Quinquela Martín

domingo, 31 de octubre de 2021

“El Aleph” de Jorge Luis Borges

 

I

Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando

Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras

egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar

Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos

el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades

rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada,

imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el

triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal

vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la

secreta Ciudad de los Inmortales.

Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí,

pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis

esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y

ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue

voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la

ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que

persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres.

Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al

otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el

occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad.

Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes

y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad

y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la

relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la

vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos

moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la

vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro

si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea

de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la

empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y

que fueron los primeros en desertar.

Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras

primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto.

Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio

de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de

leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde

es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del

día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas

crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de

hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la

tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos

nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta

retroceder. Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los

ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte.

Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos,

no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban

mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el

desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me

laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol,

por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba,

la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y

nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo

veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes

de alcanzarlo.

“A la mañana siguiente” de Nacho Buzón

  

tenía el tiempo metido

en una botella de vino

lo agitaba

lo emborrachaba

después me lo bebía

y me sentía mejor

 

tenía mi vida metida

en una botella de vino

la agitaba

la emborrachaba

después me la bebía

y me sentía peor

(a la mañana siguiente

claro)

“Último brindis” de Nicanor Parra

  

Lo queramos o no
Sólo tenemos tres alternativas:
El ayer, el presente y el mañana.

Y ni siquiera tres
Porque como dice el filósofo
El ayer es ayer
Nos pertenece sólo en el recuerdo:
A la rosa que ya se deshojó
No se le puede sacar otro pétalo.

Las cartas por jugar
Son solamente dos:
El presente y el día de mañana.

Y ni siquiera dos
Porque es un hecho bien establecido
Que el presente no existe
Sino en la medida en que se hace pasado
Y ya pasó...,
como la juventud.

En resumidas cuentas
Sólo nos va quedando el mañana:
Yo levanto mi copa
Por ese día que no llega nunca
Pero que es lo único
De lo que realmente disponemos.

“Espejo” de Octavio Armand

  

Para Mark Strand

Al traducirte -al repetirte- me di cuenta

de tu soledad y de la mía. La repetición me

separaba de ti y te separaba a ti de ti mismo.

La repetición es siempre un hueco. Como las

púas del erizo, que amparan al mar de su

propio fondo. Porque ahí, en su propio fondo,

mar o Mark no es más que erizo, tú no es más

que yo; hueco: eco: un vacío insostenible.


Octavio Armand, poeta cubano.

“Lo que dejé por ti” de Rafael Alberti

 

Dejé por ti mis bosques, mi perdida
arboleda, mis perros desvelados,
mis capitales años desterrados
hasta casi el invierno de la vida.

Dejé un temblor, dejé una sacudida,
un resplandor de fuegos no apagados,
dejé mi sombra en los desesperados
ojos sangrantes de la despedida.

Dejé palomas tristes junto a un río,
caballos sobre el sol de las arenas,
dejé de oler la mar, dejé de verte.

Dejé por ti todo lo que era mío.
Dame tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto como dejé para tenerte.

“Llorarte es bueno” de Sabeli Ceballos Franco

  

Ya he llorado

hasta sentirme viva

Me he comido de dolor

hasta los dientes

Llorarte, sí

pero lamiendo el mundo

Amarte, sí

y llorar de amor por eso

Llorar sin religión

sobre una biblia de lágrimas

He pensado demasiado

en lo que te falta

y me sobra

Lloro sin querer,

como si hubiesen motivos

De cabeza,

tengo perlas en la frente

Llorarte entre la gente,

hacerlo a solas

como un cuervo viudo

disecado

Hacer el Kamasutra

de los llantos

sobre una balsa de sollozos

encallados

Llorarte en rebelión,

en sumisión,

en bolas,

como en la maratón

del desamparo

Me río

y llueven recuerdos

de mis ojos

Tú lloras

como un porrito abandonado

Me hace llorar el humo

pero prefiero fumarte

Fumarte

mientras lloro un cigarrillo

Reír es mejor

reír contigo

pero si no hay remedio

lloremos juntos

en relevos

Yo sé que vivir

sé que llorarte es bueno

Y dejar que también

lo hagas conmigo

martes, 26 de octubre de 2021

“El pequeño Heidelberg” de Isabel Allende

 

Tantos años bailaron juntos El Capitán y la Niña Eloísa, que alcanzaron la perfección.

