II
Sólo volvió al Colegio después de Fiestas Patrias y, cosa
rara, en vez
de haber escarmentado con el fútbol (¿no era por el fútbol,
en cierta
forma, que lo mordió Judas? ) vino más deportista que nunca.
En
cambio, los estudios comenzaron a importarle menos. Y se
comprendía,
ni tonto que fuera, ya no le hacía falta chancar: se
presentaba
a los exámenes con promedios muy bajos y los Hermanos lo
pasaban,
malos ejercicios y óptimo, pésimas tareas y aprobado. Desde
el accidente te soban, le decíamos, no sabías nada de
quebrados y,
qué tal raza, te pusieron dieciséis. Además, lo hacían
ayudar misa,
Cuéllar lea el catecismo, llevar el gallardete del año en
las procesiones,
borre la pizarra, cantar en el coro, reparta las libretas, y
los primeros
viernes entraba al desayuno aunque no comulgara. Quién como
tú, decía Choto, te das la gran vida, lástima que Judas no
nos
mordiera también a nosotros, y él no era por eso: los
Hermanos lo
sobaban de miedo a su viejo. Bandidos, qué le han hecho a mi
hijo,
les cierro el Colegio, los mando a la cárcel, no saben quién
soy, iba a
matar a esa maldita fiera y al Hermano Director, calma,
cálmese señor,
lo sacudió del babero. Fue así, palabra, decía Cuéllar, su
viejo se
lo había contado a su vieja y aunque se secreteaban, él,
desde mi
cama de la clínica, los oyó: era por eso que lo sobaban,
nomás. ¿Del
babero?, qué truquero, decía Lalo, y Chingolo a lo mejor era
cierto,
por algo había desaparecido el maldito animal. Lo habrán
vendido,
decíamos, se habrá escapado; se lo regalarían a alguien, y
Cuéllar
no, no, seguro que su viejo vino y lo mató, él siempre
cumplía lo que
prometía. Porque una mañana la jaula amaneció vacía y una
semana
después, en lugar de Judas, ¡cuatro conejitos blancos!
Cuéllar, lléveles
lechugas, ah compañerito, deles zanahorias, cómo te sobaban,
cámbieles el agua y él feliz. Pero no sólo los Hermanos se
habían
puesto a mimarlo, también a sus viejos les dio por ahí.
Ahora Cuéllar
venía todas las tardes con nosotros al Terrazas a jugar
fulbito (¿tu
viejo ya no se enoja?, ya no, al contrario, siempre le
preguntaba
quién ganó el match, mi equipo, cuántos goles metiste,
¿tres?, ¡bravo!,
y él no te molestes, mamá, se me rasgó la camisa jugando,
fue
casualidad, y ella sonsito, qué importaba, corazoncito, la
muchacha
se la cosería y te serviría para dentro de casa, que le
diera un beso)
y después nos íbamos a la cazuela del Excélsior, del Ricardo
Palma o
del Leuro a ver seriales, dramas impropios para señoritas,
películas
de Cantinflas y Tin Tan. A cada rato le aumentaban las
propinas y me
compran lo que quiero, nos decía, se los había metido al
bolsillo a
mis papás, me dan gusto en todo, los tenía aquí, se mueren
por mí.
El fue el primero de los cinco en tener patines, bicicleta,
motocicleta
y ellos Cuéllar que mi viejo nos regale una Copa para el
Campeonato,
que los llevara a la piscina del Estadio a ver nadar a
Merino y al Conejo
Villarán y que nos recogiera en su auto a la salida de la
vermuth,
y su viejo nos la regalaba y los llevaba y nos recogía en su
auto:
sí, lo tenía aquí. Por ese tiempo, no mucho después del
accidente,
comenzaron a decirle Pichulita.
