Quinquela Martín

viernes, 29 de enero de 2021

“Rayuela” de Julio Cortázar

 Capítulo 2

Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una

necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco,

la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el

deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír,

más allá de esa calle empieza el Jardin des Plantes. París, una tarjeta postal con

un dibujo de Klee al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde

en la rue du Cherche-Midi, cuando subía a mi pieza de la rue de la Tombe Issoire

traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una

hoja de plátano en el parque. Por ese entonces yo juntaba alambres y cajones

vacíos en las calles de la madrugada y fabricaba móviles, perfiles que giraban

sobre las chimeneas, máquinas inútiles que la Maga me ayudaba a pintar. No

estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y

crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de

cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos

mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y

daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el

espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los

ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi

lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber

estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su

cuerpo.

En ese entonces no hablábamos mucho de Rocamadour, el placer era egoísta y

nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de

sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada

instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos

recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para

que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano

descascarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o

tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados. El desorden en

que vivíamos, es decir el orden en que un bidé se va convirtiendo por obra

natural y paulatina en discoteca y archivo de correspondencia por contestar, me

parecía una disciplina necesaria aunque no quería decírselo a la Maga. Me había

llevado muy poco comprender que a la Maga no había que plantearle la realidad

en términos metódicos, el elogio del desorden la hubiera escandalizado tanto

como su denuncia. Para ella no había desorden, lo supe en el mismo momento en

que descubrí el contenido de su bolso (era en un café de la rue Réaumur, llovía y

empezábamos a desearnos), mientras que yo lo aceptaba y lo favorecía después

de haberlo identificado; de esas desventajas estaba hecha mi relación con casi

todo el mundo, y cuántas veces, tirado en una cama que no se tendía en muchos

días, oyendo llorar a la Maga porque en el metro un niño le había traído el

recuerdo de Rocamadour, o viéndola peinarse después de haber pasado la tarde

frente al retrato de Leonor de Aquitania y estar muerta de ganas de parecerse a

ella, se me ocurría como una especie de eructo mental que todo ese abecé de mi

vida era una penosa estupidez porque se quedaba en mero movimiento

dialéctico, en la elección de una inconducta en vez de una conducta, de una

módica indecencia en vez de una decencia gregaria. La Maga se peinaba, se

despeinaba, se volvía a peinar. Pensaba en Rocamadour; cantaba algo de Hugo

Wolf (mal), me besaba, me preguntaba por el peinado, se ponía a dibujar en un

papelito amarillo, y todo eso era ella indisolublemente mientras yo ahí, en una

cama deliberadamente sucia, bebiendo una cerveza deliberadamente tibia, era siempre yo y mi vida, yo con mi vida frente a la vida de los otros. Pero lo mismo

estaba bastante orgulloso de ser un vago consciente y por debajo de lunas y

lunas, de incontables peripecias donde la Maga y Ronald y Rocamadour, y el

Club y las calles y mis enfermedades morales y otras piorreas, y Berthe Trépat y

el hambre a veces y el viejo Trouille que me sacaba de apuros, por debajo de

noches vomitadas de música y tabaco y vilezas menudas y trueques de todo

género, bien por debajo o por encima de todo eso no había querido fingir como

los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o

cualquier otra etiqueta igualmente podrida, y tampoco había querido aceptar

que bastaba un mínimo de decencia (¡decencia, joven!) para salir de tanto

algodón manchado. Y así me había encontrado con la Maga, que era mi testigo y

mi espía sin saberlo, y la irritación de estar pensando en todo eso y sabiendo que

como siempre me costaba mucho menos pensar que ser, que en mi caso el ergo de

la frasecita no era tan ergo ni cosa parecida, con lo cual así íbamos por la orilla

izquierda, la Maga sin saber que era mi espía y mi testigo, admirando

enormemente mis conocimientos diversos y mi dominio de la literatura y hasta

del jazz cool, misterios enormísimos para ella. Y por todas esas cosas yo me sentía

antagónicamente cerca de la Maga, nos queríamos en una dialéctica de imán y

limadura, de ataque y defensa, de pelota y pared. Supongo que la Maga se hacía

ilusiones sobre mí, debía creer que estaba curado de prejuicios o que me estaba

pasando a los suyos, siempre más livianos y poéticos. En pleno contento

precario, en plena falsa tregua, tendí la mano y toqué el ovillo París, su materia

infinita arrollándose a sí misma, el magma del aire y de lo que se dibujaba en la

ventana, nubes y buhardillas; entonces no había desorden, entonces el mundo

seguía siendo algo petrificado y establecido, un juego de elementos girando en

sus goznes, una madeja de calles y árboles y nombres y meses. No había un

desorden que abriera puertas al rescate, había solamente suciedad y miseria,

vasos con restos de cerveza, medias en un rincón, una cama que olía a sexo y a

pelo, una mujer que me pasaba su mano fina y transparente por los muslos, retardando la caricia que me arrancaría por un rato a esa vigilancia en pleno

vacío. Demasiado tarde, siempre, porque aunque hiciéramos tantas veces el amor

la felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este

placer, un aire como de unicornio o isla, una caída interminable en la

inmovilidad. La Maga no sabía que mis besos eran como ojos que empezaban a

abrirse más allá de ella, y que yo andaba como salido, volcado en otra figura del

mundo, piloto vertiginoso en una proa negra que cortaba el agua del tiempo y la

negaba.