Cada uno podía intuir el siguiente movimiento del otro, adivinar el instante exacto de

la próxima vuelta, interpretar la más sutil presión de la mano o desviación de un pie.

No habían perdido el paso ni una sola vez en cuarenta años, se movían con la precisión

de una pareja acostumbrada a hacer el amor y dormir en estrecho abrazo, por eso

resultaba tan difícil imaginar que nunca habían cruzado ni una sola palabra.

El Pequeño Heidelberg es un salón de baile a cierta distancia de la capital, ubicado en

un cerro rodeado de plantaciones de plátanos, donde además de buena música y de un

aire menos bochornoso, ofrecen un insólito guiso afrodisíaco aromatizado con toda

suerte de especies, demasiado contundente para el clima ardiente de esta región, pero

en perfecto acuerdo con las tradiciones que inspiraron al propietario, don Rupert. Antes

de la crisis del petróleo, cuando se vivía aún en la ilusión de la abundancia y se

importaban frutas de otras latitudes, la especialidad de la casa era el struddel de

manzana, pero después que del petróleo quedó sólo un cerro de basura indestructible

y el recuerdo de tiempos mejores, hacen el struddel con guayabas o mangos. Las

mesas, dispuestas en un amplio círculo que deja al centro un espacio libre para el

baile, están cubiertas con manteles a cuadros verdes y blancos y las paredes lucen

escenas bucólicas de la vida campestre de los Alpes: pastoras con trenzas amarillas,

fornidos mocetones y vacas impolutas. Los músicos -vestidos con pantalones cortos,

calcalcetines de lana, suspensores tiroleses y sombreros de fieltro, que con el sudor

han perdido la prestancia y de lejos parecen pelucas verdosas- se sitúan sobre una

plataforma coronada por un águila embalsamada, a la cual, según dice don Rupert, de

vez en cuando le salen plumas nuevas. Uno toca el acordeón, el otro un saxo y el

tercero se las arregla con pies y manos para hacer sonar simultáneamente la batería y

los platillos. El del acordeón es un maestro de su instrumento y también canta con

cálida voz de tenor y un vago acento de Andalucía. A pesar de su disparatado atuendo

de tabernero suizo es el favorito de las señoras asiduas al salón y varias de ellas

acarician la secreta fantasía de quedar atrapadas con él en alguna aventura mortal,

por ejemplo, un derrumbe o un bombardeo, donde exhalarían contentas el último

aliento envueltas por esos brazos poderosos, capaces de arrancar tan desgarradores

lamentos al acordeón. El hecho de que la edad promedio de esas damas alcance los

setenta años, no inhibe la sensualidad evocada por el cantante, más bien le agrega el

dulce soplo de la muerte. La orquesta comienza su trabajo después de la puesta del sol

y termina a medianoche, excepto los sábados y los domingos, cuando el local se llena

de turistas y deben continuar hasta que el último cliente se retire, en la madrugada.

Sólo interpretan polcas, mazurcas, valses y danzas regionales de Europa, como si en

vez de hallarse enclavado en el Caribe, el Pequeño Heidelberg se encontrara a orillas

del Rhin.

