-Entra tú también -le dijo-. Sólo cuesta veinte centavos.
Aureliano echó una moneda en la alcancía que la matrona tenía en las piernas y
entró en el cuarto sin saber para qué. La mulata adolescente, con sus teticas
de perra, estaba desnuda en la cama. Antes de Aureliano, esa noche, sesenta y
tres hombres habían pasado por el cuarto. De tanto ser usado, y amasado en
sudores y suspiros, el aire de la habitación empezaba a convertirse en lodo. La
muchacha quitó la sábana empapada y le pidió a Aureliano que la tuviera de un
lado. Pesaba como un lienzo. La exprimieron, torciéndola por los extremos,
hasta que recobró su peso natural. Voltearan la estera, y el sudor salía del
otro lado. Aureliano ansiaba que aquella operación no terminara nunca. Conocía
la mecánica teórica del amar, pero no podía tenerse en pie a causa del
desaliento de sus rodillas, y aunque tenía la piel erizada y ardiente no podía
resistir a la urgencia de expulsar el peso de las tripas. Cuando la muchacha
acabó de arreglar la cama y le ordenó que se desvistiera, él le hizo una
explicación atolondrada: «Me hicieron entrar. Me dijeron que echara veinte
centavos en la alcancía y que no me demorara.» La muchacha comprendió su
ofuscación. «Si echas otros veinte centavos a la salida, puedes demorarte un
poca más», dijo suavemente. Aureliano se desvistió, atormentado por el pudor,
sin poder quitarse la idea de que su desnudez no resistía la comparación con su
hermano. A pesar de los esfuerzas de la muchacha, él se sintió cada vez más
indiferente, y terriblemente sola. «Echaré otros veinte centavos», dijo con voz
desolada. La muchacha se lo agradeció en silencio. Tenía la espalda en carne
viva. Tenía el pellejo pegado a las costillas y la respiración alterada por un
agotamiento insondable. Dos años antes, muy lejos de allí, se había quedado
dormida sin apagar la vela y había despertado cercada por el fuego. La casa
donde vivía con la abuela que la había criada quedó reducida a cenizas. Desde
entonces la abuela la llevaba de pueblo en pueblo, acostándola por veinte
centavos, para pagarse el valor de la casa incendiada. Según los cálculos de la
muchacha, todavía la faltaban unos diez años de setenta hombres por noche,
porque tenía que pagar además los gastos de viaje y alimentación de ambas y el
sueldo de los indios que cargaban el mecedor. Cuando la matrona tocó la puerta
por segunda vez, Aureliano salió del cuarto sin haber hecho nada, aturdido por
el deseo de llorar. Esa noche no pudo dormir pensando en la muchacha, con una
mezcla de deseo y conmiseración. Sentía una necesidad irresistible de amarla y
protegerla. Al amanecer, extenuado por el insomnio y la fiebre, tomó la serena
decisión de casarse con ella para liberarla del despotismo de la abuela y disfrutar
todas las noches de la satisfacción que ella le daba a setenta hombres. Pera a
las diez de la mañana, cuando llegó a la tienda de Catarino, la muchacha se
había ido del pueblo.
El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su
sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó a ser un
hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza de su inutilidad.
Mientras tanto, Melquíades terminó de plasmar en sus placas todo lo que era
plasmable en Macondo, y abandonó el laboratorio de daguerrotipia a los delirios
de José Arcadio Buendía, quien había resuelto utilizarlo para obtener la prueba
científica de la existencia de Dios. Mediante un complicado proceso de
exposiciones superpuestas tomadas en distintos lugares de la casa, estaba segura
de hacer tarde o temprano el daguerrotipo de Dios, si existía, o poner término
de una vez por todas a la suposición de su existencia. Melquíades profundizó en
las interpretaciones de Nostradamus. Estaba hasta muy tarde, asfixiándose
dentro de su descolorido chaleco de terciopelo, garrapateando papeles con sus
minúsculas manos de gorrión, cuyas sortijas habían perdido la lumbre de otra
época. Una noche creyó encontrar una predicción sobre el futuro de Macondo.
