Quinquela Martín

sábado, 26 de junio de 2021

“Los cachorros” Mario Vargas Llosa

 

II

Sólo volvió al Colegio después de Fiestas Patrias y, cosa rara, en vez

de haber escarmentado con el fútbol (¿no era por el fútbol, en cierta

forma, que lo mordió Judas? ) vino más deportista que nunca. En

cambio, los estudios comenzaron a importarle menos. Y se comprendía,

ni tonto que fuera, ya no le hacía falta chancar: se presentaba

a los exámenes con promedios muy bajos y los Hermanos lo pasaban,

malos ejercicios y óptimo, pésimas tareas y aprobado. Desde

el accidente te soban, le decíamos, no sabías nada de quebrados y,

qué tal raza, te pusieron dieciséis. Además, lo hacían ayudar misa,

Cuéllar lea el catecismo, llevar el gallardete del año en las procesiones,

borre la pizarra, cantar en el coro, reparta las libretas, y los primeros

viernes entraba al desayuno aunque no comulgara. Quién como

tú, decía Choto, te das la gran vida, lástima que Judas no nos

mordiera también a nosotros, y él no era por eso: los Hermanos lo

sobaban de miedo a su viejo. Bandidos, qué le han hecho a mi hijo,

les cierro el Colegio, los mando a la cárcel, no saben quién soy, iba a

matar a esa maldita fiera y al Hermano Director, calma, cálmese señor,

lo sacudió del babero. Fue así, palabra, decía Cuéllar, su viejo se

lo había contado a su vieja y aunque se secreteaban, él, desde mi

cama de la clínica, los oyó: era por eso que lo sobaban, nomás. ¿Del

babero?, qué truquero, decía Lalo, y Chingolo a lo mejor era cierto,

por algo había desaparecido el maldito animal. Lo habrán vendido,

decíamos, se habrá escapado; se lo regalarían a alguien, y Cuéllar

no, no, seguro que su viejo vino y lo mató, él siempre cumplía lo que

prometía. Porque una mañana la jaula amaneció vacía y una semana

después, en lugar de Judas, ¡cuatro conejitos blancos! Cuéllar, lléveles

lechugas, ah compañerito, deles zanahorias, cómo te sobaban,

cámbieles el agua y él feliz. Pero no sólo los Hermanos se habían

puesto a mimarlo, también a sus viejos les dio por ahí. Ahora Cuéllar

venía todas las tardes con nosotros al Terrazas a jugar fulbito (¿tu

viejo ya no se enoja?, ya no, al contrario, siempre le preguntaba

quién ganó el match, mi equipo, cuántos goles metiste, ¿tres?, ¡bravo!,

y él no te molestes, mamá, se me rasgó la camisa jugando, fue

casualidad, y ella sonsito, qué importaba, corazoncito, la muchacha

se la cosería y te serviría para dentro de casa, que le diera un beso)

y después nos íbamos a la cazuela del Excélsior, del Ricardo Palma o

del Leuro a ver seriales, dramas impropios para señoritas, películas

de Cantinflas y Tin Tan. A cada rato le aumentaban las propinas y me

compran lo que quiero, nos decía, se los había metido al bolsillo a

mis papás, me dan gusto en todo, los tenía aquí, se mueren por mí.

El fue el primero de los cinco en tener patines, bicicleta, motocicleta

y ellos Cuéllar que mi viejo nos regale una Copa para el Campeonato,

que los llevara a la piscina del Estadio a ver nadar a Merino y al Conejo

Villarán y que nos recogiera en su auto a la salida de la vermuth,

y su viejo nos la regalaba y los llevaba y nos recogía en su auto:

sí, lo tenía aquí. Por ese tiempo, no mucho después del accidente,

comenzaron a decirle Pichulita. El apodo nació en la clase, ¿fue el sabido

de Gumucio el que lo inventó?, claro, quién iba a ser, y al principio

Cuéllar, Hermano, lloraba, me están diciendo una mala palabra,

como un marica, ¿quién?, ¿qué te dicen?, una cosa fea, Hermano, le

daba vergüenza repetírsela, tartamudeando y las lágrimas que se le

saltaban, y después en los recreos los alumnos de otros años Pichulita

qué hubo, y los mocos que se le salían, cómo estás, y él Hermano,

fíjese, corría donde Leoncio, Lucio, Agustín o el profesor Cañón Paredes:

ése fue. Se quejaba y también se enfurecía, qué has dicho, Pichulita

he dicho, blanco de cólera, maricón, temblándole las manos y

la voz, a ver repite si te atreves, Pichulita, ya me atreví y qué pasaba

y él entonces cerraba los ojos y, tal como le había aconsejado su

papá, no te dejes muchacho, se lanzaba, rómpeles la jeta, y los desafiaba,

le pisas el pie y bandangán, y se trompeaba, un sopapo, un

cabezazo, un patadón, donde fuera, en la fila o en la cancha, lo mandas

al sucio y se acabó, en la clase, en la capilla, no te fregarán más.

