Quinquela Martín

viernes, 8 de octubre de 2021

“Encuentros” de Osvaldo Soriano

 

Pronto el recuerdo de aquel pequeño funcionario que fue mi padre será un legajo

amarillento en el fondo de un cajón. Todo irá a parar al fuego mientras los recuerdos pasan y

huelen como las pestilentes cloacas que él ayudó a instalar. Todo está bajo tierra: mi padre en

el cementerio de Morón, los caños de agua, las Obras Sanitarias que construyó Sarmiento,

aquellas ilusiones del tiempo de Gardel.

Me queda una tarde de 1956 en que vamos trepando las bardas en una vieja

camioneta con un predicador durmiendo a mi lado. Llueve tan fuerte que avanzamos a los

coletazos, el motor a fondo y el limpiaparabrisas que no funciona. Mi padre está de un humor

terrible porque se le ha mojado el paquete de Saratoga y lleva horas sin fumar. El pastor ha

subido a la salida de Cinco Saltos y va para donde lo lleven porque predica en el desierto.

Aspira a llegar hasta los glaciares de Tierra del Fuego porque allí lo espera el último de los

onas para abrazar su Evangelio redentor. Para todos tiene una verdad revelada. Les habla a

los mapuches católicos, a los alemanes protestantes y si es preciso a los judíos extraviados en

las orillas del Limay. Cuando lo vio a lo lejos, borroneado por la lluvia, mi padre detuvo la

camioneta y le hizo señas para que dejara el equipaje en la caja y se viniera con nosotros

adelante.

—Si me perdona, hermano —gritó el tipo mientras mostraba la Biblia y me empujaba

con el maletín—; no quisiera que se nos moje la palabra del Señor.

Ahí no más mi padre le preguntó si llevaba cigarrillos. Para hacer tiempo el tipo

entreabrió la tapa de cartón prensado y mientras arrancábamos deslizó los dedos por los

recovecos del maletín. A través de la ranura adiviné un crucifijo y un par de libros viejos.

—Me los robaron, hermano —dijo con una voz tronante y pesarosa—. Siempre me

roban algo, que el Cielo los perdone.

Lo que me divertía era el tic que le arrugaba la nariz y le arrastraba el bigote hasta el

medio de la mejilla. Vestía un traje color borra de vino y una corbata verde, como se usaba en

aquellos tiempos de Elvis Presley. Íbamos tan apretados que el pastor debía sostener la

maleta de canto, entre el parabrisas y la nariz arrugada. —¿Cuál es su gracia? —le preguntó

mi padre mientras pasaba un trapo por el vidrio empañado.

En lugar de contestar, el hombre se limpió la nariz con un resoplido que tapó el ruido

de la lluvia.

—Con su permiso, hermano, me voy a echar un sueñito. Si se le ofrece algo me avisa.

Y enseguida se durmió apoyado contra la ventanilla. Mi padre me contó entonces que

él también había andado a solas por el campo antes de conocer a mi madre. En ese tiempo

gobernaba Uriburu y los muchachos de la Liga Patriótica le habían dado una paliza en la calle

Pasteur, cuando rondaba la casa de una belleza judía. Unos días después, descangallado por

los garrotazos, se enteró de que la chica salía con otro y ahí no más se largó al campo.

Me contó esa mentira como antes me había contado otras, pero a mí no me importaba

porque me gustaban sus relatos dichos con voz muy baja, casi inaudible. Recuerdo que en sus

cuentos él siempre caía mal parado. A los fascistas de Uriburu no atinó a devolverles ni un

solo golpe y la chica del Once se quedó con otro. A Gardel lo encontró en un bar de

Corrientes y lo llevó a su casa en un coche prestado, pero no se atrevió a pedirle autógrafo.

Estaba acercándose a la mesa cuando el Zorzal apagó la sonrisa, se levantó de golpe y los

mandó al carajo a Razzano y a una mujer de pelo amarillo. Mientras todos lo miraban

alejarse, mi padre salió por otra puerta, subió al coche y oyó que Gardel lo llamaba. "Haceme

la gauchada, pibe, tírame en casa", le dijo. En el trayecto lo convidó con un Camel importado

y sacó los anteojos para leer algo que la rubia había escrito en una servilleta manchada de

rouge. Después se puso a silbar y a tamborilear con los dedos sobre el tablero del coche. Nada

más. Ni una palmada, ni una de esas eternas sonrisas. Carlitos arrugó la servilleta, la tiró por

la ventanilla y en el cruce de Lavalle con Jean Jaurés desapareció para siempre de la vida de

mi padre.

