Pronto el recuerdo de aquel pequeño funcionario que fue mi
padre será un legajo
amarillento en el fondo de un cajón. Todo irá a parar al
fuego mientras los recuerdos pasan y
huelen como las pestilentes cloacas que él ayudó a instalar.
Todo está bajo tierra: mi padre en
el cementerio de Morón, los caños de agua, las Obras
Sanitarias que construyó Sarmiento,
aquellas ilusiones del tiempo de Gardel.
Me queda una tarde de 1956 en que vamos trepando las bardas
en una vieja
camioneta con un predicador durmiendo a mi lado. Llueve tan
fuerte que avanzamos a los
coletazos, el motor a fondo y el limpiaparabrisas que no
funciona. Mi padre está de un humor
terrible porque se le ha mojado el paquete de Saratoga y
lleva horas sin fumar. El pastor ha
subido a la salida de Cinco Saltos y va para donde lo lleven
porque predica en el desierto.
Aspira a llegar hasta los glaciares de Tierra del Fuego
porque allí lo espera el último de los
onas para abrazar su Evangelio redentor. Para todos tiene una
verdad revelada. Les habla a
los mapuches católicos, a los alemanes protestantes y si es
preciso a los judíos extraviados en
las orillas del Limay. Cuando lo vio a lo lejos, borroneado
por la lluvia, mi padre detuvo la
camioneta y le hizo señas para que dejara el equipaje en la
caja y se viniera con nosotros
adelante.
—Si me perdona, hermano —gritó el tipo mientras mostraba la
Biblia y me empujaba
con el maletín—; no quisiera que se nos moje la palabra del
Señor.
Ahí no más mi padre le preguntó si llevaba cigarrillos. Para
hacer tiempo el tipo
entreabrió la tapa de cartón prensado y mientras
arrancábamos deslizó los dedos por los
recovecos del maletín. A través de la ranura adiviné un
crucifijo y un par de libros viejos.
—Me los robaron, hermano —dijo con una voz tronante y
pesarosa—. Siempre me
roban algo, que el Cielo los perdone.
Lo que me divertía era el tic que le arrugaba la nariz y le
arrastraba el bigote hasta el
medio de la mejilla. Vestía un traje color borra de vino y
una corbata verde, como se usaba en
aquellos tiempos de Elvis Presley. Íbamos tan apretados que
el pastor debía sostener la
maleta de canto, entre el parabrisas y la nariz arrugada.
—¿Cuál es su gracia? —le preguntó
mi padre mientras pasaba un trapo por el vidrio empañado.
En lugar de contestar, el hombre se limpió la nariz con un
resoplido que tapó el ruido
de la lluvia.
—Con su permiso, hermano, me voy a echar un sueñito. Si se
le ofrece algo me avisa.
Y enseguida se durmió apoyado contra la ventanilla. Mi padre
me contó entonces que
él también había andado a solas por el campo antes de
conocer a mi madre. En ese tiempo
gobernaba Uriburu y los muchachos de la Liga Patriótica le
habían dado una paliza en la calle
Pasteur, cuando rondaba la casa de una belleza judía. Unos
días después, descangallado por
los garrotazos, se enteró de que la chica salía con otro y
ahí no más se largó al campo.
Me contó esa mentira como antes me había contado otras, pero
a mí no me importaba
porque me gustaban sus relatos dichos con voz muy baja, casi
inaudible. Recuerdo que en sus
cuentos él siempre caía mal parado. A los fascistas de
Uriburu no atinó a devolverles ni un
solo golpe y la chica del Once se quedó con otro. A Gardel
lo encontró en un bar de
Corrientes y lo llevó a su casa en un coche prestado, pero
no se atrevió a pedirle autógrafo.
Estaba acercándose a la mesa cuando el Zorzal apagó la
sonrisa, se levantó de golpe y los
mandó al carajo a Razzano y a una mujer de pelo amarillo.
Mientras todos lo miraban
alejarse, mi padre salió por otra puerta, subió al coche y
oyó que Gardel lo llamaba. "Haceme
la gauchada, pibe, tírame en casa", le dijo. En el
trayecto lo convidó con un Camel importado
y sacó los anteojos para leer algo que la rubia había
escrito en una servilleta manchada de
rouge. Después se puso a silbar y a tamborilear con los
dedos sobre el tablero del coche. Nada
más. Ni una palmada, ni una de esas eternas sonrisas.