Pero más se calentaba y más lo fastidiaban y una vez, era un escándalo,

Hermano, vino su padre echando chispas a la Dirección,

martirizaban a su hijo y él no lo iba a permitir. Que tuviera pantalones,

que castigara a esos mocosos o lo haría él, pondría a todo el

mundo en su sitio, qué insolencia, un manotazo en la mesa, era el

colmo, no faltaba más. Pero le habían pegado el apodo como una estampilla

y, a pesar de los castigos de los Hermanos, de los sean más

humanos, ténganle un poco de piedad del Director, y a pesar de los

llantos y las pataletas y las amenazas y golpes de Cuéllar, el apodo

salió a la calle y poquito a poco fue corriendo por los barrios de Miraflores

y nunca más pudo sacárselo de encima, pobre. Pichulita pasa

la pelota, no seas angurriento, ¿cuánto te sacaste en álgebra, Pichulita?,

te cambio una fruna, Pichulita, por una melcocha, y no dejes de

venir mañana al paseo a Chosica, Pichulita, se bañarían en el río, los

Hermanos llevarían guantes y podrás boxear con Gumucio y vengarte,

Pichulita, ¿tienes botas?, porque habría que trepar al cerro, Pichulita,

y al regreso todavía alcanzarían la vermuth, Pichulita, ¿te gustaba el plan? 

También a ellos, Cuéllar, que al comienzo nos

cuidábamos, cumpa, comenzó a salírseles, viejo, contra nuestra voluntad,

hermano, hincha, de repente Pichulita y él, colorado, ¿qué?, o

pálido ¿tú también, Chingolo?, abriendo mucho los ojos, hombre,

perdón, no había sido con mala intención, ¿él también, su amigo

también?, hombre, Cuéllar, que no se pusiera así, si todos se lo decían

a uno se le contagiaba, ¿tú también, Choto?, y se le venia a la

boca sin querer, ¿él también, Mañuco?, ¿así le decíamos por la espalda?,

¿se daba media vuelta y ellos Pichulita, cierto? No, qué ocurrencia,

lo abrazábamos, palabra que nunca más y además por qué

te enojas, hermanito, era un apodo como cualquier otro y por último

¿al cojito Pérez no le dices tú Cojinoba y al bizco Rodríguez Virolo o

Mirada Fatal y Pico de Oro al tartamudo Rivera? ¿Y no le decían a él

Choto y a él Chingolo y a él Mañuco y a él Lalo? No te enojes, hermanón,

sigue jugando, anda, te toca. Poco a poco fue resignándose a

su apodo y en Sexto año ya no lloraba ni se ponía matón, se hacía el

desentendido y a veces hasta bromeaba, Pichulita no ¡Pichulaza ja

ja!, y en Primero de Media se había acostumbrado tanto que, más

bien, cuando le decían Cuéllar se ponía serio y miraba con desconfianza,

como dudando, ¿no sería burla? Hasta estiraba la mano a los

nuevos amigos diciendo mucho gusto, Pichula Cuéllar a tus órdenes. 

No a las muchachas, claro, sólo a los hombres. Porque en esa época,

además de los deportes, ya se interesaban por las chicas. Habíamos

comenzado a hacer bromas, en las clases, oye, ayer lo vi a Pirulo

Martinez con su enamorada, en los recreos, se paseaban de la mano

por el Malecón y de repente ¡pum, un chupete!, y a las salidas ¿en la

boca?, sí, y se habían demorado un montón de rato besándose. Al

poco tiempo, ése fue el tema principal de sus conversaciones. Quique

Rojas tenía una hembrita mayor que él, rubia, de ojazos azules y el

domingo Mañuco los vio entrar juntos a la matiné del Ricardo Palma y

a la salida ella estaba despeinadísima, seguro habían tirado plan, y el

otro día en la noche Choto lo pescó al venezolano de Quinto, ese que

le dicen Múcura por la bocaza, viejo, en un auto, con una mujer muy

pintada y, por supuesto, estaban tirando plan, y tú, Lalo, ¿ya tiraste

plan?, y tú, Pichulita, ja ja, y a Mañuco le gustaba la hermana de Perico

Sáenz, y Choto iba a pagar un helado y la cartera se le cayó y

tenía una foto de una Caperucita Roja en una fiesta infantil, ja ja, no

te muñequees, Lalo, ya sabemos que te mueres por la flaca Rojas, y

tú Pichulita ¿te mueres por alguien?, y él no, colorado, todavía, o

pálido, no se moría por nadie, y tú y tú, ja ja. Si salíamos a las cinco

en punto y corríamos por la Avenida Pardo como alma que lleva el

diablo, alcanzaban justito la salida de las chicas del Colegio La Reparación.