de Gumucio el que lo inventó?, claro, quién iba a ser, y al
principio
Cuéllar, Hermano, lloraba, me están diciendo una mala
palabra,
como un marica, ¿quién?, ¿qué te dicen?, una cosa fea,
Hermano, le
daba vergüenza repetírsela, tartamudeando y las lágrimas que
se le
saltaban, y después en los recreos los alumnos de otros años
Pichulita
qué hubo, y los mocos que se le salían, cómo estás, y él
Hermano,
fíjese, corría donde Leoncio, Lucio, Agustín o el profesor
Cañón Paredes:
ése fue. Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho,
Pichulita
he dicho, blanco de cólera, maricón, temblándole las manos y
la voz, a ver repite si te atreves, Pichulita, ya me atreví
y qué pasaba
y él entonces cerraba los ojos y, tal como le había
aconsejado su
papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta, y
los desafiaba,
le pisas el pie y bandangán, y se trompeaba, un sopapo, un
cabezazo, un patadón, donde fuera, en la fila o en la
cancha, lo mandas
al sucio y se acabó, en la clase, en la capilla, no te
fregarán más.
Pero más se calentaba y más lo fastidiaban y una vez, era un
escándalo,
Hermano, vino su padre echando chispas a la Dirección,
martirizaban a su hijo y él no lo iba a permitir. Que
tuviera pantalones,
que castigara a esos mocosos o lo haría él, pondría a todo
el
mundo en su sitio, qué insolencia, un manotazo en la mesa,
era el
colmo, no faltaba más. Pero le habían pegado el apodo como
una estampilla
y, a pesar de los castigos de los Hermanos, de los sean más
humanos, ténganle un poco de piedad del Director, y a pesar
de los
llantos y las pataletas y las amenazas y golpes de Cuéllar,
el apodo
salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los
barrios de Miraflores
y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre. Pichulita pasa
la pelota, no seas angurriento, ¿cuánto te sacaste en
álgebra, Pichulita?,
te cambio una fruna, Pichulita, por una melcocha, y no dejes
de
venir mañana al paseo a Chosica, Pichulita, se bañarían en
el río, los
Hermanos llevarían guantes y podrás boxear con Gumucio y
vengarte,
Pichulita, ¿tienes botas?, porque habría que trepar al
cerro, Pichulita,
y al regreso todavía alcanzarían la vermuth, Pichulita, ¿te gustaba el plan?
También a ellos, Cuéllar, que al comienzo nos
cuidábamos, cumpa, comenzó a salírseles, viejo, contra
nuestra voluntad,
hermano, hincha, de repente Pichulita y él, colorado, ¿qué?,
o
pálido ¿tú también, Chingolo?, abriendo mucho los ojos,
hombre,
perdón, no había sido con mala intención, ¿él también, su
amigo
también?, hombre, Cuéllar, que no se pusiera así, si todos
se lo decían
a uno se le contagiaba, ¿tú también, Choto?, y se le venia a
la
boca sin querer, ¿él también, Mañuco?, ¿así le decíamos por
la espalda?,
¿se daba media vuelta y ellos Pichulita, cierto? No, qué
ocurrencia,
lo abrazábamos, palabra que nunca más y además por qué
te enojas, hermanito, era un apodo como cualquier otro y por
último
¿al cojito Pérez no le dices tú Cojinoba y al bizco
Rodríguez Virolo o
Mirada Fatal y Pico de Oro al tartamudo Rivera? ¿Y no le
decían a él
Choto y a él Chingolo y a él Mañuco y a él Lalo? No te
enojes, hermanón,
sigue jugando, anda, te toca. Poco a poco fue resignándose a
su apodo y en Sexto año ya no lloraba ni se ponía matón, se
hacía el
desentendido y a veces hasta bromeaba, Pichulita no
¡Pichulaza ja
ja!, y en Primero de Media se había acostumbrado tanto que,
más
bien, cuando le decían Cuéllar se ponía serio y miraba con
desconfianza,
como dudando, ¿no sería burla? Hasta estiraba la mano a los
nuevos amigos diciendo mucho gusto, Pichula Cuéllar a tus órdenes.
