Quinquela Martín

viernes, 28 de agosto de 2020

“Una mujer desnuda y en lo oscuro” de Mario Benedetti


Una mujer desnuda y en lo oscuro
tiene una claridad que nos alumbra
de modo que si ocurre un desconsuelo
un apagón o una noche sin luna
es conveniente y hasta imprescindible
tener a mano una mujer desnuda.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera un resplandor que da confianza
entonces dominguea el almanaque
vibran en su rincón las telarañas
y los ojos felices y felinos
miran y de mirar nunca se cansan.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
es una vocación para las manos
para los labios es casi un destino
y para el corazón un despilfarro
una mujer desnuda es un enigma
y siempre es una fiesta descifrarlo.

Una mujer desnuda y en lo oscuro
genera una luz propia y nos enciende
el cielo raso se convierte en cielo
y es una gloria no ser inocente
una mujer querida o vislumbrada
desbarata por una vez la muerte

“Ser” de Susana De Divitiis


Ser, arrojados al Tiempo, 
un instante más fugaz

que la luz del rayo al caer.
Más fugaz que un latido,                           
que un adiós
que una palabra.
                                   
Ser un grano de arena
en ese reloj que pretende
medir la eternidad. 
Ser una gota de agua
en  el río que es                                               
el mismo
y distinto,
en su continuo fluir.
                         
Ser, en el espacio infinito,                     
el punto invisible del cruce
de invisibles coordenadas.
                            
Aún así,
solo un punto
invisible y fugaz,
en la soledad del universo
soy,      
estoy siendo y seré
mientras  alguien
me espeje en su mirada,
mientras  una caricia
me haga consciente de mi piel
y de mi forma.
Mientras  alguien me dé un nombre

y  me llame.                                                          


“Algo muy grave va a suceder en este pueblo” de Gabriel García Márquez


Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
-No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
-Te apuesto un peso a que no la haces.
Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
-¿Y por qué es un tonto?
-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:
-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.
El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:
-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:
-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:
-Hay un pajarito en la plaza.
Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:
-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.
Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.



"De lo que soy" de Raúl Gómez Jattin


En este cuerpo
En el cual la vida ya anochece
Vivo yo
Vientre blando y cabeza calva
Pocos dientes
Y yo adentro
Como un condenado
Estoy adentro y estoy enamorado
Y estoy viejo
Descifro mi dolor con la poesía
Y el resultado es especialmente doloroso
Voces que anuncian: ahí vienen tus angustias
Voces quebradas: pasaron ya tus días.
La poesía es la única compañera
Acostúmbrate a tus cuchillos,
Que es la única.
Y otro...
Si las nubes no anticipan en sus formas la
historia de los hombres
Si los colores del río no figuran los designios del
Dios de las Aguas
Si no remiendas con tus manos de astromelias las
comisuras de mi alma
Si mis amigos no son una legión de ángeles
clandestinos...
Qué será de mí.

Raúl Gómez Jattin (1945 – 1997), poeta colombiano

“Misión” de Juan José Mestre


Por supuesto que estoy para adorarte,
para decirte mil palabras subyugantes,
para trocar la luna por tu piel morena,
para que tu cuerpo todo sea una
melodía apasionadamente suave,
salada, con acordes de mar embravecido,
con fragancias de otros mundos,
con formas de los trigales
que asemejan tus pasos...
Quiero hacer de tu cuerpo una melodía,
y no me doy cuenta que fue Dios quién lo hizo
mientras  yo sólo tengo la hermosa misión
de adorarte eternamente...

“El reino del revés” María Elena Walsh


Me dijeron que en el Reino del Revés
nada el pájaro y vuela el pez,
que los gatos no hacen miau y dicen yes
porque estudian mucho inglés.
Vamos a ver cómo es
el Reino del Revés.

Me dijeron que en el Reino del Revés
nadie baila con los pies,
que un ladrón es vigilante y otro es juez
y que dos y dos son tres.

Me dijeron que en el Reino del Revés 
cabe un oso en una nuez,
que usan barbas y bigotes los bebés 
y que un año dura un mes.

Me dijeron que en el Reino del Revés 
hay un perro pequinés,
que se cae para arriba y una vez... 
no pudo bajar después.

Me dijeron que en el Reino del Revés 
un señor llamado Andrés
tiene 1530 chimpancés, 
que si miras no los ves.