Nos parábamos en la esquina y fíjate, ahí estaban los ómnibus,

eran las de Tercero y la de la segunda ventana es la hermana del cholo Cánepa, 

chau, chau, y ésa, mira, háganle adiós, se rió, se

rió, y la chiquita nos contestó, adiós, adiós, pero no era para ti, mocosa,

y ésa y ésa. A veces les llevábamos papelitos escritos y se los

lanzaban a la volada, qué bonita eres, me gustan tus trenzas, el uniforme

te queda mejor que a ninguna, tu amigo Lalo, cuidado, hombre,

ya te vio la monja, las va a castigar, ¿cómo te llamas?, yo Mañuco,

¿vamos el domingo al cine?, que le contestara mañana con un

papelito igual o haciéndome a la pasada del ómnibus con la cabeza

que sí. Y tú Cuéllar, ¿no le gustaba ninguna?, sí, esa que se sienta

atrás, ¿la cuatrojos?, no no, la de al ladito, por qué no le escribía entonces,

y él qué le ponía, a ver, a ver, ¿quieres ser mi amiga?, no,

qué bobada, quería ser su amigo y le mandaba un beso, sí, eso estaba

mejor, pero era corto, algo más conchudo, quiero ser tu amigo y

le mandaba un beso y te adoro, ella sería la vaca y yo seré el toro, ja

ja. Y ahora firma tu nombre y tu apellido y que le hiciera un dibujo,

¿por ejemplo cuál?, cualquiera, un torito, una florecita, una pichulita,

y así se nos pasaban las tardes, correteando tras los ómnibus del Colegio

La Reparación y, a veces, íbamos hasta la Avenida Arequipa a

ver a las chicas de uniformes blancos del Villa María, ¿acababan de

hacer la primera comunión? les gritábamos, e incluso tomaban el

Expreso y nos bajábamos en San Isidro para espiar a las del Santa

Ursula y a las del Sagrado Corazón. Ya no jugábamos tanto fulbito

como antes.

Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en fiestas mixtas,

ellos se quedaban en los jardines, simulando que jugaban a la pega

tú la llevas, la berlina adivina quién te dijo o matagente ¡te toqué!,

mientras que éramos puro ojos, puro oídos, ¿qué pasaba en el

salón?, ¿qué hacían las chicas con esos agrandados, qué envidia, que

ya sabían bailar? Hasta que un día se decidieron a aprender ellos

también y entonces nos pasábamos sábados, domingos íntegros, bailando

entre hombres, en casa de Lalo, no, en la mía que es más

grande era mejor, pero Choto tenia más discos, y Mañuco pero yo

tengo a mi hermana que puede enseñarnos y Cuéllar no, en la de él,

sus viejas ya sabían y un día toma, su mamá, corazón, le regalaba

ese picup, ¿para él solito?, sí, ¿no quería aprender a bailar? Lo

pondría en su cuarto y llamaría a sus amiguitos y se encerraría con

ellos cuanto quisiera y también cómprate discos, corazón, anda a

Discocentro, y ellos fueron y escogimos huarachas, mambos, boleros

y valses y la cuenta la mandaban a su viejo, nomás, el señor Cuéllar,

dos ocho cinco Mariscal Castilla. El vals y el bolero eran fáciles, había

que tener memoria y contar, uno aquí, uno allá, la música no importaba

tanto. Lo difícil eran la huaracha, tenemos que aprender figuras,

decía Cuéllar, el mambo, y a dar vueltas y soltar a la pareja y lucirnos.

Casi al mismo tiempo aprendimos a bailar y a fumar, tropezán donos, 

atorándose con el humo de los “Lucky”y “Viceroy”, brincando

hasta que de repente ya hermano, lo agarraste, salía, no lo pierdas,

muévete más, mareándonos, tosiendo y escupiendo, ¿a ver, se lo

había pasado?, mentira, tenía el humo bajo la lengua, y Pichulita yo,

que le contáramos a él, ¿habíamos visto?, ocho, nueve, diez, y ahora

lo botaba: ¿sabía o no sabía golpear? Y también echarlo por la nariz

y agacharse y dar una vueltecita y levantarse sin perder el ritmo. Antes,

lo que más nos gustaba en el mundo eran los deportes y el cine,

y daban cualquier cosa por un match de fútbol, y ahora en cambio lo

que más eran las chicas y el baile y por lo que dábamos cualquier cosa

era una fiesta con discos de Pérez Prado y permiso de la dueña de

la casa para fumar. Tenían fiestas casi todos los sábados y cuando no

íbamos de invitados nos zampábamos y, antes de entrar, se metían a

la bodega de la esquina y le pedíamos al chino, golpeando el mostrador

con el puño: ¡cinco capitanes! Seco y volteado, decía Pichulita,

así, glu glu, como hombres, como yo.

