Quinquela Martín

sábado, 26 de junio de 2021

“Los cachorros” Mario Vargas Llosa

 

II

Sólo volvió al Colegio después de Fiestas Patrias y, cosa rara, en vez

de haber escarmentado con el fútbol (¿no era por el fútbol, en cierta

forma, que lo mordió Judas? ) vino más deportista que nunca. En

cambio, los estudios comenzaron a importarle menos. Y se comprendía,

ni tonto que fuera, ya no le hacía falta chancar: se presentaba

a los exámenes con promedios muy bajos y los Hermanos lo pasaban,

malos ejercicios y óptimo, pésimas tareas y aprobado. Desde

el accidente te soban, le decíamos, no sabías nada de quebrados y,

qué tal raza, te pusieron dieciséis. Además, lo hacían ayudar misa,

Cuéllar lea el catecismo, llevar el gallardete del año en las procesiones,

borre la pizarra, cantar en el coro, reparta las libretas, y los primeros

viernes entraba al desayuno aunque no comulgara. Quién como

tú, decía Choto, te das la gran vida, lástima que Judas no nos

mordiera también a nosotros, y él no era por eso: los Hermanos lo

sobaban de miedo a su viejo. Bandidos, qué le han hecho a mi hijo,

les cierro el Colegio, los mando a la cárcel, no saben quién soy, iba a

matar a esa maldita fiera y al Hermano Director, calma, cálmese señor,

lo sacudió del babero. Fue así, palabra, decía Cuéllar, su viejo se

lo había contado a su vieja y aunque se secreteaban, él, desde mi

cama de la clínica, los oyó: era por eso que lo sobaban, nomás. ¿Del

babero?, qué truquero, decía Lalo, y Chingolo a lo mejor era cierto,

por algo había desaparecido el maldito animal. Lo habrán vendido,

decíamos, se habrá escapado; se lo regalarían a alguien, y Cuéllar

no, no, seguro que su viejo vino y lo mató, él siempre cumplía lo que

prometía. Porque una mañana la jaula amaneció vacía y una semana

después, en lugar de Judas, ¡cuatro conejitos blancos! Cuéllar, lléveles

lechugas, ah compañerito, deles zanahorias, cómo te sobaban,

cámbieles el agua y él feliz. Pero no sólo los Hermanos se habían

puesto a mimarlo, también a sus viejos les dio por ahí. Ahora Cuéllar

venía todas las tardes con nosotros al Terrazas a jugar fulbito (¿tu

viejo ya no se enoja?, ya no, al contrario, siempre le preguntaba

quién ganó el match, mi equipo, cuántos goles metiste, ¿tres?, ¡bravo!,

y él no te molestes, mamá, se me rasgó la camisa jugando, fue

casualidad, y ella sonsito, qué importaba, corazoncito, la muchacha

se la cosería y te serviría para dentro de casa, que le diera un beso)

y después nos íbamos a la cazuela del Excélsior, del Ricardo Palma o

del Leuro a ver seriales, dramas impropios para señoritas, películas

de Cantinflas y Tin Tan. A cada rato le aumentaban las propinas y me

compran lo que quiero, nos decía, se los había metido al bolsillo a

mis papás, me dan gusto en todo, los tenía aquí, se mueren por mí.

El fue el primero de los cinco en tener patines, bicicleta, motocicleta

y ellos Cuéllar que mi viejo nos regale una Copa para el Campeonato,

que los llevara a la piscina del Estadio a ver nadar a Merino y al Conejo

Villarán y que nos recogiera en su auto a la salida de la vermuth,

y su viejo nos la regalaba y los llevaba y nos recogía en su auto:

sí, lo tenía aquí. Por ese tiempo, no mucho después del accidente,

comenzaron a decirle Pichulita. El apodo nació en la clase, ¿fue el sabido

de Gumucio el que lo inventó?, claro, quién iba a ser, y al principio

Cuéllar, Hermano, lloraba, me están diciendo una mala palabra,

como un marica, ¿quién?, ¿qué te dicen?, una cosa fea, Hermano, le

daba vergüenza repetírsela, tartamudeando y las lágrimas que se le

saltaban, y después en los recreos los alumnos de otros años Pichulita

qué hubo, y los mocos que se le salían, cómo estás, y él Hermano,

fíjese, corría donde Leoncio, Lucio, Agustín o el profesor Cañón Paredes:

ése fue. Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho, Pichulita

he dicho, blanco de cólera, maricón, temblándole las manos y

la voz, a ver repite si te atreves, Pichulita, ya me atreví y qué pasaba

y él entonces cerraba los ojos y, tal como le había aconsejado su

papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta, y los desafiaba,

le pisas el pie y bandangán, y se trompeaba, un sopapo, un

cabezazo, un patadón, donde fuera, en la fila o en la cancha, lo mandas

al sucio y se acabó, en la clase, en la capilla, no te fregarán más.