Sería una ciudad luminosa, con grandes casas de vidrio, donde no quedaba ningún
rastro de la estirpe de las Buendía. «Es una equivocación -tronó José Arcadio
Buendía-. No serán casas de vidrio sino de hielo, como yo lo soñé y siempre
habrá un Buendía, por los siglos de los siglos.» En aquella casa extravagante,
Úrsula pugnaba por preservar el sentido común, habiendo ensanchado el negocio
de animalitos de caramelo con un horno que producía toda la noche canastos y
canastos de pan y una prodigiosa variedad de budines, merengues y bizcochuelos,
que se esfumaban en pocas horas por los vericuetos de la ciénaga. Había llegado
a una edad en que tenía derecho a descansar, pero era, sin embargo, cada vez
más activa. Tan ocupada estaba en sus prósperas empresas, que una tarde miró
por distracción hacia el patio, mientras la india la ayudaba a endulzar la
masa, y vio dos adolescentes desconocidas y hermosas bardando en bastidor a la
luz del crepúsculo. Eran Rebeca y Amaranta. Apenas se habían quitado el luto de
la abuela, que guardaron con inflexible rigor durante tres años, y la ropa de
color parecía haberles dado un nuevo lugar en el mundo. Rebeca, al contrario de
lo que pudo esperarse, era la más bella. Tenía un cutis diáfano, unos ojos
grandes y reposados, y unas manos mágicas que parecían elaborar con hilos
invisibles la trama del bordado. Amaranta, la menor, era un poco sin gracia,
pero tenía la distinción natural, el estiramiento interior de la abuela muerta.
Junta a ellas, aunque ya revelaba el impulso físico de su padre, Arcadio
parecía una niña. Se había dedicado a aprender el arte de la platería con
Aureliano, quien además lo había enseñado a leer y escribir. Úrsula se dio
cuenta de pronto que la casa se había llenado de gente, que sus hijos estaban a
punto de casarse y tener hijos, y que se verían obligadas a dispersarse por
falta de espacio. Entonces sacó el dinero acumulado en largos años de dura
labor, adquirió compromisos con sus clientes, y emprendió la ampliación de la
casa. Dispuso que se construyera una sala formal para las visitas, otra más cómoda
y fresca para el uso diario, un comedor para una mesa de doce puestas donde se
sentara la familia con todos sus invitados; nueve dormitorios con ventanas
hacia el patio y un largo corredor protegido del resplandor del mediodía por un
jardín de rosas, con un pasamanos para poner macetas de helechos y tiestos de
begonias. Dispuso ensanchar la cocina para construir dos hornos, destruir el
viejo granero donde Pilar Ternera le leyó el porvenir a José Arcadio, y
construir otro dos veces más grande para que nunca faltaran los alimentos en la
casa. Dispuso construir en el patio, a la sombra del castaño, un baño para las
mujeres y otra para los hombres, y al fondo una caballeriza grande, un
gallinero alambrado, un establo de ordeña y una pajarera abierta a los cuatro
vientos para que se instalaran a su gusta los pájaros sin rumbo. Seguida por
docenas de albañiles y carpinteros, como si hubiera contraído la fiebre
alucinante de su esposa, Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta
del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites. La
primitiva construcción de los fundadores se llenó de herramientas y materiales,
de obreros agobiados por el sudor, que le pedían a todo el mundo el favor de no
estorbar, sin pensar que eran ellos quienes estorbaban, exasperados por el
talego de huesos humanos que los perseguía por todas partes con su sordo
cascabeleo. En aquella incomodidad, respirando cal viva y melaza de alquitrán,
nadie entendió muy bien cómo fue surgiendo de las entrañas de la tierra no sólo
la casa más grande que habría nunca en el pueblo, sino la más hospitalaria y
fresca que hubo jamás en el ámbito de la ciénaga. José Arcadio Buendía,
tratando de sorprender a la Divina Providencia en medio del cataclismo, fue
quien menos lo entendió. La nueva casa estaba casi terminada cuando Úrsula lo
sacó de su mundo quimérico para informarle que había orden de pintar la fachada
de azul, y no de blanco como ellos querían. Le mostró la disposición oficial
escrita en un papel. José Arcadio Buendía, sin comprender lo que decía su
esposa, descifró la firma.
-¿Quién es este tipo? -preguntó.
-El corregidor -dijo Úrsula desconsolada-. Dicen que es una
autoridad que mandó el gobierno.
Don Apolinar Moscote, el corregidor, había llegado a Macondo
sin hacer ruido. Se bajó en el Hotel de Jacob -instalado por uno de los
primeras árabes que llegaron haciendo cambalache de chucherías por guacamayas-
y al día siguiente alquiló un cuartito con puerta hacia la calle, a dos cuadras
de la casa de los Buendía. Puso una mesa y una silla que les compró a Jacob,
clavó en la pared un escudo de la república que había traído consigo, y pintó
en la puerta el letrero: Corregidor. Su primera disposición fue ordenar que
todas las casas se pintaran de azul para celebrar el aniversario de la
independencia nacional. José Arcadio Buendía, con la copia de la orden en la
mano, lo encontró durmiendo la siesta en una hamaca que había colgada en el
escueto despacho. «¿Usted escribió este papel?», le preguntó. Don Apolinar
Moscote, un hombre maduro, tímido, de complexión sanguínea, contestó que sí.