Cuando Pérez Prado llegó a Lima con su orquesta, fuimos a esperarlo

a la Córpac, y Cuéllar, a ver quién se aventaba como yo, consiguió

abrirse paso entre la multitud, llegó hasta él, lo cogió del saco y le

gritó “Rey del mambo”. Pérez Prado le sonrió y también me dio la

mano, les juro, y le firmó su álbum de autógrafos, miren. Lo siguieron,

confundidos en la caravana de hinchas, en el auto de Boby Lozano,

hasta la Plaza San Martín y, a pesar de la prohibición del Arzobispo

y de las advertencias de los Hermanos del Colegio Champagnat,

fuimos a la Plaza de Acho, a Tribuna de Sol, a ver el campeonato

nacional de mambo. Cada noche, en casa de Cuéllar, ponían Radio

«El Sol”y escuchábamos, frenéticos, qué trompeta, hermano, qué

ritmo, la audición de Pérez Prado, qué piano. Ya usaban pantalones

largos entonces, nos peinábamos con gomina y habían desarrollado,

sobre todo Cuéllar, que de ser el más chiquito y el más enclenque de

los cinco pasó a ser el más alto y el más fuerte. Te has vuelto un

Tarzán, Pichulita, le decíamos, qué cuerpazo te echas al diario.


“Amor eterno” de Yanira Soundy

 

Fallezco en el intento de tocarte, amor de tierra, espacio y piel, porque este viento sólo habla de tormentas y sombras que se rompen en pedazos.

Soy el beso virgen que prendido de tus ojos hace florecer todos sus campos; soy esa mujer, eternidad que yerra sola por la sombra, amor de manos ciegas.

Y tú, doliente rama de hojas transparentes, mil promesas, mares, cerros y collados.

Quiero cubrirme toda con tu cielo para desvestir mi piel inmóvil. Ven...desordena mi corazón, y mitiga el hondo sin fin de mi tristeza.

Amor efímero y eterno que se desploma en el adiós.

Seremos sombra y olvido tomados de la mano, dos almas que lloran en la oquedad del pensamiento. Tan libres, tú en el viento, yo en el secreto del mar; tú en los llanos y las sierras, yo en los hilos del sol y en los acantilados.

Fallezco en el intento de tocarte.

Amor efímero y eterno, el más puro, el más pequeño.


“Resaca” de Yolanda Bedregal

 

Cuando ya la resaca deje mi alma en la playa,
y del arco agobiado de mi espalda se vaya
el ala cercenada, cual vela desafiante,
en cicatriz y estela prolongará el instante.

Quedarán vigilando, símbolo intrascendente,
dos pobres ojos pródigos y una mendiga frente.
¡Catacumba de agua, amor! ¡No me conoces!

Ni nadie nos conoce. Sólo hay fugaces roces,
desencuentros, en la prieta mudez de encrucijadas.
Expían su demora presencias nunca halladas.

No son cruz ya los brazos ni altar para holocausto
de salvajes ternuras. Con su claror exhausto,
un sol desalentado ahonda los abismos.

Somos polvo y lucero, todo en nosotros mismos.

Para esta elemental ceniza taciturna
sea la inmensa lágrima del Mar celeste urna.


“Algo de mí reconozco” de Yolanda Blanco

 

Algo de mí reconozco
en esa florecita blanca
algo de mí se sacude ese pájaro
revoloteando
estoy
lo sospecho
en una piedrita
de ese nido de oropéndolas
me levanto
y me convierto en árbol
me recuesto
y soy una yedra sostenida por un sauce
huelo a mí
en este palito
que destrozan mis dientes
voy en mechas de maizales
estoy amanecida como esa cañada
y soy una hoja seca
que soban los venados
algo muy mío
han trasparecido esta tarde
las montañas.


“Poemas de la Habana” de Zoé Valdés

 

Ella no regresará jamás.

Un día, tu reconocerás su mundo inhabitable,

verás cuadros oscuros pintados por un amigo sin nombre,

el mismo que te dará libros y fotos.

Luego aprenderás a leer

o a aprenderte las palabras de memoria

que es como leen los niños al principio …


“Cazadora de sueños IV” de Zulema Moret

 

paseo por la casa en ruinas

busco algún abrigo para mi padre

me ofrecen uno lleno de agujeros

tan rojo como las puertas que acabo de pintar

que no son rojas -alguien me aclara-

sino burdeos o granate o corinto

cómo voy a abrigar a mi padre

con ese abrigo lleno de agujeros y de ese color

miseria la que albergamos

le digo a los ojos negros de mi hermana

suplicante ella repite no hay otro

éstos son los tiempos que habitamos

sigo buscando dentro del burdel

un abrigo para mi padre que ya está viejo

cuyos ojos con ese tinte de mar

perdurarán más allá de su muerte.


lunes, 21 de junio de 2021

“Ewigkeit” de Jorge Luis Borges

 

Torne en mi boca el verso castellano

a decir lo que siempre está diciendo

desde el latín de Séneca: el horrendo

dictamen de que todo es del gusano.

Torne a cantar la pálida ceniza,

los fastos de la muerte y la victoria

de esa reina retórica que pisa

los estandartes de la vanagloria.

No así. Lo que mi barro ha bendecido

no lo voy a negar como un cobarde.