Pero más se calentaba y más lo fastidiaban y una vez, era un escándalo,

Hermano, vino su padre echando chispas a la Dirección,

martirizaban a su hijo y él no lo iba a permitir. Que tuviera pantalones,

que castigara a esos mocosos o lo haría él, pondría a todo el

mundo en su sitio, qué insolencia, un manotazo en la mesa, era el

colmo, no faltaba más. Pero le habían pegado el apodo como una estampilla

y, a pesar de los castigos de los Hermanos, de los sean más

humanos, ténganle un poco de piedad del Director, y a pesar de los

llantos y las pataletas y las amenazas y golpes de Cuéllar, el apodo

salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los barrios de Miraflores

y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre. Pichulita pasa

la pelota, no seas angurriento, ¿cuánto te sacaste en álgebra, Pichulita?,

te cambio una fruna, Pichulita, por una melcocha, y no dejes de

venir mañana al paseo a Chosica, Pichulita, se bañarían en el río, los

Hermanos llevarían guantes y podrás boxear con Gumucio y vengarte,

Pichulita, ¿tienes botas?, porque habría que trepar al cerro, Pichulita,

y al regreso todavía alcanzarían la vermuth, Pichulita, ¿te gustaba el plan? 

También a ellos, Cuéllar, que al comienzo nos

cuidábamos, cumpa, comenzó a salírseles, viejo, contra nuestra voluntad,

hermano, hincha, de repente Pichulita y él, colorado, ¿qué?, o

pálido ¿tú también, Chingolo?, abriendo mucho los ojos, hombre,

perdón, no había sido con mala intención, ¿él también, su amigo

también?, hombre, Cuéllar, que no se pusiera así, si todos se lo decían

a uno se le contagiaba, ¿tú también, Choto?, y se le venia a la

boca sin querer, ¿él también, Mañuco?, ¿así le decíamos por la espalda?,

¿se daba media vuelta y ellos Pichulita, cierto? No, qué ocurrencia,

lo abrazábamos, palabra que nunca más y además por qué

te enojas, hermanito, era un apodo como cualquier otro y por último

¿al cojito Pérez no le dices tú Cojinoba y al bizco Rodríguez Virolo o

Mirada Fatal y Pico de Oro al tartamudo Rivera? ¿Y no le decían a él

Choto y a él Chingolo y a él Mañuco y a él Lalo? No te enojes, hermanón,

sigue jugando, anda, te toca. Poco a poco fue resignándose a

su apodo y en Sexto año ya no lloraba ni se ponía matón, se hacía el

desentendido y a veces hasta bromeaba, Pichulita no ¡Pichulaza ja

ja!, y en Primero de Media se había acostumbrado tanto que, más

bien, cuando le decían Cuéllar se ponía serio y miraba con desconfianza,

como dudando, ¿no sería burla? Hasta estiraba la mano a los

nuevos amigos diciendo mucho gusto, Pichula Cuéllar a tus órdenes. 

No a las muchachas, claro, sólo a los hombres. Porque en esa época,

además de los deportes, ya se interesaban por las chicas. Habíamos

comenzado a hacer bromas, en las clases, oye, ayer lo vi a Pirulo

Martinez con su enamorada, en los recreos, se paseaban de la mano

por el Malecón y de repente ¡pum, un chupete!, y a las salidas ¿en la

boca?, sí, y se habían demorado un montón de rato besándose. Al

poco tiempo, ése fue el tema principal de sus conversaciones. Quique

Rojas tenía una hembrita mayor que él, rubia, de ojazos azules y el

domingo Mañuco los vio entrar juntos a la matiné del Ricardo Palma y

a la salida ella estaba despeinadísima, seguro habían tirado plan, y el

otro día en la noche Choto lo pescó al venezolano de Quinto, ese que

le dicen Múcura por la bocaza, viejo, en un auto, con una mujer muy

pintada y, por supuesto, estaban tirando plan, y tú, Lalo, ¿ya tiraste

plan?, y tú, Pichulita, ja ja, y a Mañuco le gustaba la hermana de Perico

Sáenz, y Choto iba a pagar un helado y la cartera se le cayó y

tenía una foto de una Caperucita Roja en una fiesta infantil, ja ja, no

te muñequees, Lalo, ya sabemos que te mueres por la flaca Rojas, y

tú Pichulita ¿te mueres por alguien?, y él no, colorado, todavía, o

pálido, no se moría por nadie, y tú y tú, ja ja. Si salíamos a las cinco

en punto y corríamos por la Avenida Pardo como alma que lleva el

diablo, alcanzaban justito la salida de las chicas del Colegio La Reparación.

