Capítulo 2
Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una
necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en
el bolsillo del saco,
la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo,
la ignorancia, el
deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora
esa mujer va a sonreír,
más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París,
una tarjeta postal con
un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había
aparecido una tarde
en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue
de la Tombe Issoire
traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no
tenía dinero elegía una
hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba
alambres y cajones
vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles,
perfiles que giraban
sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me
ayudaba a pintar. No
estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo
desapegado y
crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la
espuma de los vasos de
cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía
mientras nos
mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa
por levantarse y
daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar
su cuerpo en el
espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas
sirias y pasarse los
ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir
al deseo de llamarla a mi
lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra
vez después de haber
estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la
eternidad de su
cuerpo.
En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer
era egoísta y
nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con
sus manos llenas de
sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la
condición natural de cada
instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato
de fideos
recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a
la carrera para
que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de
ostras, tocando en el piano
descascarado de madame Noguet melodías de Schubert y
preludios de Bach, o
tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos
salados. El desorden en
que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va
convirtiendo por obra
natural y paulatina en discoteca y archivo de
correspondencia por contestar, me
parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo
a la Maga. Me había
llevado muy poco comprender que a la Maga no había que
plantearle la realidad
en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera
escandalizado tanto
como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el
mismo momento en
que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la
rue Réaumur, llovía y
empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo
favorecía después
de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi
relación con casi
todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se
tendía en muchos
días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le
había traído el
recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber
pasado la tarde
frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de
ganas de parecerse a
ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo
ese abecé de mi
vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero
movimiento
dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una
conducta, de una
módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga
se peinaba, se
despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour;
cantaba algo de Hugo
Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se
ponía a dibujar en un
papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente
mientras yo ahí, en una
cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza
deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la
vida de los otros. Pero lo mismo
estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por
debajo de lunas y
lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y
Rocamadour, y el
Club y las calles y mis enfermedades morales y otras
piorreas, y Berthe Trépat y
el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de
apuros, por debajo de
noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y
trueques de todo
género, bien por debajo o por encima de todo eso no había
querido fingir como
los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden
superior del espíritu o
cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había
querido aceptar
que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para
salir de tanto
algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que
era mi testigo y
mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en
todo eso y sabiendo que
como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en
mi caso el ergo de
la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual
así íbamos por la orilla
izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo,
admirando
enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la
literatura y hasta
del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas
esas cosas yo me sentía
antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una
dialéctica de imán y
limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo
que la Maga se hacía
ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de
prejuicios o que me estaba
pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En
pleno contento
precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el
ovillo París, su materia
infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo
que se dibujaba en la
ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden,
entonces el mundo
seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de
elementos girando en
sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses.
No había un
desorden que abriera puertas al rescate, había solamente
suciedad y miseria,
vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama
que olía a sexo y a
pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente
por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa
vigilancia en pleno
vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos
tantas veces el amor
la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste
que esta paz y este
placer, un aire como de unicornio o isla, una caída
interminable en la
inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos
que empezaban a
abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido,
volcado en otra figura del
mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el
agua del tiempo y la
negaba.
En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como
acorralado entre
la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que
ocurrir. Era idiota
sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour,
cuando todo me
decía que apenas recobrara la independencia dejaría de
sentirme libre. Hipócrita
como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi
piel, de mis piernas, de
mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de
papagayo en la jaula
leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que
por sobre todo me
molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi
testigo y que al contrario
estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo
que verdaderamente
me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca
de mi libertad como
en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga,
y que la ansiedad
por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía
reconocer que a golpes
sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías
resecas no podía
abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse
adonde me
arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no
aceptar lo que estaba
ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones
de orden y de
desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye
macetas con
geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera
necesario caer en lo
más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte
de la letrina o del
Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la
Maga hubiera podido
llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su
hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a
decir que su hijo se
llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido
mucho mejor
llamarlo Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran
en nourrice. A
veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y
eso coincidía
siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de
lieder. Entonces
Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de
cowboy, y la Maga
vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía
estremecerse a madame
Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de
plástico para vender
en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando
Schumann nos
gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que
fuéramos a hacer esa
noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se
acordaba de
Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el
piano, tenía todo el
tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos
dulcemente a
fuerza de blues.
No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy,
necesitaría tanto
acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me
separa del centro.
Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de
saber lo que digo,
cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende
ordenarse nuestra vida
de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos,
nombres de la nostalgia
indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro
describir, este París
donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si
detrás no latiera la
ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas
palabras, cuántas
nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me
convenzo de que la
estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la
locura o un perro
Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que
tanto sentido tiene
hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela
que nunca escribiré
o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos.
El péndulo cumple su
vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías
tranquilizadoras:
muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica.
Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo.
Pienso en las jerarquías de
valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo
estético, lo ético, lo
religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo
religioso, lo estético. El
muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de
la Maga me hace
cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La
lengua, la cosquilla,
la ética.
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