Tantos años bailaron juntos El
Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección.
Cada uno podía intuir el
siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de
la próxima vuelta, interpretar la
más sutil presión de la mano o desviación de un pie.
No habían perdido el paso ni una
sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión
de una pareja acostumbrada a
hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso
resultaba tan difícil imaginar
que nunca habían cruzado ni una sola palabra.
El Pequeño Heidelberg es un salón
de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en
un cerro rodeado de plantaciones
de plátanos, donde además de buena música y de un
aire menos bochornoso, ofrecen un
insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda
suerte de especies, demasiado
contundente para el clima ardiente de esta región, pero
en perfecto acuerdo con las
tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes
de la crisis del petróleo, cuando
se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se
importaban frutas de otras
latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de
manzana, pero después que del
petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible
y el recuerdo de tiempos mejores,
hacen el struddel con guayabas o mangos. Las
mesas, dispuestas en un amplio
círculo que deja al centro un espacio libre para el
baile, están cubiertas con
manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen
escenas bucólicas de la vida
campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas,
fornidos mocetones y vacas
impolutas. Los músicos -vestidos con pantalones cortos,
calcalcetines de lana,
suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor
han perdido la prestancia y de
lejos parecen pelucas verdosas- se sitúan sobre una
plataforma coronada por un águila
embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de
vez en cuando le salen plumas
nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el
tercero se las arregla con pies y
manos para hacer sonar simultáneamente la batería y
los platillos. El del acordeón es
un maestro de su instrumento y también canta con
cálida voz de tenor y un vago
acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo
de tabernero suizo es el favorito
de las señoras asiduas al salón y varias de ellas
acarician la secreta fantasía de
quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal,
por ejemplo, un derrumbe o un
bombardeo, donde exhalarían contentas el último
aliento envueltas por esos brazos
poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores
lamentos al acordeón. El hecho de
que la edad promedio de esas damas alcance los
setenta años, no inhibe la
sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el
dulce soplo de la muerte. La
orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol
y termina a medianoche, excepto
los sábados y los domingos, cuando el local se llena
de turistas y deben continuar
hasta que el último cliente se retire, en la madrugada.
Sólo interpretan polcas,
mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en
vez de hallarse enclavado en el
Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas
del Rhin.
En la cocina reina doña Burgel,
la esposa de don Rupert, una matrona formidable a
quienes pocos conocen, porque su
existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras,
concentrada en preparar platos
extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el
struddel de frutas tropicales y
ese guiso afrodisíaco capaz de devolverle el vigor al
más apabullado. Las mesas son
atendidas por las hijas de los dueños, un par de
sólidas mujeres, perfumadas a
canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras
mozas de la localidad, todas de
mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone
de emigrantes europeos llegados
al país escapando de alguna guerra o de la pobreza,
comerciantes, agricultores,
artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no
siempre lo fueron, pero a quienes
el paso de la vida ha nivelado en esa benévola
cortesía de los viejos sanos. Los
hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas,
pero a medida que el sacudimiento
del baile y la abundancia de cerveza les calienta el
alma, van despojándose de lo
superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten
de colores alegres y estilo
anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del
baúl de novia que trajeron al
inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de
adolescentes agresivos, cuya
presencia es precedida por el bochinche atronador de sus
motos y la sonajera de botas,
llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de
burlarse de los viejos, pero el
incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico
de la batería y el saxofonista
están siempre dispuestos a arremangarse e imponer
orden.
Los sábados, a eso de las nueve
de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado
su ración del guiso afrodisíaco y
se ha abandonado al placer del baile, aparece La
Mexicana y se sienta sola. Es una
cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón -
quilla alta, barrigona, amplia de
popa, rostro de mascarón de proa- que luce un escote
maduro, pero aún turgente, y una
flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora
flamenca, por supuesto, pero en
ella resulta más natural que en las otras señoras de
pelo blanco y cintura triste que
ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana
bailando la polca es una nave a
la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals
parece deslizarse en aguas
dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y
despertaba con la inquietud casi
olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán
provenía de una flota nórdica
cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos
antiguos y rutas marinas, pero
todos esos conocimientos yacían sepultados en lo
profundo de su mente, sin la
menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de
esta región, donde el mar es un
plácido acuario de aguas verdes y cristalinas,
inapropiado para la navegación de
los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un
hombre alto y seco, un árbol sin
hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello
todavía firmes, vestido con su
chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura
trágica de los marinos retirados.
No se le escuchó nunca ni una palabra en español o
en algún otro idioma conocido.
Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era
seguramente finlandés, por el
color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de
su mirada, y como nadie lo pudo
contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en
el Pequeño Heidelberg el idioma
carece de importancia, pues nadie va allí a conversar.