Nos parábamos en la esquina y fíjate, ahí estaban los ómnibus,

eran las de Tercero y la de la segunda ventana es la hermana del cholo Cánepa, 

chau, chau, y ésa, mira, háganle adiós, se rió, se

rió, y la chiquita nos contestó, adiós, adiós, pero no era para ti, mocosa,

y ésa y ésa. A veces les llevábamos papelitos escritos y se los

lanzaban a la volada, qué bonita eres, me gustan tus trenzas, el uniforme

te queda mejor que a ninguna, tu amigo Lalo, cuidado, hombre,

ya te vio la monja, las va a castigar, ¿cómo te llamas?, yo Mañuco,

¿vamos el domingo al cine?, que le contestara mañana con un

papelito igual o haciéndome a la pasada del ómnibus con la cabeza

que sí. Y tú Cuéllar, ¿no le gustaba ninguna?, sí, esa que se sienta

atrás, ¿la cuatrojos?, no no, la de al ladito, por qué no le escribía entonces,

y él qué le ponía, a ver, a ver, ¿quieres ser mi amiga?, no,

qué bobada, quería ser su amigo y le mandaba un beso, sí, eso estaba

mejor, pero era corto, algo más conchudo, quiero ser tu amigo y

le mandaba un beso y te adoro, ella sería la vaca y yo seré el toro, ja

ja. Y ahora firma tu nombre y tu apellido y que le hiciera un dibujo,

¿por ejemplo cuál?, cualquiera, un torito, una florecita, una pichulita,

y así se nos pasaban las tardes, correteando tras los ómnibus del Colegio

La Reparación y, a veces, íbamos hasta la Avenida Arequipa a

ver a las chicas de uniformes blancos del Villa María, ¿acababan de

hacer la primera comunión? les gritábamos, e incluso tomaban el

Expreso y nos bajábamos en San Isidro para espiar a las del Santa

Ursula y a las del Sagrado Corazón. Ya no jugábamos tanto fulbito

como antes.

Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en fiestas mixtas,

ellos se quedaban en los jardines, simulando que jugaban a la pega

tú la llevas, la berlina adivina quién te dijo o matagente ¡te toqué!,

mientras que éramos puro ojos, puro oídos, ¿qué pasaba en el

salón?, ¿qué hacían las chicas con esos agrandados, qué envidia, que

ya sabían bailar? Hasta que un día se decidieron a aprender ellos

también y entonces nos pasábamos sábados, domingos íntegros, bailando

entre hombres, en casa de Lalo, no, en la mía que es más

grande era mejor, pero Choto tenia más discos, y Mañuco pero yo

tengo a mi hermana que puede enseñarnos y Cuéllar no, en la de él,

sus viejas ya sabían y un día toma, su mamá, corazón, le regalaba

ese picup, ¿para él solito?, sí, ¿no quería aprender a bailar? Lo

pondría en su cuarto y llamaría a sus amiguitos y se encerraría con

ellos cuanto quisiera y también cómprate discos, corazón, anda a

Discocentro, y ellos fueron y escogimos huarachas, mambos, boleros

y valses y la cuenta la mandaban a su viejo, nomás, el señor Cuéllar,

dos ocho cinco Mariscal Castilla. El vals y el bolero eran fáciles, había

que tener memoria y contar, uno aquí, uno allá, la música no importaba

tanto. Lo difícil eran la huaracha, tenemos que aprender figuras,

decía Cuéllar, el mambo, y a dar vueltas y soltar a la pareja y lucirnos.

Casi al mismo tiempo aprendimos a bailar y a fumar, tropezán donos, 

atorándose con el humo de los “Lucky”y “Viceroy”, brincando

hasta que de repente ya hermano, lo agarraste, salía, no lo pierdas,

muévete más, mareándonos, tosiendo y escupiendo, ¿a ver, se lo

había pasado?, mentira, tenía el humo bajo la lengua, y Pichulita yo,

que le contáramos a él, ¿habíamos visto?, ocho, nueve, diez, y ahora

lo botaba: ¿sabía o no sabía golpear? Y también echarlo por la nariz

y agacharse y dar una vueltecita y levantarse sin perder el ritmo. Antes,

lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine,

y daban cualquier cosa por un match de fútbol, y ahora en cambio lo

que más eran las chicas y el baile y por lo que dábamos cualquier cosa

era una fiesta con discos de Pérez Prado y permiso de la dueña de

la casa para fumar. Tenían fiestas casi todos los sábados y cuando no

íbamos de invitados nos zampábamos y, antes de entrar, se metían a

la bodega de la esquina y le pedíamos al chino, golpeando el mostrador

con el puño: ¡cinco capitanes! Seco y volteado, decía Pichulita,

así, glu glu, como hombres, como yo.

Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orquesta, fuimos a esperarlo

a la Córpac, y Cuéllar, a ver quién se aventaba como yo, consiguió

abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del saco y le

gritó “Rey del mambo”. Pérez Prado le sonrió y también me dio la

mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo siguieron,

confundidos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby Lozano,

hasta la Plaza San Martín y, a pesar de la prohibición del Arzobispo

y de las advertencias de los Hermanos del Colegio Champagnat,

fuimos a la Plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el campeonato

nacional de mambo. Cada noche, en casa de Cuéllar, ponían Radio

«El Sol”y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano, qué

ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano. Ya usaban pantalones

largos entonces, nos peinábamos con gomina y habían desarrollado,

sobre todo Cuéllar, que de ser el más chiquito y el más enclenque de

los cinco pasó a ser el más alto y el más fuerte. Te has vuelto un

Tarzán, Pichulita, le decíamos, qué cuerpazo te echas al diario.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Se ha habilitado la moderación de comentarios. El autor del blog debe aprobar todos los comentarios.