Sé que una cosa no hay. Es el olvido:

sé que en la eternidad perdura y arde

lo mucho y lo precioso que he perdido:

esa fragua, esa luna y esa tarde.


“Contigo (No olvidaré tu rostro)” de Vilma Vargas

 

No olvidaré tu rostro, nunca ni el mundo inconsistente.

Los habitantes mezquinos; y tú pálido, y eso es todo.

Como hoy, así silbaban aquellos viejos usureros,

pero tu viste dos veces la Tierra,

el sitio donde amarnos exactos,

concluidos como una mano abierta.


“Cuerpo del día” de Virgilio López Lemus

 

Creo en la grata mansedumbre de una manzana.
Y si de creer se trata, yo creo
en el día de Dios repartido en el cosmos
como un abanico que se abre
y cuyos rayos son caminos, tumultuosos caminos
por los cuales se despeña el hombre.
Creo en la santísima voluntad de estar
vivo donde estoy, bajo el fatalismo
de haber nacido una vez y dirigirme
hacia la muerte, sitio irreal, inconcebible,
donde es imposible permanecer.
Creo en la soledad del dulce sueño erótico
en la casa rodeada por el sueño y la soledad
en cuyo interior converso con el aire.
Creo en la virgen del retrato, en la madona
rodeada por la fuente, en la estatua
que eres tú, cuerpo del día, en el que creo
con todas las fuerzas de mi vida.


“Nada dos veces” de Wislawa Szymborska

 

Nada sucede dos veces

ni va a suceder,

por eso sin experiencia nacemos,

sin rutina moriremos.

En esta escuela del mundo

 ni siendo malos alumnos

repetiremos un año,

un invierno, un verano.

No es el mismo ningún día,

no hay dos noches parecidas,

igual mirada en los ojos,

dos besos que se repitan.

Ayer mientras que tu nombre

 en voz alta pronunciaban

sentí como si una rosa

cayera por la ventana.

Ahora que estamos juntos,

vuelvo la cara hacia el muro.

¿Rosa? ¿Cómo es la rosa?

¿Cómo una flor o una piedra?

Dime por qué,

mala hora,

con miedo inútil te mezclas.

Eres y por eso pasas.

Pasas, por eso eres bella.

Medio abrazados, sonrientes,

buscaremos la cordura,

aun siendo tan diferentes

cual dos gotas de agua pura.


“Intimidad” De Xavier Abril

 

Estás en mí tan lenta que parece agua continua.

Te veo caer en mis últimos
sueños, en blancos espacios de soledad.

A la distancia mínima del deseo y la belleza.
Oigo la música de tu cuerpo en la yema de mis dedos.


“Poesía” de Xavier Villaurrutia

 

Eres la compañía con quien hablo
de pronto, a solas.
te forman las palabras
que salen del silencio
y del tanque de sueño en que me ahogo
libre hasta despertar.
Tu mano metálica
endurece la prisa de mi mano
y conduce la pluma
que traza en el papel su litoral.
Tu voz, hoz de eco
es el rebote de mi voz en el muro,
y en tu piel de espejo
me estoy mirando mirarme por mil Argos,
por mí largos segundos.
Pero el menor ruido te ahuyenta
y te veo salir
por la puerta del libro
o por el atlas del techo,
por el tablero del piso,
o la página del espejo,
y me dejas
sin más pulso ni voz y sin más cara,
sin máscara como un hombre desnudo
en medio de una calle de miradas.


jueves, 17 de junio de 2021

“Ester Lucero “ de Isabel Allende

 

 

Le llevaron a Ester Lucero en una improvisada camilla, desangrándose como un buey,

con sus ojos oscuros abiertos de terror. Al verla, el doctor Ángel Sánchez perdió por

primera vez su calma proverbial y no era para menos, pues estaba enamorado de ella

desde el día en que la vio, cuando ella era aún una niña. En esa época ella todavía no

se desprendía de sus muñecas y él, en cambio, regresaba envejecido mil años de su

última Campaña Gloriosa. Llegó al pueblo a la cabeza de su columna, sentado en el

techo de una camioneta, con un fusil sobre las rodillas, una barba de meses y una bala

alojada para siempre en la ingle, pero tan feliz como nunca lo estuvo antes ni después.