Algunas reglas del comportamiento
han sido modificadas, para comodidad y
conveniencia de todos. Cualquiera
puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra
mesa, y las mujeres también toman
la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así
lo desean. Es una solución justa
para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La
Mexicana, porque se entiende que
ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben
aguardar, temblorosos de
anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro
en el cenicero, descruza las
feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño,
avanza hasta el escogido y se le
planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en
cada baile, pero antes reservaba
por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la
cogía por la cintura con su firme
mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir
La más antigua parroquiana del
salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al
Pequeño Heidelberg, era la Niña
Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel
de papel de arroz y una corona de
cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la
vida fabricando bombones en su
cocina, que el aroma del chocolate la impregnó
totalmente y olía a fiesta de
cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos
gestos de la primera juventud y
era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la
pista de baile sin descalabrarse
los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había
llegado al país a comienzos del
siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su
madre, quien entonces era de una
belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando
chocolates, ajenas por completo a
los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin
maridos, sin familia, ni grandes
sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño
Heidelberg cada fin de semana.
Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola.
Don Rupert la recibía en la
puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su
mesa, mientras la orquesta le
daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals
favorito. En algunas mesas se
alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la
persona más anciana y sin duda la
más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar
a un hombre a bailar, pero en
todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque
para cualquiera constituía un
privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con
delicadeza para no descomponerle
algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era
una bailarina graciosa y tenía
esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera
los mejores recuerdos de su
infancia.
El Capitán se sentaba solo,
siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no
demostró jamás ningún entusiasmo
por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el
ritmo de la música con un pie y
cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba,
cuadrándosele al frente con un
discreto chocar de talones y una leve inclinación. No
hablaban nunca, sólo se miraban y
sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de
alguna añeja danza.
Un sábado de diciembre, menos
húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par
de turistas. Esta vez no eran los
disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino
unos escandinavos altos, de piel
tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una
mesa a observar fascinados a los
bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los
jarros de cerveza, se reían con
gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los
extranjeros alcanzaron al Capitán
en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y
otro paisaje, le llegó el sonido
de su propia lengua, entero y fresco, como recién
inventado, palabras que no había
oído desde hacía varias décadas, pero que
permanecían intactas en su
memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo
navegante, haciéndolo vacilar por
algunos minutos entre la reserva absoluta donde se
sentía cómodo y el deleite casi
olvidado de abandonarse en una conversación. Por
último se puso de pie y se acercó
a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert
observó al Capitán, que estaba
diciendo algo a los recién llegados, ligeramente
inclinado, con las manos en la
espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los
músicos se dieron cuenta de que
ese hombre hablaba por primera vez desde que lo
conocían y también se quedaron
quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de
bisabuelo, cascada y lenta, pero
ponía una gran determinación en cada frase. Cuando
terminó de sacar todo el
contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña
Burgel salió de la cocina para
enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de
una pausa larga, uno de los
turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para
decirle en un inglés primitivo,
que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los
nórdicos siguieron al viejo
marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don
Rupert se aproximó también,
quitándose por el camino el delantal, con la intuición de
un acontecimiento solemne. El
Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los
extranjeros lo interpretó en
inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote
tembleque, lo repitió en su
español torcido.
-Niña Eloísa, pregunta El Capitán
si quiere casarse con él. La frágil anciana se quedó
sentada con los ojos redondos de
sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista,
y todos esperaron suspendidos en
un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz.
-¿No le parece que esto es un
poco precipitado?-musitó. Sus palabras pasaron por el
tabernero y los turistas y la
respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.
-El Capitán dice que ha esperado
cuarenta años para decírselo y que no podría esperar
hasta que se presente de nuevo alguien
que hable su idioma. Dice que por favor le
conteste ahora.
-Está bien -susurró apenas la
Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta,
porque todos la entendieron.
Don Rupert, eufórico, levantó
ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó
las mejillas de su novia, los
turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los
músicos batieron sus instrumentos
en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes
hicieron una rueda en torno de la
pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los
hombres brindaban emocionados,
don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza
entre los brazos, sacudido por la
emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas
destapaban botellas del mejor
ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio
Azul y todos despejaron la pista.
El Capitán tomó de la mano a esa
suave mujer que había amado sin palabras por tanto
tiempo y la llevó hasta el centro
del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas
en su danza de bodas. El Capitán
la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que
en su juventud atrapaba el viento
en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola
por la pista como si se mecieran
en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía
en su idioma de ventiscas y
bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese
momento. Bailando y bailando El
Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y
en cada paso estaban más alegres
y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la
música más vibrantes, los pies
más, rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de
su pequeña mano en la suya más
ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio
que la Niña Eloísa iba tornándose
de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse
imperceptible y por último
desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con
los brazos vacíos, sin más
compañía que un tenue aroma de chocolate.
El tenor le indicó a los músicos
que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para
siempre, porque comprendió que
con la última nota El Capitán despertaría de su
ensueño y el recuerdo de la Niña
Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los
viejos parroquianos del Pequeño
Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas,
hasta que por fin La Mexicana,
con su arrogancia transformada en caritativa ternura,
se levantó y avanzó discretamente
hacia las manos temblorosas del Capitán, para
bailar con él.