, su corazón era un pájaro asustado entre las
costillas, le picaban las manos y los pies, la sangre pujando por reventarle los
dedos.
Desde ese día comenzó a espiar a su madre. Una a una fue descubriendo las evidencias buscadas, al
principio sólo miradas, un saludo demasiado prolongado, una sonrisa cómplice, la
sospecha de que bajo la mesa sus piernas se encontraban y que inventaban pretextos para
quedarse a solas.
Por fin una noche, de regreso del cuarto de Bernal donde había
cumplido sus ritos de enamorada, escuchó un rumor de aguas subterráneas
proveniente de la habitación de su madre y entonces comprendió que durante todo ese tiempo,
mientras ella creía que Bernal estaba ganándose el sustento con canciones nocturnas,
el hombre había estado al otro lado del pasillo, y mientras ella besaba su recuerdo
en el espejo y aspiraba la huella de su paso en sus sábanas, él estaba con su madre.
Con la destreza aprendida en tantos años de hacerse invisible, atravesó la puerta
cerrada y los vio entregados al placer. La pantalla con flecos de la lámpara irradiaba una
luz cálida, que revelaba a los amantes sobre la cama. Su madre se había transformado en una
criatura redonda, rosada, gimiente, opulenta, una ondulante anémona de mar,
puros tentáculos y ventosas, toda boca y manos y piernas y orificios, rodando y rodando
adherida al cuerpo grande de Bernal, quien por contraste le pareció rígido, torpe, de
movimientos espasmódicos, un trozo de madera sacudido por una ventolera inexplicable.
Hasta entonces la niña no había visto a un hombre desnudo y la sorprendieron las
fundamentales diferencias. La naturaleza masculina le pareció brutal y le tomó un buen
tiempo sobreponerse al terror y forzarse a mirar. Pronto, sin embargo, la venció la
fascinación de la escena y pudo observar con toda atención, para aprender de su madre los
gestos que habían logrado arrebatarle a Bernal, gestos más poderosos que todo el amor
de ella, que todas sus oraciones, sus sueños y sus silenciosas llamadas, que todas
sus ceremonias mágicas para convocarlo a su lado.
Estaba segura de que esas
caricias y esos susurros contenían la clave del secreto y si lograba apoderárselos,
Juan José Bernal dormiría con ella en la hamaca, que cada noche colgaba de dos ganchos
en el cuarto de los armarios. Elena pasó los días siguientes en estado crepuscular. Perdió
totalmente el interés por su entorno, inclusive por el mismo Bernal, quien pasó a
ocupar un compartimiento de reserva en su mente, y se sumergió en una realidad
fantástica que reemplazó por completo al mundo de los vivos.
Siguió cumpliendo con las
rutinas por la fuerza del hábito, pero su alma estaba ausente de todo lo que hacía.
Cuando su madre notó su falta de apetito, lo atribuyó a la cercanía de la pubertad,
a pesar de que Elena era a todas luces demasiado joven, y se dio tiempo para sentarse a
solas con ella y ponerla al día sobre la broma de haber nacido mujer. La niña escuchó
en taimado silencio la perorata sobre maldiciones bíblicas y sangres menstruales,
convencida de que eso jamás le ocurriría a ella.
El miércoles Elena sintió hambre por primera vez en casi una
semana. Se metió en la despensa con un abrelatas y una cuchara y se devoró el
contenido de tres tarros de arvejas, luego le quitó el vestido de cera roja a un queso
holandés y se lo comió como una manzana. Después corrió al patio y, doblada en dos,
vomitó una verde mezcolanza sobre los geranios. El dolor del vientre y el agrio sabor en
la boca le devolvieron el sentido de la realidad. Esa noche durmió tranquila,
enrollada en su hamaca, chupándose el dedo como en los tiempos de la cuna.
El jueves
despertó alegre, ayudó a su madre a preparar el café para los pensionistas y luego
desayunó con ella en la cocina, antes de irse a clases. A la escuela, en cambio,
llegó quejándose de fuertes calambres en el estómago y tanto se retorció y pidió permiso
para ir al baño, que a media mañana la maestra la autorizó para regresar a su casa.