En la cocina reina doña Burgel, la esposa de don Rupert, una matrona formidable a

quienes pocos conocen, porque su existencia se desliza entre ollas y pilas de verduras,

concentrada en preparar platos extranjeros con ingredientes criollos. Ella inventó el

struddel de frutas tropicales y ese guiso afrodisíaco capaz de devolverle el vigor al

más apabullado. Las mesas son atendidas por las hijas de los dueños, un par de

sólidas mujeres, perfumadas a canela, clavo de olor, vainilla y limón, y algunas otras

mozas de la localidad, todas de mejillas rubicundas. La clientela habitual se compone

de emigrantes europeos llegados al país escapando de alguna guerra o de la pobreza,

comerciantes, agricultores, artesanos, gentes amables y sencillas, que tal vez no

siempre lo fueron, pero a quienes el paso de la vida ha nivelado en esa benévola

cortesía de los viejos sanos. Los hombres llevan corbatas de mariposa y chaquetas,

pero a medida que el sacudimiento del baile y la abundancia de cerveza les calienta el

alma, van despojándose de lo superfluo hasta quedar en camisa. Las mujeres visten

de colores alegres y estilo anticuado, como si sus trajes hubieran sido rescatados del

baúl de novia que trajeron al inmigrar. De vez en cuando aparece un grupo de

adolescentes agresivos, cuya presencia es precedida por el bochinche atronador de sus

motos y la sonajera de botas, llaves y cadenas, y que llegan con el único propósito de

burlarse de los viejos, pero el incidente no pasa de una escaramuza, porque el músico

de la batería y el saxofonista están siempre dispuestos a arremangarse e imponer

orden.

Los sábados, a eso de las nueve de la noche, cuando ya todo el mundo ha saboreado

su ración del guiso afrodisíaco y se ha abandonado al placer del baile, aparece La

Mexicana y se sienta sola. Es una cincuentona provocativa, mujer de cuerpo galeón -

quilla alta, barrigona, amplia de popa, rostro de mascarón de proa- que luce un escote

maduro, pero aún turgente, y una flor en la oreja. No es la única vestida de bailadora

flamenca, por supuesto, pero en ella resulta más natural que en las otras señoras de

pelo blanco y cintura triste que ni siquiera hablan un español decente. La Mexicana

bailando la polca es una nave a la deriva en olas abruptas, pero al ritmo del vals

parece deslizarse en aguas dulces. Así la vislumbraba a veces en sueños El Capitán y

despertaba con la inquietud casi olvidada de su adolescencia. Dicen que El Capitán

provenía de una flota nórdica cuyo nombre nadie pudo descifrar. Era experto en barcos

antiguos y rutas marinas, pero todos esos conocimientos yacían sepultados en lo

profundo de su mente, sin la menor posibilidad de ser útiles en el paisaje caliente de

esta región, donde el mar es un plácido acuario de aguas verdes y cristalinas,

inapropiado para la navegación de los intrépidos barcos del Mar del Norte. Era un

hombre alto y seco, un árbol sin hojas, la espalda tiesa y los músculos del cuello

todavía firmes, vestido con su chaqueta de botones dorados y envuelto en esa aura

trágica de los marinos retirados. No se le escuchó nunca ni una palabra en español o

en algún otro idioma conocido. Treinta años atrás don Rupert dijo que El Capitán era

seguramente finlandés, por el color de hielo de sus pupilas y la justicia irrenunciable de

su mirada, y como nadie lo pudo contradecir, acabaron por aceptarlo. Por lo demás, en

el Pequeño Heidelberg el idioma carece de importancia, pues nadie va allí a conversar.

Algunas reglas del comportamiento han sido modificadas, para comodidad y

conveniencia de todos. Cualquiera puede salir a la pista solo o invitar a alguien de otra

mesa, y las mujeres también toman la iniciativa de aproximarse a los hombres, si así

lo desean. Es una solución justa para las viudas sin compañía. Nadie saca a bailar a La

Mexicana, porque se entiende que ella lo consideraría ofensivo, y los caballeros deben

aguardar, temblorosos de anticipación, que ella lo haga. La mujer deposita su cigarro

en el cenicero, descruza las feroces columnas de sus piernas, se acomoda el corpiño,

avanza hasta el escogido y se le planta al frente sin una mirada. Cambia de pareja en

cada baile, pero antes reservaba por lo menos cuatro piezas para El Capitán. Él la

cogía por la cintura con su firme mano de timonel y la guiaba por la pista sin permitir

