Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla,
desangrándose como un buey,
con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor
Ángel Sánchez perdió por
primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues
estaba enamorado de ella
desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En
esa época ella todavía no
se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba
envejecido mil años de su
última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su
columna, sentado en el
techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una
barba de meses y una bala
alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca
lo estuvo antes ni después.
Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en
medio de la muchedumbre
que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía
treinta años y ella bordeaba
los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos
de alabastro y la
profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en
secreto se estaba gestando. La
observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era
una visión provocada por
la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria,
pero como esa noche no
encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le
tocó en turno, comprendió
que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para
comprobar su condición de
espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos
callejeros de la
celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer
los escombros de la
dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera
idea fue visitar las escuelas,
pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla,
de modo que tuvo que
golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de
paciente peregrinaje, y
cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su
corazón extenuado,
llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente
perforado de balas, cuya
única ventana se abría a la calle sin más protección que
unas cortinas floreadas. Llamó
varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a
entrar. El interior era un
aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra.
Cruzó la habitación,
abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado
de trastos y cachivaches,
con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el
lavado, un gallinero al
fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro
donde crecían yerbas,
verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber
soñado. Ester Lucero estaba
descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de
pelos atada en la nuca con un
cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al
sol. Al verlo ambas
retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían
aprendido a desconfiar de quien
llevara botas.
-No se asusten, soy un compañero -se presentó con la boina
grasienta en la mano.
A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester
Lucero en silencio,
avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla
impúber. Por ella rehusó irse
a la capital cuando se repartió el botín del poder, y
prefirió quedarse a cargo del único
hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el
amor más allá del ámbito
de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones:
verla pasar rumbo a la
escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión,
proporcionarle vitaminas
durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo
alcanzaban para los más
pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz,
visitarla en su patio,
donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de
multiplicar ante el ojo
vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a
falta de un nombre más
apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de
los inexplicables
misterios de la Revolución.
-¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe
del hospital y héroe de la
patria, en la charla de una vieja y los silencios de su
nieta? -se preguntaban las
comadres del pueblo.
En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede
casi siempre, pero Ángel
Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y
que sólo él podía ver a la
beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes
confeccionados por la
abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su
paso se alborotaban los
sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos,
por eso se extrañaba de no
encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester
Lucero. Vivía atormentado
por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los
hombres, una perenne
melancolía -fruto de la desesperanza- y la fiebre de
infierno que lo acosaba a la hora
de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda,
llamándolo con gestos
obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de
sus tormentosos estados
de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió
en una segunda naturaleza
y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas
del pueblo se cansaron de
buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un
poco raro.
-No parece maricón -concluyeron- pero tal vez la malaria o
la bala que tiene en la
entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las
mujeres.
Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al
mundo veinte años muy
temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y
el alma de tantas
cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza
torciera la armonía y opacara la
luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la
mujer más hermosa de este
mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando
la llevaron al hospital en
una angarilla con la abuela marchando adelante y una
procesión de curiosos detrás, el
doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a
la joven perforada por una
herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás
perteneciera a otro
hombre, había provocado esa catástrofe.
-Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la
estaca donde atamos al
ganso -explico la abuela.
-Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada
fácil desclavarla -aclaró
un vecino que ayudaba a transportar la camilla.
Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese
mismo instante Ángel
Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo
intentó todo para salvar a la
joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su
propia sangre y la colmó de
antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida
escapaba por la herida como
un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la
moribunda, agotado por la
tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama
y por unos minutos se
durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas
gigantescas, ella
andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se
encontraron en una tierra de
nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de
él y le rogó que no se
dejará vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel
Sánchez despertó
sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el
absurdo milagro que le
devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo
con la abuela, quien estaba
sumida en un murmullo de interminables oraciones.
- ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! -le gritó
al pasar.
Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus
compañeros por la selva,
con la vegetación hasta las rodillas y la tortura
inconsolable de los mosquitos y el
calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones
para emboscar a los soldados
de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos
visionarios con el
cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la
cabeza de ideales, cuando
llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el
cuerpo, cuando el hambre
y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía
en movimiento era la
desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y
desconfiaban hasta de sus
propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un
barranco y rodó ocho metros
hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de
trapos. Sus compañeros
necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre
piedras filudas y troncos
retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y
casi dos horas para izarlo,
ensopado en sangre.
El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la
canción siempre lista en los
labios y buena disposición para echarse al hombro a otro
combatiente más débil,
estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y
un tajo profundo que
comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho.
Sánchez llevaba su maletín
para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus
modestos recursos. Sin la
menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela
y le administró las
medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de
lona tendido entre dos
palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta
que fue evidente que
cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro
Rivas supuraba como un
manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y
huracanes de sal.
Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando
alguien divisó a orillas
de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban
amigablemente. Un poco
más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la
aldea. Era una tribu
inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo
que algún misionero
atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios
y, lo que es más grave, sin
haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el
grito de Patria o Muerte. A
pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los
indios comprendieron que
esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les
dieron una tímida
bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que
parecía ser el jefe los condujo
a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una
pestilencia de orines y de lodo.
Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado
por sus compañeros y por
toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de
ceremonia. El comandante se
espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático
y la costra de mugre en su
cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía
hacer por el herido y
cualquier cosa que lograra el hechicero -aunque fuera tan
sólo ayudarlo a morir- era
mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las
armas y guardar
silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera
ejercer su oficio sin
distracciones.
Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro
Rivas podía tragar agua.
Al día siguiente volvió el curandero y repitió el
tratamiento. Al anochecer el enfermo
estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos
días después ensayaba sus
primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno
proceso de curación.
Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos
del convaleciente, Ángel
Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su
bolsa. Años después, el
Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y
sólo se acordaba de que estuvo
a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a
una nueva mujer, quien
invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo
partía en dos.
-Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester
Lucero la salvaré yo, así tenga
que hacer pacto con el diablo -concluyó Ángel Sánchez
mientras daba vuelta a su casa
en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos
años y que, hasta ese
instante, había olvidado por completo. Las encontró
envueltas en un papel de
periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un
destartalado baúl, junto a su
cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.
El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido,
bajo el calor de plomo
que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e
irrumpió en la habitación de Ester
Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno
lo vieron pasar a la
carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta.
Observaron cómo se quitaba la bata
blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los
calcetines comprados de
contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre
calzaba. Horrorizadas, lo
vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en
cueros, como un recluta.
-¡Santa María, Madre de Dios! -exclamó la abuela. A través
del ventanuco de la puerta
pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el
centro de la habitación y,
después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero
durante algunos
segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la
enferma. Levantaba las rodillas
hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones,
agitaba los brazos y hacía
grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el
ritmo interior que ponía alas en
sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un
insensato, esquivando las
bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo
unas hojas secas del
bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las
aplastó con el puño hasta
reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia,
mezcló todo para formar
una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo
vieron retirar los vendajes y,
tal como notificó la enfermera en su informe, untar la
herida con aquella asquerosa
mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la
asepsia ni por el hecho de que
exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el
hombre cayó sentado al
suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa
de santo.
Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del
hospital y un héroe
indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una
camisa de fuerza y enviado sin
más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar
abajo la puerta que él trancó
con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de
hacerlo con ayuda de los
bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero
estaba sentada en la
camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su
tío Ángel, quien había
vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa
del tratamiento con
nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la
comisión del Ministerio de
Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma
paseaba por el corredor del
brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer
piso para ver a la muchacha
resucitada y el director del hospital, vestido con impecable
corrección, recibía a sus
colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de
preguntar detalles sobre las
inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar
sobre las maravillosas
plantas del brujo.
Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del
mango. La joven se casó
con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la
capital, donde dio a luz una niña
con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le
envía de vez en cuando
nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográficos. El
Ministerio de Salud ha
organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas
portentosas en la selva, sin
ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con
ella la esperanza de un
medicamento científico contra los accidentes irremediables.
El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía
que la imagen de Ester
Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta,
abrasando su alma en una
bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho
en toda la región,
porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas
aborígenes.
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