«¿Con qué derecho?», volvió a preguntar José Arcadio Buendía. Don Apolinar
Moscote buscó un papel en la gaveta de la mesa y se lo mostró: «He sido
nombrado corregidor de este pueblo. » José Arcadio Buendía ni siquiera miró el
nombramiento.
-En este pueblo no mandamos con papeles -dijo sin perder la
calma-. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque
aquí no hay nada que corregir.
Ante la impavidez de don Apolinar Mascote, siempre sin
levantar la voz, hizo un pormenorizado recuento de cómo habían fundado la
aldea, de cómo se habían repartido la tierra, abierto los caminos e introducido
las mejoras que les había ido exigiendo la necesidad, sin haber molestado a
gobierno alguno y sin que nadie los molestara. «Somos tan pacíficos que ni
siquiera nos hemos muerto de muerte natural -dijo-. Ya ve que todavía no
tenemos cementerio.» No se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al
contrario, se alegraba de que hasta entonces los hubiera dejado crecer en paz,
y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellos no habían fundado un
pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer. Don
Apolinar Moscote se había puesto un saco de dril, blanco como sus pantalones,
sin perder en ningún momento la pureza de sus ademanes.
-De modo que si usted se quiere quedar aquí, como otro
ciudadano común y corriente, sea muy bienvenido -concluyó José Arcadio
Buendía-. Pero si viene a implantar el desorden obligando a la gente que pinte
su casa de azul, puede agarrar sus corotos y largarse por donde vino. Porque mi
casa ha de ser blanca como una paloma.
Don Apolinar Moscote se puso pálido. Dio un paso atrás y
apretó las mandíbulas para decir con una cierta aflicción:
-Quiero advertirle que estoy armado.
José Arcadio Buendía no supo en qué momento se le subió a
las manos la fuerza juvenil con que derribaba un caballo. Agarró a don Apolinar
Moscote par la solapa y lo levantó a la altura de sus ajos.
-Esto lo hago -le dijo- porque prefiero cargarlo vivo y no
tener que seguir cargándolo muerto por el resto de mi vida.
Así lo llevó por la mitad de la calle, suspendido por las
solapas, hasta que lo puso sobre sus dos pies en el camino de la ciénaga. Una
semana después estaba de regreso con seis soldados descalzos y harapientos,
armados con escopetas, y una carreta de bueyes donde viajaban su mujer y sus
siete hijas. Más tarde llegaran otras das carretas con los muebles, los baúles
y los utensilios domésticas. Instaló la familia en el Hotel de Jacob, mientras
conseguía una casa, y volvió a abrir el despacho protegido por los soldados.
Los fundadores de Macondo, resueltos a expulsar a los invasores, fueron con sus
hijos mayores a ponerse a disposición de José Arcadio Buendía. Pera él se
opuso, según explicó, porque don Apolinar Moscote había vuelto con su mujer y
sus hijas, y no era cosa de hombres abochornar a otros delante de su familia.
Así que decidió arreglar la situación por las buenas.
Aureliano lo acompañó. Ya para entonces había empezado a
cultivar el bigote negro de puntas engomadas, y tenía la voz un poco estentórea
que había de caracterizarlo en la guerra. Desarmados, sin hacer caso de la
guardia, entraron al despacho del corregidor. Don Apolinar Moscote no perdió la
serenidad. Les presentó a dos de sus hijas que se encontraban allí por
casualidad: Amparo, de dieciséis años, morena como su madre, y Remedios, de
apenas nueve años, una preciosa niña con piel de lirio y ojos verdes. Eran
graciosas y bien educadas. Tan pronto como ellos entraron, antes de ser
presentados, les acercaron sillas para que se sentaran. Pero ambas
permanecieron de pie.
-Muy bien, amigo -dijo José Arcadio Buendía-, usted se queda
aquí, pero no porque tenga en la puerta esos bandoleros de trabuco, sino por consideración
a su señora esposa y a sus hijas.
Don Apolinar Moscote se desconcertó, pero José Arcadio
Buendía no le dio tiempo de replicar. «Sólo le ponemos dos condiciones
-agregó-. La primera: que cada quien pinta su casa del color que le dé la gana.
La segunda: que los soldados se van en seguida. Nosotros le garantizamos el
orden.» El corregidor levantó la mano derecha con todas los dedos extendidos.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de enemigo -dijo José Arcadio Buendía. Y añadió en
un tono amargo-: Porque una cosa le quiero decir: usted y yo seguimos siendo
enemigos.
Esa misma tarde se fueron los soldados. Pocos días después
José Arcadio Buendía le consiguió una casa a la familia del corregidor. Todo el
mundo quedó en paz, menos Aureliano. La imagen de Remedios, la hija menor del
corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó doliendo en
alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para
caminar, como una piedrecita en el zapato.
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