Carlitos arrugó la servilleta, la tiró por
la ventanilla y en el cruce de Lavalle con Jean Jaurés
desapareció para siempre de la vida de
mi padre.
—¡Eso no es verdad! —gritó el predicador entre sueños—.
Gardel nunca compuso
nada. ¡Si no sabía ni silbar...!
Mi padre lo miró, azorado, como si el otro le discutiera su
propio pasado. Bastó esa
distracción para que la camioneta se saliera de la huella y
resbalara cuesta abajo por el
lodazal. Caímos de lado, uno encima del otro, hasta que la
pick-up de Obras Sanitarias quedó
inclinada contra un alambrado. El primero en salir fue el
pastor, con la valija sobre la cabeza;
después mi padre me pidió que le sostuviera el volante para
apoyar un pie y alcanzar el
hueco de la puerta. Una vez que todos estuvimos afuera, el
predicador abrió su maletín a
hurtadillas y sacó un piloto de esos que usaba Humphrey
Bogart. Se lo puso y señaló la
Biblia.
—Oremos, hermano. Porque le mientes a tu hijo y adoras a
falsos ídolos.
—Se puso los anteojos y silbaba —insistió mi padre—. Me
parece que era Golondrinas.
Pero el otro ya se había metido bajo el chasis ladeado y
sermoneaba con ojos de
poseído. Pedía perdón para mi padre y el infierno para el
Zorzal. La lluvia le achataba el
sombrero y el tic le hacía bailotear el bigote por toda la
cara. Yo no sabía qué decir mientras
mi viejo me estrechaba entre sus brazos y me decía, con voz
de ruego, que él siempre hablaba
la verdad, que nunca le había mentido a nadie y que yo tenía
que seguir su ejemplo. "¡Oh,
Jesús de la tormenta!" —gritaba el pastor—.
"¡Jesús de los desiertos, rey del universo", y
condenaba a Gardel a los terremotos de Sodoma y Gomorra.
Entonces un trueno terrible
sacudió las alturas y a mí me pareció que entre los grises
de las nubes se dibujaba un Carlitos
apesadumbrado y de anteojos que silbaba mientras leía
aquella servilleta manchada de rouge.
Con el tiempo he vuelto a imaginarlo así, de espaldas a su
inmenso destino de padre celestial.
Sentado en calzoncillos en un cuarto de hotel, con la
barriga tan blanca como la de mi viejo,
plegando las patillas de los anteojos, rasgando
trabajosamente la guitarra.
Pero aquel día el predicador se ensañó con Gardel para que
yo lo imaginara tan torvo,
ambiguo y tramposo como cualquier ventajero de pacotilla. Le
dije a mi padre que yo le creía
a él y dejamos que el pastor se extenuara nombrando los
tangos que no hizo y las mujeres que
no tuvo. Al anochecer se quedó dormido con la nariz fruncida
y nosotros nos acurrucamos al lado a esperar que parara el diluvio. Mi padre le
abrió el maletín y entre unos folletos de
profecías impresos a mimeógrafo encontró una partitura de
Cuesta abajo. Al margen, con letra
temblorosa, el predicador había anotado como una
dedicatoria: "Querido mío, esto lo hice yo
para que vos fueras famoso".
—No entiendo —dije, y de verdad no entendía.
—Es jodida la envidia —murmuró mi padre—. ¡Silbaba tan lindo
el hijo de puta!
—¿Silbaba cosas de él?
—De nosotros. De aquel tiempo cuando me dieron una paliza y
mi novia se fue con
otro.
Cerró el maletín del predicador y se quedó un rato
pensativo.
—¡Qué puteada le mandó a Razzano!
—Y vos lo acercaste a su casa.
—En un Pontiac. Se puso los anteojos y me convidó un Camel.
Paró la lluvia y empezaba a hacer frío.
—Papá, ¿van a venir a buscarnos?
—Claro que sí, van a traer comida y cigarrillos —señaló al
predicador—; y así como a
Carlitos lo llevaba todo el mundo, éste se va a quedar a pie
para toda la vida.
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