La más antigua parroquiana del salón, que en medio siglo no faltó ni un sábado al

Pequeño Heidelberg, era la Niña Eloísa, una dama diminuta, blanda y suave, con piel

de papel de arroz y una corona de cabellos transparentes. Por tanto tiempo se ganó la

vida fabricando bombones en su cocina, que el aroma del chocolate la impregnó

totalmente y olía a fiesta de cumpleaños. A pesar de su edad, aún guardaba algunos

gestos de la primera juventud y era capaz de pasar toda la noche dando vueltas en la

pista de baile sin descalabrarse los rizos del moño ni perder el ritmo del corazón. Había

llegado al país a comienzos del siglo, proveniente de una aldea al sur de Rusia, con su

madre, quien entonces era de una belleza deslumbrante. Vivieron juntas fabricando

chocolates, ajenas por completo a los rigores del clima, del siglo y de la soledad, sin

maridos, sin familia, ni grandes sobresaltos, y sin más diversión que El Pequeño

Heidelberg cada fin de semana. Desde que murió su madre, la Niña Eloísa acudía sola.

Don Rupert la recibía en la puerta con gran deferencia y la acompañaba hasta su

mesa, mientras la orquesta le daba la bienvenida con los primeros acordes de su vals

favorito. En algunas mesas se alzaban jarras de cerveza para saludarla, porque era la

persona más anciana y sin duda la más querida. Era tímida, nunca se atrevió a invitar

a un hombre a bailar, pero en todos esos años no tuvo necesidad de hacerlo, porque

para cualquiera constituía un privilegio tomar su mano, enlazarla por el talle con

delicadeza para no descomponerle algún huesito de cristal y conducirla a la pista. Era

una bailarina graciosa y tenía esa fragancia dulce capaz de devolverle a quien la oliera

los mejores recuerdos de su infancia.

El Capitán se sentaba solo, siempre en la misma mesa, bebía con moderación y no

demostró jamás ningún entusiasmo por el guiso afrodisíaco de doña Burgel. Seguía el

ritmo de la música con un pie y cuando la Niña Eloísa estaba libre la invitaba,

cuadrándosele al frente con un discreto chocar de talones y una leve inclinación. No

hablaban nunca, sólo se miraban y sonreían entre los galopes, escapes y diagonales de

alguna añeja danza.

Un sábado de diciembre, menos húmedo que otros, llegó al Pequeño Heidelberg un par

de turistas. Esta vez no eran los disciplinados japoneses de los últimos tiempos, sino

unos escandinavos altos, de piel tostada y cabellos pálidos, que se instalaron en una

mesa a observar fascinados a los bailarines. Eran alegres y ruidosos, chocaban los

jarros de cerveza, se reían con gusto y charlaban a gritos. Las palabras de los

extranjeros alcanzaron al Capitán en su mesa y desde muy lejos, desde otro tiempo y

otro paisaje, le llegó el sonido de su propia lengua, entero y fresco, como recién

inventado, palabras que no había oído desde hacía varias décadas, pero que

permanecían intactas en su memoria. Una expresión suavizó su rostro de viejo

navegante, haciéndolo vacilar por algunos minutos entre la reserva absoluta donde se

sentía cómodo y el deleite casi olvidado de abandonarse en una conversación. Por

último se puso de pie y se acercó a los desconocidos. Detrás del bar, don Rupert

observó al Capitán, que estaba diciendo algo a los recién llegados, ligeramente

inclinado, con las manos en la espalda. Pronto los demás clientes, las mozas y los

músicos se dieron cuenta de que ese hombre hablaba por primera vez desde que lo

conocían y también se quedaron quietos para escucharlo mejor. Tenía una voz de

bisabuelo, cascada y lenta, pero ponía una gran determinación en cada frase. Cuando

terminó de sacar todo el contenido de su pecho, hubo tal silencio en el salón que doña