Vio a la muchacha agitando una bandera de papel rojo, en medio de la muchedumbre

que vitoreaba a los libertadores. En ese momento él tenía treinta años y ella bordeaba

los doce, pero Ángel Sánchez adivinó, por los firmes huesos de alabastro y la

profundidad de la mirada de la niña, la belleza que en secreto se estaba gestando. La

observó desde lo alto de su vehículo, convencido de que era una visión provocada por

la calentura de los pantanos y el entusiasmo de la victoria, pero como esa noche no

encontró consuelo en los brazos de la novia fugaz que le tocó en turno, comprendió

que debía salir a buscar a esa criatura, al menos para comprobar su condición de

espejismo. Al día siguiente, cuando se calmaron los tumultos callejeros de la

celebración y empezó la tarea de ordenar al mundo y barrer los escombros de la

dictadura, Sánchez salió a recorrer el pueblo. Su primera idea fue visitar las escuelas,

pero se enteró que estaban cerradas desde la última batalla, de modo que tuvo que

golpear las puertas una por una. Al cabo de varios días de paciente peregrinaje, y

cuando ya pensaba que la muchacha había sido un engaño de su corazón extenuado,

llegó a una casa minúscula pintada de azul y con el frente perforado de balas, cuya

única ventana se abría a la calle sin más protección que unas cortinas floreadas. Llamó

varias veces sin obtener respuesta, entonces se decidió a entrar. El interior era un

aposento único, pobremente amoblado, fresco y en penumbra. Cruzó la habitación,

abrió una puerta y se encontró en un amplio patio agobiado de trastos y cachivaches,

con una hamaca colgada bajo un mango, una artesa para el lavado, un gallinero al

fondo y una profusión de tarros de lata y cacharros de barro donde crecían yerbas,

verduras y flores. Allí encontró por fin a quien creía haber soñado. Ester Lucero estaba

descalza, con un vestido de lienzo ordinario, su mata de pelos atada en la nuca con un

cordel de zapatos, ayudando a su abuela a tender la ropa al sol. Al verlo ambas

retrocedieron en un gesto instintivo, porque habían aprendido a desconfiar de quien

llevara botas.

-No se asusten, soy un compañero -se presentó con la boina grasienta en la mano.

A partir de ese día Ángel Sánchez se limitó a desear a Ester Lucero en silencio,

avergonzado de esa inconfesable pasión por una chiquilla impúber. Por ella rehusó irse

a la capital cuando se repartió el botín del poder, y prefirió quedarse a cargo del único

hospital en ese pueblo olvidado. No aspiraba a consumar el amor más allá del ámbito

de su propia imaginación. Vivía de ínfimas satisfacciones: verla pasar rumbo a la

escuela, cuidarla cuando se contagió con el sarampión, proporcionarle vitaminas

durante los años en que la leche, los huevos y la carne sólo alcanzaban para los más

pequeños y los demás debían conformarse con plátano y maíz, visitarla en su patio,

donde se instalaba en una silla a enseñarle las tablas de multiplicar ante el ojo

vigilante de la abuela. Ester Lucero acabó llamándolo tío a falta de un nombre más

apropiado, y la anciana, aceptando su presencia como otro de los inexplicables

misterios de la Revolución.

-¿Qué interés puede tener un hombre instruido, doctor, jefe del hospital y héroe de la

patria, en la charla de una vieja y los silencios de su nieta? -se preguntaban las

comadres del pueblo.

En los años siguientes, la muchacha floreció como sucede casi siempre, pero Ángel

Sánchez creyó que en su caso era una especie de prodigio y que sólo él podía ver a la

beldad que maduraba escondida bajo los vestidos inocentes confeccionados por la

abuela en su máquina de coser. Estaba seguro de que a su paso se alborotaban los

sentidos de quien la viera, tal como ocurría con los suyos, por eso se extrañaba de no

encontrar un remolino de pretendientes en torno de Ester Lucero. Vivía atormentado

por sentimientos arrolladores: celos precisos de todos los hombres, una perenne

melancolía -fruto de la desesperanza- y la fiebre de infierno que lo acosaba a la hora

de la siesta, cuando imaginaba a la niña desnuda y húmeda, llamándolo con gestos

obscenos entre las sombras del cuarto. Nadie supo nunca de sus tormentosos estados

de ánimo. El control que ejercía sobre sí mismo se convirtió en una segunda naturaleza

y así adquirió fama de hombre bueno. Por fin las matronas del pueblo se cansaron de

buscarle novia y terminaron por aceptar que el médico era un poco raro.

-No parece maricón -concluyeron- pero tal vez la malaria o la bala que tiene en la

entrepierna le quitaron para siempre el gusto por las mujeres.

Ángel Sánchez maldecía a su madre, que lo había traído al mundo veinte años muy

temprano, y a su destino, que le había sembrado el cuerpo y el alma de tantas

cicatrices. Rogaba que algún capricho de la naturaleza torciera la armonía y opacara la

luz de Ester Lucero, para que nadie sospechara que era la mujer más hermosa de este

mundo y de cualquier otro. Por eso el jueves fatídico, cuando la llevaron al hospital en

una angarilla con la abuela marchando adelante y una procesión de curiosos detrás, el

doctor dio un grito visceral. Al retirar la sábana y ver a la joven perforada por una

herida horrenda, creyó que de tanto desear que ella jamás perteneciera a otro

hombre, había provocado esa catástrofe.

-Se trepó al mango del patio, resbaló y cayó ensartada en la estaca donde atamos al

ganso -explico la abuela.

-Pobrecita, quedó atravesada como un vampiro. No fue nada fácil desclavarla -aclaró

un vecino que ayudaba a transportar la camilla.