Elena dio un largo rodeo para evitar las calles del barrio y
se aproximó a la casa por la pared del fondo, que daba a un barranco. Logró trepar el
muro y saltar al patio con menos riesgo del esperado. Había calculado que a esa hora su
madre estaba en el mercado, y como era el día del pescado fresco tardaría un
buen rato en volver. En la casa sólo se encontraban Juan José Bernal y la señorita
Sofía, que llevaba una semana sin ir al trabajo porque tenía un ataque de artritis.
Elena escondió los libros y los zapatos bajo unas mantas y
se deslizó al interior de la casa. Subió la escalera pegada a la pared, reteniendo la
respiración, hasta que oyó la radio tronando en el cuarto de la señorita Sofía y se sintió
más tranquila. La puerta de Bernal cedió de inmediato. Adentro estaba oscuro y por un
momento no vio nada, porque venía del resplandor de la mañana en la calle, pero
conocía la habitación de memoria, había medido el espacio muchas veces, sabía dónde
se hallaba cada objeto, en qué lugar preciso el piso crujía y a cuántos pasos de la
puerta estaba la cama.
De todos modos, esperó que se le acostumbrara la vista a la
penumbra y que aparecieran los contornos de los muebles. A los pocos instantes pudo
distinguir también al hombre sobre la cama. No estaba boca abajo, como tantas veces lo
imaginó, sino de espaldas sobre las sábanas, vestido sólo con un calzoncillo, un brazo
extendido y el otro sobre el pecho, un mechón de cabello sobre los ojos. Elena sintió que
de pronto todo el miedo y la impaciencia acumulados durante esos días desaparecían por
completo, dejándola limpia, con la tranquilidad de quien sabe lo que debe hacer.
Le pareció que había vivido ese momento muchas veces; sé dijo que no había nada
que temer, se trataba sólo de una ceremonia algo diferente a las anteriores.
Lentamente se quitó el uniforme de la escuela, pero no se atrevió a desprenderse también de
sus bragas de algodón. Se acercó a la cama. Ya podía ver mejor a Bernal. Se sentó al
borde, a poco trecho de la mano del hombre, procurando que su peso no marcara ni un
pliegue más en las sábanas, se inclinó lentamente, hasta que su cara quedó a
pocos centímetros de él y pudo sentir el calor de su respiración y el olor dulzón de
su cuerpo, y con infinita prudencia se tendió a su lado, estirando cada pierna con
cuidado para no despertarlo.
Esperó, escuchando el silencio, hasta que se decidió a posar
su mano sobre el vientre de él en una caricia casi imperceptible. Ese contacto
provocó una oleada sofocante en su cuerpo, creyó que el ruido de su corazón retumbaba por
toda la casa y despertaría al hombre. Necesitó varios minutos para recuperar el
entendimiento y cuando comprobó que no se movía, relajó la tensión y apoyó la mano
con todo el peso del brazo tan liviano de todos modos, que no alteró el descanso
de Bernal. Elena recordó los gestos que había visto a su madre y mientras
introducía los dedos bajo el elástico de los calzoncillos buscó la boca del hombre y lo
besó como lo había hecho tantas veces frente al espejo.
Bernal gimió aún dormido y
enlazó a la niña por el talle con un brazo, mientras su otra mano atrapaba la de ella para
guiarla y su boca se abría para devolver el beso, musitando el nombre de la
amante. Elena lo oyó llamar a su madre, pero en vez de retirarse se apretó más contra él.
Bernal la cogió por la cintura y se la subió encima, acomodándola sobre su cuerpo a
tiempo que iniciaba los primeros movimientos del amor. Recién entonces, al sentir la
fragilidad extrema de ese esqueleto de pájaro sobre su pecho, un chispazo de
conciencia cruzó la algodonosa bruma del sueño y el hombre abrió los ojos.
Elena sintió que
el cuerpo de él se tensaba, se vio cogida por las costillas y rechazada con tal
violencia que fue a dar al
suelo, pero se puso de pie y volvió donde él para abrazarlo
de nuevo. Bernal la golpeó en la cara y saltó de la cama, aterrado quién sabe por qué
antiguas prohibiciones y pesadillas.
-¡Perversa, niña perversa! -gritó. La puerta se abrió y la
señorita Sofía apareció en el umbral.
Elena pasó los siete años siguientes en un internado de
monjas, tres más en una universidad de la capital y después entró a trabajar en un
banco. Entretanto, su madre se casó con su amante y entre los dos siguieron
administrando la pensión, hasta que tuvieron ahorros suficientes para retirarse a una pequeña
casa de campo, donde cultivaban claveles y crisantemos para vender en la ciudad.
El Ruiseñor colocó su afiche de artista en un marco dorado, pero no volvió a
cantar en espectáculos nocturnos y nadie lo echó de menos. Nunca acompañó a su
mujer a visitar a la hijastra, tampoco preguntaba por ella, para no alborotar las
dudas de su propio espíritu, pero pensaba en ella a menudo. La imagen de la
niña permaneció intacta para él, los años no la rozaron, siguió siendo la criatura
lujuriosa y vencida de amor a quien él rechazó.
En verdad, a medida que transcurrían los años el
recuerdo de esos huesos livianos, de esa mano infantil en su vientre, de esa lengua
de bebé en su boca, fue creciendo hasta convertirse en una obsesión. Cuando abrazaba
el cuerpo pesado de su mujer, debía concentrarse en esas visiones, invocando
meticulosamente a Elena, para despertar el impulso cada vez más difuso del placer.
En la
madurez iba a las tiendas de ropa infantil y compraba bragas de algodón para deleitarse
acariciándolas y acariciándose. Después se avergonzaba de esos instantes
desaforados y quemaba las bragas o las enterraba profundamente en el patio, en un
intento inútil de olvidarlas.
Se aficionó a rondar las escuelas y los parques, para observar
de lejos a las muchachas impúberes, que le devolvían por unos momentos demasiado
breves el abismo de ese jueves inolvidable.
Elena tenía veintisiete años cuando fue a visitar la casa de
su madre por primera vez, para presentarle a su novio, un capitán del ejército que
llevaba un siglo rogándole que se casara con él. En uno de esos atardeceres frescos de
noviembre llegaron los jóvenes, él vestido de paisano, para no parecer demasiado
arrogante en galas militares, y ella cargada de regalos.
Bernal había aguardado
esa visita con la ansiedad de un adolescente. Se había mirado al espejo
incansablemente, escrutando su propia imagen, preguntándose si Elena vería los cambios o si en la
mente de ella el Ruiseñor habría permanecido invulnerable al desgaste del tiempo. Se
había preparado para el encuentro escogiendo cada palabra e imaginando todas las
posibles respuestas.
Lo único que no se le ocurrió fue que en vez de la criatura de
fuego por quien él había vivido atormentado, aparecería ante sus ojos una mujer desabrida
y tímida. Bernal se sintió traicionado. Al anochecer, cuando pasó la euforia de la llegada y la
madre y la hija se habían contado las últimas novedades, sacaron unas sillas al patio
para aprovechar el fresco.
El aire estaba cargado con el olor de los claveles. Bernal
ofreció un trago de vino y Elena lo siguió para buscar los vasos. Por unos minutos
estuvieron solos, frente a frente en la estrecha cocina. Y entonces el hombre, que
había aguardado durante tanto tiempo esa oportunidad, retuvo a la mujer por un brazo y le
dijo que todo había sido una terrible equivocación, que esa mañana él estaba dormido
y no supo lo que hizo, que nunca quiso lanzarla al suelo ni llamarla así, que
tuviera compasión y lo perdonara, a ver si así él lograba recuperar la cordura,
porque en todos esos años el ardiente antojo por ella lo había acosado sin descanso,
quemándole la sangre y corrompiéndole el espíritu.
Elena lo miró asombrada y no
supo qué contestar. ¿De qué niña perversa le hablaba? Para ella la infancia había quedado
muy atrás y el dolor de ese primer amor rechazado estaba bloqueado en algún lugar
sellado de la memoria. No guardaba ningún recuerdo de aquel jueves remoto.
Maravillosa narración, la autora logra que uno entre en la historia.
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