I
Que yo recuerde, mis
trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando
Diocleciano era
emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras
egipcias, yo era
tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar
Rojo: la fiebre y la
magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos
el acero. Los
mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades
rebeldes fue
dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada,
imploró en vano la
misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el
triunfo, pero yo
logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal
vez la causa de que
yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la
secreta Ciudad de
los Inmortales.
Mis trabajos
empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí,
pues algo estaba
combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis
esclavos dormían, la
luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y
ensangrentado venía
del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue
voz insaciable me
preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la
ciudad. Le respondí
que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que
persigo, replicó
tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres.
Oscura sangre le
manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al
otro lado del Ganges
y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el
occidente, donde se
acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad.
Agregó que en la
margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes
y anfiteatros y
templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad
y su río.
Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la
relación del
viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde
la
vida de los hombres
es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos
moradores viven un
siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la
vida de los hombres
era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro
si creí alguna vez
en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea
de buscarla. Flavio,
procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la
empresa. También
recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y
que fueron los
primeros en desertar.
Los hechos
ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras
primeras jornadas.
Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto.
Atravesamos el país
de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio
de la palabra; el de
los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de
leones; el de los
augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde
es negra la arena;
donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del
día es intolerable.
De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas
crece el euforbio,
que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de
hombres ferales y
rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la
tierra es madre de
monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos
nos pareció
inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta
retroceder. Algunos
temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los
ardió; en el agua
depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte.
Entonces comenzaron
las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos,
no vacilé ante el
ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió
que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban
mi muerte. Huí del
campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el
desierto los perdí,
entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me
laceró. Varios días
erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol,
por la sed y por el
temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba,
la lejanía se erizó
de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y
nítido laberinto: en
el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo
veían, pero tan
intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes
de alcanzarlo.
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