No a las muchachas, claro, sólo a los hombres. Porque en esa época,
además de los deportes, ya se interesaban por las chicas.
Habíamos
comenzado a hacer bromas, en las clases, oye, ayer lo vi a
Pirulo
Martinez con su enamorada, en los recreos, se paseaban de la
mano
por el Malecón y de repente ¡pum, un chupete!, y a las
salidas ¿en la
boca?, sí, y se habían demorado un montón de rato besándose.
Al
poco tiempo, ése fue el tema principal de sus
conversaciones. Quique
Rojas tenía una hembrita mayor que él, rubia, de ojazos
azules y el
domingo Mañuco los vio entrar juntos a la matiné del Ricardo
Palma y
a la salida ella estaba despeinadísima, seguro habían tirado
plan, y el
otro día en la noche Choto lo pescó al venezolano de Quinto,
ese que
le dicen Múcura por la bocaza, viejo, en un auto, con una
mujer muy
pintada y, por supuesto, estaban tirando plan, y tú, Lalo,
¿ya tiraste
plan?, y tú, Pichulita, ja ja, y a Mañuco le gustaba la
hermana de Perico
Sáenz, y Choto iba a pagar un helado y la cartera se le cayó
y
tenía una foto de una Caperucita Roja en una fiesta
infantil, ja ja, no
te muñequees, Lalo, ya sabemos que te mueres por la flaca
Rojas, y
tú Pichulita ¿te mueres por alguien?, y él no, colorado,
todavía, o
pálido, no se moría por nadie, y tú y tú, ja ja. Si salíamos
a las cinco
en punto y corríamos por la Avenida Pardo como alma que
lleva el
diablo, alcanzaban justito la salida de las chicas del
Colegio La Reparación.
Nos parábamos en la esquina y fíjate, ahí estaban los
ómnibus,
eran las de Tercero y la de la segunda ventana es la hermana del cholo Cánepa,
chau, chau, y ésa, mira, háganle adiós, se rió, se
rió, y la chiquita nos contestó, adiós, adiós, pero no era
para ti, mocosa,
y ésa y ésa. A veces les llevábamos papelitos escritos y se
los
lanzaban a la volada, qué bonita eres, me gustan tus
trenzas, el uniforme
te queda mejor que a ninguna, tu amigo Lalo, cuidado,
hombre,
ya te vio la monja, las va a castigar, ¿cómo te llamas?, yo
Mañuco,
¿vamos el domingo al cine?, que le contestara mañana con un
papelito igual o haciéndome a la pasada del ómnibus con la
cabeza
que sí. Y tú Cuéllar, ¿no le gustaba ninguna?, sí, esa que
se sienta
atrás, ¿la cuatrojos?, no no, la de al ladito, por qué no le
escribía entonces,
y él qué le ponía, a ver, a ver, ¿quieres ser mi amiga?, no,
qué bobada, quería ser su amigo y le mandaba un beso, sí,
eso estaba
mejor, pero era corto, algo más conchudo, quiero ser tu
amigo y
le mandaba un beso y te adoro, ella sería la vaca y yo seré
el toro, ja
ja. Y ahora firma tu nombre y tu apellido y que le hiciera
un dibujo,
¿por ejemplo cuál?, cualquiera, un torito, una florecita,
una pichulita,
y así se nos pasaban las tardes, correteando tras los
ómnibus del Colegio
La Reparación y, a veces, íbamos hasta la Avenida Arequipa a
ver a las chicas de uniformes blancos del Villa María,
¿acababan de
hacer la primera comunión? les gritábamos, e incluso tomaban
el
Expreso y nos bajábamos en San Isidro para espiar a las del
Santa
Ursula y a las del Sagrado Corazón. Ya no jugábamos tanto
fulbito
como antes.
Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en fiestas
mixtas,
ellos se quedaban en los jardines, simulando que jugaban a
la pega
tú la llevas, la berlina adivina quién te dijo o matagente
¡te toqué!,
mientras que éramos puro ojos, puro oídos, ¿qué pasaba en el
salón?, ¿qué hacían las chicas con esos agrandados, qué
envidia, que
ya sabían bailar? Hasta que un día se decidieron a aprender
ellos
también y entonces nos pasábamos sábados, domingos íntegros,
bailando
entre hombres, en casa de Lalo, no, en la mía que es más
grande era mejor, pero Choto tenia más discos, y Mañuco pero
yo
tengo a mi hermana que puede enseñarnos y Cuéllar no, en la
de él,
sus viejas ya sabían y un día toma, su mamá, corazón, le
regalaba
ese picup, ¿para él solito?, sí, ¿no quería aprender a
bailar? Lo
pondría en su cuarto y llamaría a sus amiguitos y se
encerraría con
ellos cuanto quisiera y también cómprate discos, corazón,
anda a
Discocentro, y ellos fueron y escogimos huarachas, mambos,
boleros
y valses y la cuenta la mandaban a su viejo, nomás, el señor
Cuéllar,
dos ocho cinco Mariscal Castilla. El vals y el bolero eran
fáciles, había
que tener memoria y contar, uno aquí, uno allá, la música no
importaba
tanto. Lo difícil eran la huaracha, tenemos que aprender
figuras,
decía Cuéllar, el mambo, y a dar vueltas y soltar a la
pareja y lucirnos.
Casi al mismo tiempo aprendimos a bailar y a fumar, tropezán donos,
atorándose con el humo de los “Lucky”y “Viceroy”, brincando
hasta que de repente ya hermano, lo agarraste, salía, no lo
pierdas,
muévete más, mareándonos, tosiendo y escupiendo, ¿a ver, se
lo
había pasado?, mentira, tenía el humo bajo la lengua, y
Pichulita yo,
que le contáramos a él, ¿habíamos visto?, ocho, nueve, diez,
y ahora
lo botaba: ¿sabía o no sabía golpear? Y también echarlo por
la nariz
y agacharse y dar una vueltecita y levantarse sin perder el
ritmo. Antes,
lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el
cine,
y daban cualquier cosa por un match de fútbol, y ahora en
cambio lo
que más eran las chicas y el baile y por lo que dábamos
cualquier cosa
era una fiesta con discos de Pérez Prado y permiso de la
dueña de
la casa para fumar. Tenían fiestas casi todos los sábados y
cuando no
íbamos de invitados nos zampábamos y, antes de entrar, se
metían a
la bodega de la esquina y le pedíamos al chino, golpeando el
mostrador
con el puño: ¡cinco capitanes! Seco y volteado, decía
Pichulita,
así, glu glu, como hombres, como yo.
Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orquesta, fuimos a
esperarlo
a la Córpac, y Cuéllar, a ver quién se aventaba como yo,
consiguió
abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del
saco y le
gritó “Rey del mambo”. Pérez Prado le sonrió y también me
dio la
mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo
siguieron,
confundidos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby
Lozano,
hasta la Plaza San Martín y, a pesar de la prohibición del
Arzobispo
y de las advertencias de los Hermanos del Colegio
Champagnat,
fuimos a la Plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el
campeonato
nacional de mambo. Cada noche, en casa de Cuéllar, ponían
Radio
«El Sol”y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano,
qué
ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano. Ya usaban
pantalones
largos entonces, nos peinábamos con gomina y habían
desarrollado,
sobre todo Cuéllar, que de ser el más chiquito y el más
enclenque de
los cinco pasó a ser el más alto y el más fuerte. Te has
vuelto un
Tarzán, Pichulita, le decíamos, qué cuerpazo te echas al
diario.
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