En esos días del cincuenta y tantos empecé a sentirme como acorralado entre

la Maga y una noción diferente de lo que hubiera tenido que ocurrir. Era idiota

sublevarse contra el mundo Maga y el mundo Rocamadour, cuando todo me

decía que apenas recobrara la independencia dejaría de sentirme libre. Hipócrita

como pocos, me molestaba un espionaje a la altura de mi piel, de mis piernas, de

mi manera de gozar con la Maga, de mis tentativas de papagayo en la jaula

leyendo a Kierkegaard a través de los barrotes, y creo que por sobre todo me

molestaba que la Maga no tuviera conciencia de ser mi testigo y que al contrario

estuviera convencida de mi soberana autarquía; pero no, lo que verdaderamente

me exasperaba era saber que nunca volvería a estar tan cerca de mi libertad como

en esos días en que me sentía acorralado por el mundo Maga, y que la ansiedad

por liberarme era una admisión de derrota. Me dolía reconocer que a golpes

sintéticos, a pantallazos maniqueos o a estúpidas dicotomías resecas no podía

abrirme paso por las escalinatas de la Gare de Montparnasse adonde me

arrastraba la Maga para visitar a Rocamadour. ¿Por qué no aceptar lo que estaba

ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones de orden y de

desorden, de libertad y Rocamadour como quien distribuye macetas con

geranios en un patio de la calle Cochabamba? Tal vez fuera necesario caer en lo

más profundo de la estupidez para acertar con el picaporte de la letrina o del

Jardín de los Olivos. Por el momento me asombraba que la Maga hubiera podido

llevar la fantasía al punto de llamarle Rocamadour a su hijo. En el Club nos habíamos cansado de buscar razones, la Maga se limitaba a decir que su hijo se

llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mucho mejor

llamarlo Rocamadour y mandarlo al campo para que lo criaran en nourrice. A

veces la Maga se pasaba semanas sin hablar de Rocamadour, y eso coincidía

siempre con sus esperanzas de llegar a ser una cantante de lieder. Entonces

Ronald venía a sentarse al piano con su cabezota colorada de cowboy, y la Maga

vociferaba Hugo Wolf con una ferocidad que hacía estremecerse a madame

Noguet mientras, en la pieza vecina, ensartaba cuentas de plástico para vender

en un puesto del Boulevard de Sébastopol. La Maga cantando Schumann nos

gustaba bastante, pero todo dependía de la luna y de lo que fuéramos a hacer esa

noche, y también de Rocamadour porque apenas la Maga se acordaba de

Rocamadour el canto se iba al diablo y Ronald, solo en el piano, tenía todo el

tiempo necesario para trabajar sus ideas de bebop o matarnos dulcemente a

fuerza de blues.

No quiero escribir sobre Rocamadour, por lo menos hoy, necesitaría tanto

acercarme mejor a mí mismo, dejar caer todo eso que me separa del centro.

Acabo siempre aludiendo al centro sin la menor garantía de saber lo que digo,

cedo a la trampa fácil de la geometría con que pretende ordenarse nuestra vida

de occidentales: Eje, centro, razón de ser, Omphalos, nombres de la nostalgia

indoeuropea. Incluso esta existencia que a veces procuro describir, este París

donde me muevo como una hoja seca, no serían visibles si detrás no latiera la

ansiedad axial, el reencuentro con el fuste. Cuantas palabras, cuántas

nomenclaturas para un mismo desconcierto. A veces me convenzo de que la

estupidez se llama triángulo, de que ocho por ocho es la locura o un perro

Abrazado a la Maga, esa concreción de nebulosa, pienso que tanto sentido tiene

hacer un muñequito con miga de pan como escribir la novela que nunca escribiré

o defender con la vida las ideas que redimen a los pueblos. El péndulo cumple su

vaivén instantáneo y otra vez me inserto en las categorías tranquilizadoras:

muñequito insignificante, novela trascendente, muerte heroica. 

Los pongo en fila, de menor a mayor: muñequito, novela, heroísmo. 

Pienso en las jerarquías de

valores tan bien exploradas por Ortega, por Scheler: lo estético, lo ético, lo

religioso. Lo religioso, lo estético, lo ético. Lo ético, lo religioso, lo estético. El

muñequito, la novela. La muerte, el muñequito. La lengua de la Maga me hace

cosquillas. Rocamadour, la ética, el muñequito, la Maga. La lengua, la cosquilla,

la ética.

 

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