Burgel salió de la cocina para enterarse si alguien había muerto. Por fin, después de

una pausa larga, uno de los turistas se sacudió el asombro y llamó a don Rupert para

decirle en un inglés primitivo, que lo ayudara a traducir el discurso del Capitán. Los

nórdicos siguieron al viejo marino hasta la mesa donde la Niña Eloísa aguardaba y don

Rupert se aproximó también, quitándose por el camino el delantal, con la intuición de

un acontecimiento solemne. El Capitán dijo unas palabras en su idioma, uno de los

extranjeros lo interpretó en inglés y don Rupert, con las orejas rojas y el bigote

tembleque, lo repitió en su español torcido.

-Niña Eloísa, pregunta El Capitán si quiere casarse con él. La frágil anciana se quedó

sentada con los ojos redondos de sorpresa y la boca oculta tras su pañuelo de batista,

y todos esperaron suspendidos en un suspiro, hasta que ella logró sacar la voz.

-¿No le parece que esto es un poco precipitado?-musitó. Sus palabras pasaron por el

tabernero y los turistas y la respuesta hizo el mismo recorrido a la inversa.

-El Capitán dice que ha esperado cuarenta años para decírselo y que no podría esperar

hasta que se presente de nuevo alguien que hable su idioma. Dice que por favor le

conteste ahora.

-Está bien -susurró apenas la Niña Eloísa y no fue necesario traducir la respuesta,

porque todos la entendieron.

Don Rupert, eufórico, levantó ambos brazos y anunció el compromiso, El Capitán besó

las mejillas de su novia, los turistas estrecharon las manos de todo el mundo, los

músicos batieron sus instrumentos en una algarabía de marcha triunfal y los asistentes

hicieron una rueda en torno de la pareja. Las mujeres se limpiaban las lágrimas, los

hombres brindaban emocionados, don Rupert se sentó ante el bar y escondió la cabeza

entre los brazos, sacudido por la emoción, mientras doña Burgel y sus dos hijas

destapaban botellas del mejor ron. Enseguida los músicos tocaron el vals del Danubio

Azul y todos despejaron la pista.

El Capitán tomó de la mano a esa suave mujer que había amado sin palabras por tanto

tiempo y la llevó hasta el centro del salón, donde bailaron con la gracia de dos garzas

en su danza de bodas. El Capitán la sostenía con el mismo amoroso cuidado con que

en su juventud atrapaba el viento en las velas de alguna nave etérea, conduciéndola

por la pista como si se mecieran en el tranquilo oleaje de una bahía, mientras le decía

en su idioma de ventiscas y bosques todo lo que su corazón había callado hasta ese

momento. Bailando y bailando El Capitán sintió que se les iba retrocediendo la edad y

en cada paso estaban más alegres y livianos. Una vuelta tras otra, los acordes de la

música más vibrantes, los pies más, rápidos, la cintura de ella más delgada, el peso de

su pequeña mano en la suya más ligero, su presencia más incorpórea. Entonces vio

que la Niña Eloísa iba tornándose de encaje, de espuma, de niebla, hasta hacerse

imperceptible y por último desaparecer del todo y él se encontró girando y girando con

los brazos vacíos, sin más compañía que un tenue aroma de chocolate.

El tenor le indicó a los músicos que se dispusieran a seguir tocando el mismo vals para

siempre, porque comprendió que con la última nota El Capitán despertaría de su

ensueño y el recuerdo de la Niña Eloísa se esfumaría definitivamente. Conmovidos, los

viejos parroquianos del Pequeño Heidelberg permanecieron inmóviles en sus sillas,

hasta que por fin La Mexicana, con su arrogancia transformada en caritativa ternura,

se levantó y avanzó discretamente hacia las manos temblorosas del Capitán, para

bailar con él.