Aquí están tus recuerdos: este leve
polvillo de violetas cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas; tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras; el árbol
familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio; mi infancia, tan cercana, en
el mismo jardín donde la hierba canta todavía y donde tantas veces tu cabeza
reposaba de pronto junto a mí, entre los matorrales de la sombra.
Todo siempre es igual. Cuando otra vez
llamamos como ahora en el lejano muro: todo siempre es igual. Aquí están tus
dominios, pálido adolescente: la húmeda llanura para tus pies furtivos, la
aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer, las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto
tiempo! ¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos! Sin embargo, llevas aún
sus efímeras flores sobre el pecho y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
¿Por qué habrás de volver acompañado, como
un dios a su mundo, por algún paisaje que he querido? ¿Recuerdas todavía la
nevada?
¡Qué sola estará hoy, detrás de las
inútiles paredes, tu morada de hierros y de flores! Abandonada, su juventud que
tiene la forma de tu cuerpo, extrañará ahora tus silencios demasiado
obstinados, tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran
cenicientos pétalos después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!, la paciencia
inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
Espera,
espera, corazón mío: no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño
reciente. Otra vez, otra vez, corazón mío: el roce inconfundible de la arena en
la verja, el grito de la abuela, la misma soledad, la no mentida, y este largo
destino de mirarse las manos hasta envejecer.
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