Ester Lucero cerró los ojos y se quejó levemente. Desde ese mismo instante Ángel

Sánchez se batió en duelo personal contra la muerte. Lo intentó todo para salvar a la

joven. La operó, la inyectó, le hizo transfusiones con su propia sangre y la colmó de

antibióticos, pero a los dos días era evidente que la vida escapaba por la herida como

un torrente incontenible. Sentado en una silla junto a la moribunda, agotado por la

tensión y la tristeza, apoyó la cabeza a los pies de la cama y por unos minutos se

durmió como un recién nacido. Mientras él soñaba con moscas gigantescas, ella

andaba perdida en las pesadillas de su agonía, y así se encontraron en una tierra de

nadie y en el sueño compartido ella se aferró a la mano de él y le rogó que no se

dejará vencer por la muerte y que no la abandonara. Ángel Sánchez despertó

sobresaltado por el recuerdo nítido del Negro Rivas y el absurdo milagro que le

devolvió la vida. Salió corriendo y tropezó en el pasillo con la abuela, quien estaba

sumida en un murmullo de interminables oraciones.

- ¡Siga rezando, que yo regreso en quince minutos! -le gritó al pasar.

Diez años antes, cuando Ángel Sánchez marchaba con sus compañeros por la selva,

con la vegetación hasta las rodillas y la tortura inconsolable de los mosquitos y el

calor, acorralados, cruzando el país en todas direcciones para emboscar a los soldados

de la dictadura, cuando no eran más que un puñado de locos visionarios con el

cinturón atiborrado de balas, el morral de poemas y la cabeza de ideales, cuando

llevaban meses sin oler a una mujer o echarse jabón por el cuerpo, cuando el hambre

y el miedo eran una segunda piel y lo único que los mantenía en movimiento era la

desesperación, cuando veían enemigos por todas partes y desconfiaban hasta de sus

propias sombras, entonces el Negro Rivas se cayó por un barranco y rodó ocho metros

hacia el abismo, estrellándose sin ruido, como una bolsa de trapos. Sus compañeros

necesitaron veinte minutos para descender con cuerdas entre piedras filudas y troncos

retorcidos, y encontrarlo sumergido en los matorrales, y casi dos horas para izarlo,

ensopado en sangre.

El Negro Rivas, un hombronazo valiente y alegre, con la canción siempre lista en los

labios y buena disposición para echarse al hombro a otro combatiente más débil,

estaba abierto como una granada, con las costillas al aire y un tajo profundo que

comenzaba en la espalda y acababa en la mitad del pecho. Sánchez llevaba su maletín

para emergencias, pero eso escapaba por completo a sus modestos recursos. Sin la

menor esperanza suturó la herida, lo vendó con tiras de tela y le administró las

medicinas disponibles. Colocaron al hombre sobre un trozo de lona tendido entre dos

palos y así lo transportaron, turnándose para cargarlo, hasta que fue evidente que

cada sacudida era un minuto menos de vida, porque el Negro Rivas supuraba como un

manantial y deliraba con iguanas con senos de mujer y huracanes de sal.

Estaban planeando acampar para dejarlo morir en paz, cuando alguien divisó a orillas

de un pozo de agua negra, a dos indios que se despiojaban amigablemente. Un poco

más allá, hundida en el vaho denso de la selva, estaba la aldea. Era una tribu

inmovilizada en edad remota, sin más contacto con este siglo que algún misionero

atrevido que fue a predicarles sin éxito las leyes de Dios y, lo que es más grave, sin

haber oído jamás de la Insurrección ni haber escuchado el grito de Patria o Muerte. A

pesar de estas diferencias y de la barrera del lenguaje, los indios comprendieron que

esos hombres exhaustos no representaban mayor peligro y les dieron una tímida

bienvenida. Los rebeldes señalaron al moribundo. El que parecía ser el jefe los condujo

a una choza en eterna penumbra, donde flotaba una pestilencia de orines y de lodo.

Allí acostaron al Negro Rivas sobre una esterilla, rodeado por sus compañeros y por

toda la tribu. Al poco rato llegó el brujo en atavío de ceremonia. El comandante se

espantó al ver sus collares de peonías, sus ojos de fanático y la costra de mugre en su

cuerpo, pero Ángel Sánchez explicó que ya muy poco se podía hacer por el herido y

cualquier cosa que lograra el hechicero -aunque fuera tan sólo ayudarlo a morir- era

mejor que nada. El comandante ordenó a sus hombres bajar las armas y guardar

silencio, para que ese extraño sabio medio desnudo pudiera ejercer su oficio sin

distracciones.

Dos horas más tarde la fiebre había desaparecido y el Negro Rivas podía tragar agua.

Al día siguiente volvió el curandero y repitió el tratamiento. Al anochecer el enfermo

estaba sentado comiendo una espesa papilla de maíz y dos días después ensayaba sus

primeros pasos por los alrededores, con la herida en pleno proceso de curación.