Me dijeron que en el Reino del Revés 
una araña y un ciempiés
van montados al palacio del Marqués 
en caballos de ajedrez.

Vamos a ver cómo es
el Reino del Revés.

viernes, 21 de agosto de 2020

“La yerba mate” de Eduardo Galeano


La luna se moría de ganas de pisar la tierra.
Quería probar las frutas y bañarse en algún río.
Gracias a las nubes, pudo bajar.
Desde la puesta del sol hasta el alba,
las nubes cubrieron el cielo para que nadie
advirtiera que la luna faltaba.
Fue una maravilla la noche en la tierra.
La luna  paseó por la selva del alto Paraná,
conoció misteriosos aromas y sabores y nadó
largamente en el río.
Un viejo labrador la salvo dos veces.
Cuando el jaguar iba a clavar sus dientes en el cuello de la  luna,
el viejo degolló a la fiera con su cuchillo;
y cuando la luna tuvo hambre la llevo a su casa.
"Te ofrecemos nuestra pobreza", dijo la mujer del labrador,
y le dio unas tortillas de maíz.

A la noche siguiente, desde el cielo,
la luna se asomó a la casa de sus amigos.
El viejo labrador había construido su choza en un claro de la selva,
muy lejos de las aldeas.
Allí vivía,  como en un exilio,
con su mujer y su hija.
La luna descubrió que en aquella casa no quedaba nada que comer.
Para ella habían sido las últimas tortillas de maíz.
Entonces iluminó el lugar con la mejor de sus luces y pidió a las nubes que dejasen caer,
alrededor de la choza, una llovizna muy especial.
Al amanecer en esa tierra habían brotado unos árboles desconocidos.
Entre el verde oscuro de las hojas, asomaban las flores blancas.
Jamás murió la hija del viejo labrador. 
Ella es la dueña de la yerba mate 
y anda por el mundo ofreciéndola a los demás.
La yerba mate despierta a los dormidos, 
corrige a los haraganes y
hace hermanas a las gentes que no se conocen.

“Uno en cien” de Susana De Divitiis


En los veranos, Federico Peña acostumbraba a usar la chaqueta blanca directamente sobre su piel. Esa tarde sentía el lamparón formado bajo sus axilas.
Miraba cada tanto el ventilador de techo, que revolvía el aire caliente con un sonido opaco y monótono.
Era inusual ese calor intenso, como si el aliento del Zonda hubiera llegado hasta allí, cientos de kilómetros al sur. Como si hubiera llegado para incendiar los pastizales ralos, espinosos, y resquebrajar la tierra. Para detener el aire y el tiempo en una espera agobiante.

Hacía diez años que había llegado con su esposa a ese pequeño pueblo patagónico, cerca de una comunidad mapuche. Recibido y especializado en Buenos Aires, eligió ese destino por razones inciertas. Tal vez por rechazo al sistema corrupto de las prepagas de salud. O para oponerse a su padre, conocido cirujano plástico, que quiso iniciarlo en esa lucrativa especialidad. O porque sentía el hechizo y el desafío de ese paisaje desértico, áspero, extenso y uniforme que invita a ir más allá. Donde el frío y el viento despiertan el sueño del hogar y el fuego.

La realidad que enfrentaron al llegar no tenía hechizo alguno. Sí, el tremendo desafío de acostumbrarse a un modo de vida totalmente distinto al de la capital. Cuando vieron el cartel que indicaba la entrada al pueblo, él y Alicia callaron. Bajaron del coche para acostumbrar la mirada y el corazón.
Habían recorrido más de cuatrocientos kilómetros desde Neuquén, en un paisaje monótono de mesetas patagónicas, de tierra árida y seca como costra de pan. A veces era un descanso ver en el camino algún río de aguas de deshielo saltando entre las piedras, con árboles y casas en sus márgenes. En el último tramo, ya en precordillera, desde el camino de cornisa podían verse las montañas de los Andes, con sus cumbres eternamente blancas.
La calle que llevaba al centro del pueblo estaba bordeada de álamos. Temprano, en esa tarde de verano los reconfortó el frescor de la sombra que los protegía del Sol que reverberaba en los guijarros.
Pronto llegaron a la plaza central. Tenía el encanto de lo natural, con araucarias autóctonas, pinos jóvenes plantados por la municipalidad, álamos y abetos.
El pueblo era más pequeño de lo que creían. Enseguida ubicaron el hospital. Federico sabía que sólo serian dos médicos para atender a una población numerosa dispersa en los alrededores. Pero al día siguiente, cuando recorrió el lugar, le preocupó aun más la precariedad de los recursos.