—¡Eso no es verdad! —gritó el predicador entre sueños—. Gardel nunca compuso

nada. ¡Si no sabía ni silbar...!

Mi padre lo miró, azorado, como si el otro le discutiera su propio pasado. Bastó esa

distracción para que la camioneta se saliera de la huella y resbalara cuesta abajo por el

lodazal. Caímos de lado, uno encima del otro, hasta que la pick-up de Obras Sanitarias quedó

inclinada contra un alambrado. El primero en salir fue el pastor, con la valija sobre la cabeza;

después mi padre me pidió que le sostuviera el volante para apoyar un pie y alcanzar el

hueco de la puerta. Una vez que todos estuvimos afuera, el predicador abrió su maletín a

hurtadillas y sacó un piloto de esos que usaba Humphrey Bogart. Se lo puso y señaló la

Biblia.

—Oremos, hermano. Porque le mientes a tu hijo y adoras a falsos ídolos.

—Se puso los anteojos y silbaba —insistió mi padre—. Me parece que era Golondrinas.

Pero el otro ya se había metido bajo el chasis ladeado y sermoneaba con ojos de

poseído. Pedía perdón para mi padre y el infierno para el Zorzal. La lluvia le achataba el

sombrero y el tic le hacía bailotear el bigote por toda la cara. Yo no sabía qué decir mientras

mi viejo me estrechaba entre sus brazos y me decía, con voz de ruego, que él siempre hablaba

la verdad, que nunca le había mentido a nadie y que yo tenía que seguir su ejemplo. "¡Oh,

Jesús de la tormenta!" —gritaba el pastor—. "¡Jesús de los desiertos, rey del universo", y

condenaba a Gardel a los terremotos de Sodoma y Gomorra. Entonces un trueno terrible

sacudió las alturas y a mí me pareció que entre los grises de las nubes se dibujaba un Carlitos

apesadumbrado y de anteojos que silbaba mientras leía aquella servilleta manchada de rouge.

Con el tiempo he vuelto a imaginarlo así, de espaldas a su inmenso destino de padre celestial.

Sentado en calzoncillos en un cuarto de hotel, con la barriga tan blanca como la de mi viejo,

plegando las patillas de los anteojos, rasgando trabajosamente la guitarra.

Pero aquel día el predicador se ensañó con Gardel para que yo lo imaginara tan torvo,

ambiguo y tramposo como cualquier ventajero de pacotilla. Le dije a mi padre que yo le creía

a él y dejamos que el pastor se extenuara nombrando los tangos que no hizo y las mujeres que

no tuvo. Al anochecer se quedó dormido con la nariz fruncida y nosotros nos acurrucamos al lado a esperar que parara el diluvio. Mi padre le abrió el maletín y entre unos folletos de

profecías impresos a mimeógrafo encontró una partitura de Cuesta abajo. Al margen, con letra

temblorosa, el predicador había anotado como una dedicatoria: "Querido mío, esto lo hice yo

para que vos fueras famoso".

—No entiendo —dije, y de verdad no entendía.

—Es jodida la envidia —murmuró mi padre—. ¡Silbaba tan lindo el hijo de puta!

—¿Silbaba cosas de él?

—De nosotros. De aquel tiempo cuando me dieron una paliza y mi novia se fue con

otro.

Cerró el maletín del predicador y se quedó un rato pensativo.

—¡Qué puteada le mandó a Razzano!

—Y vos lo acercaste a su casa.

—En un Pontiac. Se puso los anteojos y me convidó un Camel.

Paró la lluvia y empezaba a hacer frío.

—Papá, ¿van a venir a buscarnos?

—Claro que sí, van a traer comida y cigarrillos —señaló al predicador—; y así como a

Carlitos lo llevaba todo el mundo, éste se va a quedar a pie para toda la vida.

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