Quinquela Martín

jueves, 17 de junio de 2021

“Ester Lucero “ de Isabel Allende

 

 

Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desangrándose como un buey,

con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por

primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella

desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no

se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su

última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el

techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala

alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después.

Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre

que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba

los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la

profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La

observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por

la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no

encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió

que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de

espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la

celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la

dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas,

pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que

golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y

cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado,

llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya

única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó

varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un

aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación,

abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches,

con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al

fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas,

verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba

descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un

cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas

retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien

llevara botas.

-No se asusten, soy un compañero -se presentó con la boina grasienta en la mano.

A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio,

avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse

a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único

hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito

de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la

escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas

durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más

pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio,

donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo

vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más

apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables

misterios de la Revolución.

-¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la

patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta? -se preguntaban las

comadres del pueblo.

En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel

Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la

beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la

abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los

sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no

encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado

por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los hombres, una perenne

melancolía -fruto de la desesperanza- y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora

de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos

obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados

de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza

y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de

buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro.

-No parece maricón -concluyeron- pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la

entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres.

Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy

temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas

cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la

luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este

mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en

una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el

doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una

herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro

hombre, había provocado esa catástrofe.

-Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al

ganso -explico la abuela.

-Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla -aclaró

un vecino que ayudaba a transportar la camilla.

Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel

Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la

joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de

antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como

un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la

tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se

durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella

andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de

nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se

dejará vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó

sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le

devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba

sumida en un murmullo de interminables oraciones.

- ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! -le gritó al pasar.

Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva,

con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el

calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados

de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el

cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando

llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre

y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la

desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus

propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros

hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros

necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos

retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo,

ensopado en sangre.

El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los

labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil,

estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que

comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín

para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la

menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las

medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos

palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que

cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un

manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal.

Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas

de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco

más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu

inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero

atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin

haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A

pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que

esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida

bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo

a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo.

Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por

toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se

espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su

cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y

cualquier cosa que lograra el hechicero -aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir- era

mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar

silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin

distracciones.

Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua.

Al día siguiente volvió el curandero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo

estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días después ensayaba sus

primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación.

Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel

Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después, el

Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo

a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien

invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.

-Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga

que hacer pacto con el diablo -concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa

en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese

instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de

periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su

cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.

El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo

que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester

Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la

carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata

blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de

contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo

vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta.

-¡Santa María, Madre de Dios! -exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta

pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y,

después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos

segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas

hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los brazos y hacía

grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en

sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las

bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del

bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta

reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar

una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y,

tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa

mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que

exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al

suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo.

Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe

indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin

más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó

con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los

bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la

camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había

vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con

nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de

Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del

brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha

resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus

colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las

inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas

plantas del brujo.

Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó

con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña

con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando

nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográficos. El Ministerio de Salud ha

organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin

ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un

medicamento científico contra los accidentes irremediables.

El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester

Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una

bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región,

porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes.

 


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