Llegaron a la casa que les daba la municipalidad, era modesta pero tenía las comodidades elementales.
Alicia fue la primera en adaptarse, se dedicó con pasión a decorar la casa con pequeños toques que la hicieran suya. El jardín, árido y abandonado, tenía álamos que lo rodeaban, un pino en el centro como el de una postal de Navidad, y árboles frutales. Faltaban el césped y las flores. La tierra, ávida de agua, la tragaba al instante y no les permitía crecer. Ella y Federico aceptaron el reto. Cuando se hizo realidad el jardín Alicia disfrutaba del verde, las flores y el colorido de los distintos frutos que doblegaban las ramas.
La casa, ahora un hogar acogedor, hacía notar la ausencia de chicos. Los dos los deseaban pero Alicia tenía miedo. Confiaba plenamente en su marido como obstetra, él había hecho venir al mundo a muchos niños, tanto en el hospital como en los poblados cercanos, pero no podía olvidar aquel helado día de agosto. Habían llamado a Federico de urgencia desde uno de los poblados. El parto requería una cesárea, el hospital no tenía las condiciones para cirugía mayor y el que las tenía estaba a más de cien kilómetros por un camino de cornisa con hielo. Sin perder tiempo, Federico subió a la mujer a su auto y emprendió el peligroso camino. Pudieron salvar a la mujer y al niño pero Federico al volver tenía la presión arterial muy alta.

Desde ese momento, cuando el estrés de alguna consulta era muy grande la hipertensión llegaba a niveles de riesgo, más aun teniendo en cuenta que su padre había muerto de un infarto agudo al año de instalarse ellos en la Patagonia.
“No podés tomar las cosas así, ustedes, los de Buenos Aires son muy flojitos. Por eso todos se analizan –le dijo Alonso, el otro médico– así no vas a llegar ni a los cuarenta”.
A pesar del miedo de Alicia, decidieron buscar el primer hijo. Pedro, un bebé hermoso y fuerte, nació sin dificultades.
Mientras, Federico maduraba la idea de dejar el hospital y poner un consultorio privado, sabiendo que no sería tan estresante. La decisión no era fácil, en el hospital estaba en riesgo su salud y en el consultorio, el riesgo era económico. Alicia lo alentaba y le suplicaba que lo hiciera. El cambio fue beneficioso para todos. Desde el comienzo tuvo muchos pacientes porque todo el pueblo lo quería.
Nació Alejandro, el segundo hijo. La familia se consolidaba. A veces Federico tenía nostalgia de su ciudad y aprovechaba algún congreso médico para ir.
Cuando quedó embarazada por tercera vez, Alicia soñaba con una nena. Nació Agustina, hermosa pero de salud un tanto delicada. Con Agustina, cualquier incidente propio del crecimiento de un chico a Federico lo angustiaba. “Por favor, Federico, la vas a hacer una tilinga”, le decía Alicia.

En la sala aún aguardaban pacientes.
Bajo el marco de la puerta del consultorio, una viejita encorvada aferraba su mano relatándole algún otro síntoma olvidado para prolongar la visita.
Siempre ocurría así, a todos les costaba irse de la consulta. Preferían pagarla a ir al hospital.
Federico se impacientó, por primera vez se impacientó.
Esa tarde en la que el calor lentificaba el aire, se sentía inquieto, sin saber por qué.
En la noche había soñado que corría con el coche por el camino desértico llevando a Agustina al hospital de Neuquén, y nunca llegaba.
Recordó el sueño. Fue entonces cuando entraron.
Ella, joven, de pómulos marcados, piel cetrina, pelo y ojos renegridos, con su hija pequeña llorando en brazos.
Él se sobresaltó cuando vio el cuello rígido de la niña, arqueado hacia atrás. Al revisarla, se confirmaron sus temores. Los síntomas habían empezado dos días antes y los padres, por la fiebre, pensaron en una gripe.
Escribió de inmediato la orden de internación y remarcó la palabra urgente. No había tiempo de derivarla a Neuquén.