Mientras los demás guerrilleros acompañaban los progresos del convaleciente, Ángel

Sánchez recorrió la zona con el brujo juntando plantas en su bolsa. Años después, el

Negro Rivas llegó a ser Jefe de la Policía en la capital y sólo se acordaba de que estuvo

a punto de morir cuando se quitaba la camisa para abrazar a una nueva mujer, quien

invariablemente le preguntaba por ese largo costurón que lo partía en dos.

-Si al Negro Rivas lo salvó un indio en pelotas, a Ester Lucero la salvaré yo, así tenga

que hacer pacto con el diablo -concluyó Ángel Sánchez mientras daba vuelta a su casa

en busca de las yerbas que había guardado durante todos esos años y que, hasta ese

instante, había olvidado por completo. Las encontró envueltas en un papel de

periódico, resecas y quebradizas, al fondo de un destartalado baúl, junto a su

cuaderno de versos, su boina y otros recuerdos de la guerra.

El médico regresó al hospital corriendo como un perseguido, bajo el calor de plomo

que derretía el asfalto. Subió las escaleras a saltos e irrumpió en la habitación de Ester

Lucero empapado de sudor. La abuela y la enfermera de turno lo vieron pasar a la

carrera y se aproximaron a la mirilla de la puerta. Observaron cómo se quitaba la bata

blanca, la camisa de algodón, los pantalones oscuros, los calcetines comprados de

contrabando y los zapatos con suela de goma que siempre calzaba. Horrorizadas, lo

vieron despojarse también de los calzoncillos y quedar en cueros, como un recluta.

-¡Santa María, Madre de Dios! -exclamó la abuela. A través del ventanuco de la puerta

pudieron vislumbrar al doctor cuando movía la cama hasta el centro de la habitación y,

después de posar ambas manos sobre la cabeza de Ester Lucero durante algunos

segundos, iniciaba un frenético baile alrededor de la enferma. Levantaba las rodillas

hasta tocarse el pecho, efectuaba profundas inclinaciones, agitaba los brazos y hacía

grotescas morisquetas, sin perder ni por un instante el ritmo interior que ponía alas en

sus pies. Y durante media hora no paró de danzar como un insensato, esquivando las

bombonas de oxígeno y los frascos de suero. Luego extrajo unas hojas secas del

bolsillo de su bata, las colocó en una palangana, las aplastó con el puño hasta

reducirlas a un polvo grueso, escupió encima con abundancia, mezcló todo para formar

una pasta y se aproximó a la moribunda. Las mujeres lo vieron retirar los vendajes y,

tal como notificó la enfermera en su informe, untar la herida con aquella asquerosa

mixtura, sin la menor consideración por las leyes de la asepsia ni por el hecho de que

exhibía sus vergüenzas al desnudo. Terminada la cura, el hombre cayó sentado al

suelo, totalmente exhausto, pero iluminado por una sonrisa de santo.

Si el doctor Ángel Sánchez no hubiera sido el director del hospital y un héroe

indiscutible de la Revolución, le habrían colocado una camisa de fuerza y enviado sin

más trámites al manicomio. Pero nadie se atrevió a echar abajo la puerta que él trancó

con el cerrojo, y cuando el alcalde tomó la decisión de hacerlo con ayuda de los

bomberos, ya habían pasado catorce horas y Ester Lucero estaba sentada en la

camilla, con los ojos abiertos, contemplando divertida a su tío Ángel, quien había

vuelto a despojarse de sus ropas e iniciaba la segunda etapa del tratamiento con

nuevas danzas rituales. Dos días más tarde, cuando llegó la comisión del Ministerio de

Salud enviada especialmente desde la capital, la enferma paseaba por el corredor del

brazo de su abuela, todo el pueblo desfilaba por el tercer piso para ver a la muchacha

resucitada y el director del hospital, vestido con impecable corrección, recibía a sus

colegas detrás de su escritorio. La comisión se abstuvo de preguntar detalles sobre las

inusitadas danzas del médico y dedicó su atención a indagar sobre las maravillosas

plantas del brujo.

Han pasado algunos años desde que Ester Lucero se cayó del mango. La joven se casó

con un inspector de atmósferas y se fue a vivir a la capital, donde dio a luz una niña

con huesos de alabastro y ojos oscuros. A su tío Ángel le envía de vez en cuando

nostálgicas tarjetas salpicadas de horrores ortográficos. El Ministerio de Salud ha

organizado cuatro expediciones para buscar las yerbas portentosas en la selva, sin

ningún éxito. La vegetación se tragó la aldea indígena y con ella la esperanza de un

medicamento científico contra los accidentes irremediables.

El doctor Ángel Sánchez ha quedado solo, sin más compañía que la imagen de Ester

Lucero que lo visita en su cuarto a la hora de la siesta, abrasando su alma en una

bacanal perpetua. El prestigio del médico ha aumentado mucho en toda la región,

porque lo escuchan hablar con los astros en lenguas aborígenes.