Le pareció interminable el tiempo transcurrido hasta que terminó de atender.
De inmediato, sin ordenar su escritorio ni apagar el ventilador, fue al hospital, que él sabía precario en recursos.
Su diagnóstico había sido correcto: meningitis bacteriana. Se estremeció.
La niña estaba inconsciente y con convulsiones. La madre lo miró, suplicante y Federico no pudo sostener esa mirada.

En ese instante el recuerdo lo sacudió como un cachetazo. El día anterior se había enterado de dos casos en un pueblo cercano. ¿Por qué lo había ocultado en algún lugar de su memoria? ¿Lo había ocultado o esa tarde, toda la tarde, una y otra vez, el hecho emergía de las sombras, como una amenaza cercana e inminente?
La opresión en el pecho le dificultaba respirar. La imagen de la niña y la de los dos casos cercanos se fundieron en un grito: “¡Agustina!”.
Su hija tenía la misma edad de la pequeña.
Corriendo, llevó por delante a un hombre que caminaba con bastón y pudo apenas sostenerlo y evitar la caída. Siguió atropellado hasta el coche. Su mano temblaba cuando lo puso en marcha.
En el corto trayecto no podía pensar, no podía precisar si, cuando se detecta la enfermedad a tiempo, la posibilidad de que sea mortal es de uno en cien o de diez en cien. Como un rezo él repetía: “Sólo uno en cien… uno en cien… uno en cien”.
Entró a su casa gritando: “¡Agustina! ¿Dónde está Agustina?”.

La beba dormía plácidamente en su cuna.


“Todas las flores del desierto están cerca de la luz” de Mario Vargas Llosa


Todas las mujeres bellas son las que yo he visto, las que andan por la calle con abrigos largos y minifaldas, las que huelen a limpio y sonríen cuando las miran. Sin medidas perfectas, sin tacones de vértigo. Las mujeres más bellas esperan el autobús de mi barrio, o se compran bolsos en tiendas de saldo. Se pintan los ojos como les gusta y los labios de carmín de chino.

Las flores del desierto son las mujeres que tienen sonrisas en los ojos, que te acarician las manos cuando estas triste, que pierden las llaves al fondo del abrigo, las que cenan pizza en grupos de amigos y lloran solo con unos pocos, las que se lavan el pelo y lo secan al viento.

Las bellezas reales son las que toman cerveza y no miden cuantas patatas han comido, las que se sientan en bancos del parque con bolsas de pipas, las que acarician con ternura a los perros que se acercan a olerlas. Las preciosas damas de chándal de domingo. Las que huelen a mora y a caramelos de regaliz.

Las mujeres hermosas no salen en revistas, las ojean en el médico, y esperan al novio ilusionadas con vestidos de fresas. Y se ríen libres de los chistes de la tele, y se tragan el fútbol a cambio de un beso.

Las mujeres normales derrochan belleza, no glamour, desgastan las sonrisas mirando a los ojos, y cruzan las piernas y arquean la espalda. Salen en las fotos rodeadas de gente sin retoques, riéndose a carcajadas, abrazando a los suyos con la felicidad embotellada de los grandes grupos.

Las mujeres normales son las auténticas bellezas, sin gomas ni lápices. Las flores del desierto son las que están a tu lado. Las que te aman y las que amamos. Solo hay que saber mirar más allá del tipazo, de los ojazos, de las piernas torneadas, de los pechos de vértigo. Efímeros adornos, vestigios del tiempo, enemigo de la forma y enemigo del alma. 

Vértigo de divas, y llanto de princesas.       
Las verdadera belleza esta en las arrugas de la felicidad...      

“Ulrica” de Jorge Luis Borges


Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo. Los hechos ocurrieron hace muy poco, pero sé que el hábito literario es asimismo el hábito de intercalar rasgos circunstanciales y de acentuar los énfasis. Quiero narrar mi encuentro con Ulrica (no supe su apellido y tal vez no lo sabré nunca) en la ciudad de York. La crónica abarcará una noche y una mañana.

Nada me costaría referir que la vi por primera vez junto a las Cinco Hermanas de York, esos vitrales puros de toda imagen que respetaron los iconoclastas de Cromwell, pero el hecho es que nos conocimos en la salita del Northern Inn, que está del otro lado de las murallas. Éramos pocos y ella estaba de espaldas. Alguien le ofreció una copa y rehusó.

—Soy feminista —dijo—. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol.

La frase quería ser ingeniosa y adiviné que no era la primera vez que la pronunciaba. Supe después que no era característica de ella, pero lo que decimos no siempre se parece a nosotros.
Refirió que había llegado tarde al museo, pero que la dejaron entrar cuando supieron que era noruega.

Uno de los presentes comentó:
—No es la primera vez que los noruegos entran en York.
—Así es —dijo ella—. Inglaterra fue nuestra y la perdimos, si alguien puede tener algo o algo puede perderse.

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla. Vestía de negro, lo cual es raro en tierras del Norte, que tratan de alegrar con colores lo apagado del ámbito. Hablaba un inglés nítido y preciso y acentuaba levemente las erres. No soy observador; esas cosas las descubrí poco a poco.

Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano.
Me preguntó de un modo pensativo:
—¿Qué es ser colombiano?
—No sé —le respondí—. Es un acto de fe.
—Como ser noruega —asintió.

Nada más puedo recordar de lo que se dijo esa noche. Al día siguiente bajé temprano al comedor. Por los cristales vi que había nevado; los páramos se perdían en la mañana. No había nadie más. Ulrica me invitó a su mesa. Me dijo que le gustaba salir a caminar sola.
Recordé una broma de Schopenhauer y contesté:

—A mí también. Podemos salir juntos los dos.

Nos alejamos de la casa, sobre la nieve joven. No había un alma en los campos. Le propuse que fuéramos a Thorgate, que queda río abajo, a unas millas. Sé que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona.
Oí de pronto el lejano aullido de un lobo. No he oído nunca aullar a un lobo, pero sé que era un lobo. Ulrica no se inmutó.

Al rato dijo como si pensara en voz alta:
—Las pocas y pobres espadas que vi ayer en York Minster me han conmovido más que las grandes naves del museo de Oslo.
Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo.
—En Oxford Street —me dijo— repetiré los pasos de Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres.
—De Quincey —respondí— dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola.
—Tal vez —dijo en voz baja— la has encontrado.
Comprendí que una cosa inesperada no me estaba prohibida y le besé la boca y los ojos. Me apartó con suave firmeza y luego declaró:
—Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea.

Para un hombre célibe entrado en años, el ofrecido amor es un don que ya no se espera. El milagro tiene derecho a imponer condiciones. Pensé en mis mocedades de Popayán y en una muchacha de Texas, clara y esbelta como Ulrica que me había negado su amor.
No incurrí en el error de preguntarle si me quería. Comprendí que no era el primero y que no sería el último. Esa aventura, acaso la postrera para mí, sería una de tantas para esa resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen.
Tomados de la mano seguimos.

—Todo esto es como un sueño —dije— y yo nunca sueño.
—Como aquel rey —replicó Ulrica— que no soñó hasta que un hechicero lo hizo dormir en una pocilga.

Agregó después.
—Oye bien. Un pájaro está por cantar.
Al poco rato oímos el canto.
—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro.
—Y yo estoy por morir —dijo ella.
La miré atónito.
—Cortemos por el bosque —la urgí—. Arribaremos más pronto a Thorgate.
—El bosque es peligroso —replicó.

Seguimos por los páramos.
—Yo querría que este momento durara siempre —murmuré.
—Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres —afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
—Javier Otálora —le dije.
Quiso repetirlo y no pudo. Yo fracasé, parejamente, con el nombre de Ulrikke.
—Te llamaré Sigurd —declaró con una sonrisa.
—Si soy Sigurd —le repliqué— tú serás Brynhild.
Había demorado el paso.
—¿Conoces la saga?— le pregunté.
—Por supuesto —me dijo—. La trágica historia que los alemanes echaron a perder con sus tardíos Nibelungos.
No quise discutir y le respondí:
—Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho.
Estábamos de golpe ante la posada. No me sorprendió que se llamara, como la otra, el Northern Inn.
Desde lo alto de la escalinata, Ulrica me gritó:
—¿Oíste al lobo? Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Al subir al piso alto, noté que las paredes estaban empapeladas a la manera de William Morris, de un rojo muy profundo, con entrelazados frutos y pájaros. Ulrica entró primero. El aposento oscuro era bajo, con un techo a dos aguas. El esperado lecho se duplicaba en un vago cristal y la bruñida caoba me recordó el espejo de la Escritura. Ulrica ya se había desvestido. Me llamó por mi verdadero nombre, Javier. Sentí que la nieve arreciaba. Ya no quedaban muebles ni espejos. No había una espada entre los dos. Como la arena se iba al tiempo. Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica.