Quinquela Martín

sábado, 11 de diciembre de 2021

"El Hablador" de Mario Vargas Llosa

 I

Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que

el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada. Había

visitado la reconstruida casa de Dante, la iglesita de San Martino del Vescovo y la callejuela

donde la leyenda dice que aquél vio por primera vez a Beatrice, cuando, en el pasaje de

Santa Margherita, una vitrina me paró en seco: arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro

con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma de algodón silvestre. Pero

fueron tres o cuatro fotografías las que me devolvieron, de golpe, el sabor de la selva peruana.

Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles canoas, las endebles cabañas sobre

pilotes y los almácigos de hombres y mujeres, semidesnudos y pintarrajeados, contemplándome

fijamente desde sus cartulinas brillantes.

Naturalmente, entré. Con un extraño cosquilleo y el presentimiento de estar haciendo

una estupidez, arriesgándome por una curiosidad trivial a frustrar de algún modo el proyecto

tan bien planeado y ejecutado hasta ahora –leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista

durante un par de meses, en irreductible soledad–, a provocar una de esas discretas

hecatombes que, de tanto en tanto, ponen mi vida de cabeza. Pero, naturalmente, entré.

La galería era minúscula. Un solo cuarto de techo bajo en el que, para poder exhibir

todas las fotografías, habían añadido dos paneles, atiborrados también de imágenes por

ambos lados. Una muchacha flaca, de anteojos, sentada detrás de una mesita, me miró.

¿Se podía visitar la exposición «I nativi della foresta amazónica»?

–Ceno. Avanti, avanti.

No había objetos en el interior de la galería, sólo fotos, lo menos una cincuentena, la

mayoría bastante grandes. Carecían de leyendas, pero alguien, acaso el mismo Gabriele

Malfatti, había escrito un par de cuartillas indicando que las fotografías fueron tomadas en el

curso de un viaje de dos semanas por la región amazónica de los departamentos del Cusco

y de Madre de Dios, en el Oriente peruano. El artista se había propuesto describir, «sin demagogia

ni esteticismo», la existencia cotidiana de una tribu que, hasta hacía pocos años,

vivía casi sin contacto con la civilización, diseminada en unidades de una o dos familias. Sólo

en nuestros días comenzaba a agruparse en esos lugares documentados por la muestra,

pero muchos permanecían aún en los bosques. El nombre de la tribu estaba castellanizado

sin errores: los machiguengas.

Las fotos materializaban bastante bien el propósito de Malfatti. Allí estaban los machiguengas

lanzando el arpón desde la orilla del río, o, semiocultos en la maleza, preparando el

arco en pos del ronsoco o la huangana; allí estaban, recolectando yucas en los diminutos

sembríos desparramados en torno a sus flamantes aldeas –acaso las primeras de su larga

historia–, rozando el monte a machetazos y entreverando las hojas de las palmeras para

techar sus viviendas. Una ronda de mujeres tejía esteras y canastas: otra preparaba coronas,

engarzando vistosas plumas de loros y guacamayos en aros de madera. Allí estaban,

decorando minuciosamente sus caras y sus cuerpos con tintura de achiote, haciendo fogatas,

secando unos cueros, fermentando la yuca para el masato en recipientes en forma de

canoa. Las fotos mostraban con elocuencia cuán pocos eran en esa inmensidad de cielo,

agua y vegetación que los rodeaba, su vida frágil y frugal, su aislamiento, su arcaísmo, su

indefensión. Era verdad: sin demagogia ni esteticismo.

Esto que voy a decir no es una invención a posteriori ni un falso recuerdo. Estoy seguro

de que pasaba de una foto a la siguiente con una emoción que, en un momento dado, se

volvió angustia. ¿Qué te pasa? ¿Qué podrías encontrar en estas imágenes que justifique

semejante ansiedad?

Desde las primeras fotos había reconocido los claros donde se alzan Nueva Luz y

Nuevo Mundo –no hacía tres años que había estado en ellos– e, incluso, al ver una panorámica

del último de estos lugares, la memoria me resucitó en el acto la sensación de catástrofe

con que viví el aterrizaje acrobático que hicimos allí, aquella mañana, en el Cessna del

Instituto Lingüístico, esquivando niños machiguengas. También me había parecido reconocer

algunas caras de los hombres y mujeres con quienes, ayudado por Mr. Schneil, conversé.

Y esto fue una certidumbre cuando, en otra de las fotografías, vi, con la misma barriguita

hinchada y los mismos ojos vivos que conservaba en mi recuerdo, al niño de boca y nariz

comidas por la uta. Mostraba a la cámara, con la misma inocencia y naturalidad con que nos

lo había mostrado a nosotros, ese hueco con colmillos, paladar y amígdalas que le daba un

aire de fiera misteriosa.

La fotografía que esperaba desde que entré a la galería, apareció entre las últimas. Al

primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en

círculo, a la manera amazónica –parecida a la oriental: las piernas en cruz, flexionadas horizontalmente,

el tronco muy erguido–, y bañados por una luz que comenzaba a ceder, de

crepúsculo tornándose noche, estaba hipnóticamente concentrada. Su inmovilidad era absoluta.

Todas las caras se orientaban, como los radios de una circunferencia, hacia el punto

central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados

por ella, hablaba, moviendo los brazos. Sentí frió en la espalda. Pensé: «¿Cómo consiguió

este Malfatti que le permitieran, cómo hizo para...?» Bajé, acerqué mucho la cara a la

fotografía. Estuve viéndola, oliéndola, perforándola con los ojos y la imaginación hasta que

noté que la muchacha de la galería se levantaba de su mesita y venía hacia mí, inquieta.

Haciendo un esfuerzo por serenarme le pregunté si las fotografías se vendían. No,

creía que no. Eran de la Editorial Rizzoli. Iba a publicar un libro con ellas, parecía. Le pedí

que me pusiera en contacto con el fotógrafo. No iba a ser posible, desgraciadamente:

–II signore Gabriele Malfatti é morto.

¿Muerto? Sí. De unas fiebres. Un virus contraído en aquellas selvas, forse. ¡El pobre!

Era un fotógrafo de modas, había trabajado para Vogue, para Uomo, revistas así, fotografiando

modelos, muebles, joyas, vestidos. Se había pasado la vida soñando con hacer algo

distinto, más personal, como este viaje a la Amazonía. Y cuando al fin pudo hacerlo y le iban

a publicar un libro con su trabajo ¡se moría! Y, ahora, le dispiaceva, pero era la hora del

pranzo y tenía que cerrar.

Le agradecí. Antes de salir a enfrentarme una vez más con las maravillas y las hordas

de turistas de Firenze, todavía alcancé a echar una última ojeada a la fotografía. Sí. Sin la

menor duda. Un hablador.

"La canción perdida" de Roberto Obregón

 

Aprehender, sí. Primero asimilando
los matices y contornos ocultos.
Lo húmedo, lo tibio, y sí soy afortunado
el rumor de tu sangre abriendo zanja en la vida.

Loco de mí. Inocente. Como si teniéndote
sería yo el señor de tus trigales
y tus bosques de abedul copados de nieve.

Como si estrujando en mis manos
un ramo de espesa malaquita,
o segando una espiga de ámbar
y el aliento de la estepa en el vino,
desvelara tus rosadas yemas impresas en mi piel
y disolviera tu trayecto en mis pasos.

Pobre de mí. Y qué formas más antiguas
de tenderte una celada a las ciegas
y remotas fuerzas de la tierra.
Qué manera más primaria de cazar las cosas.

Loco. Grabo tu adjetivo y tu risa,
tus piernas en la lluvia
y la comisura de tus labios tristes.
Desentraño con presteza tu imagen
y en seguida, como lo hacían mis abuelos
en las grutas cuajadas de estalactita
(allá en Cobán), bailo sobre un solo pie
ante los primerísimos jaguares
que se introdujeron en el arte,
ante los tecolotes y las monos y las culebras
para siempre inmovilizadas en la piedra.

Loco de mí -me parece discurrir
antes de la gran claridad,
y creo haber penetrado lo oscuro.

Solamente porque he logrado dos, tres líneas
y haber recogido tu levadura en mi palabra,
por haber capturado a todo un pueblo
introduciendo mi mano en ti.
Nada más por haber agarrado tu carne
el pulso herido de la tierra.

Desgraciado de mí: construí un calabozo
para enlazarte.
Y en él me he quedado encerrado
y gritando por salir de tu pecho.

"Más allá del amor" de Octavio Paz

 

Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra;
la conciencia, la transparencia traspasada,
la mirada ciega de mirarse mirar;
las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la yerba,
el agua, la piel;
nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,
murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.

Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,
ni el delirio y su espuma profética,
ni el amor con sus dientes y uñas nos bastan.
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.

Afuera la noche respira, se extiende,
llena de grandes hojas calientes,
de espejos que combaten:
frutos, garras, ojos, follajes,
espaldas que relucen,
cuerpos que se abren paso entre otros cuerpos.

Tiéndete aquí a la orilla de tanta espuma,
de tanta vida que se ignora y se entrega:
tú también perteneces a la noche.
Extiéndete, blancura que respira,
late, oh estrella repartida,
copa,
pan que inclinas la balanza del lado de la aurora,
pausa de sangre entre este tiempo y otro sin medida.

"Amor inaccesible" de Yanira Soundy

 

En esta cárcel de mi alma giro sin huellas.

Soy la rosa ya palidecida, la hoja temerosa que tiembla entre tus alas, un nido vacío.

Detrás de mí, están el suspiro largo y frío, una lejana música, ardida piel prohibida.

Soy un amor de soledad, lleno de sombra, una fría ceniza de ilusión, un vuelo silencioso.

Soy ese amor que corre por las noches largas de ánforas plenas y ritmos azules.

Quisiera tocarte, y quedarme en tus oídos, con el aire de mis palabras.

Amor primero, íntimo, tan mío.

"Nunca antes de la fiesta" de Zoé Valdés

 

A Horacio Oliveira

Te dije nos veremos y no ocurrió, tú tenías tu piel enferma de vida. Hay copas manchadas y ceniceros sucios que también son el amor el recuerdo. Pero estoy sin gatos en esta ciudad donde prometimos encontrarnos, estoy sin poemas sin necesidad sin mar. No hay invitaciones, tanto que me gusta envejecer en los cines. Te dije nos veremos, yo con mi vida saludable de piel. Hay canciones que te estoy buscando sin parar, algún jazz algún Mozart, algún caracol para oír las olas. Pero no ocurre. A veces me peino para estar hermosa, en esta sociedad donde peinarse no hace hermosa a la mujer. Me peino para ti, como si fuéramos a una fiesta donde íbamos a estar, saludables los dos. Me peino para besarte, y estar en algún amable lugar del mundo nunca antes de encontrarte.

"Casa de otoño" de Santiago Molina


En nuestra casa

el frescor silencioso

del otoño es bienvenido.

Ha regresado, Amor, a desnudarnos

desde las tierras perdidas de la última vendimia

para que abandonemos las bicicletas bajo la sombra

de los puentes,

la pajarería de luces sobre los trigales de agosto,

el traje y el sombrero con que paseamos

por las calles amarillas del verano,

porque ahora hay que corretear desnudos

como forasteros en una ciudad deshojada.

Mira cómo las hojas entran sigilosas por la ventana

y cómo arden al tocar nuestros cuerpos,

llamaradas de tardes con castaños llenos de golondrinas;

mirémonos en el agua de esta estación transparente,

leamos a Vallejo sin pan ni camisa para abofetear lo triste,

saltemos las butacas y la escala donde crece la hiedra

porque los pasos del tiempo, su silencio,

están en el remanso de los rincones del aire.

Por eso, Amor, nuestro trabajo de hoy es el del viento

o el de un barrendero de Kansas o Varsovia:

limpiar de hojas la casa en este otoño de techos rojos.


Santiago Molina, poeta nicaragüense.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

"Me sirve y no me sirve" de Mario Benedetti

 

Me sirve y no me sirve La esperanza tan dulce, tan pulida, tan triste, la promesa tan leve, no me sirve. No me sirve tan mansa la esperanza

La rabia tan sumisa, tan débil, tan humilde, el furor tan prudente no me sirve. No me sirve Tan sabia tanta rabia.

El grito tan exacto si el tiempo lo permite, alarido tan pulcro no me sirve. No me sirve tan bueno Tanto trueno

El coraje tan dócil la bravura tan chirle, la intrepidez tan lenta no me sirve. No me sirve tan fría la osadía.

Si me sirve la vida que es vida hasta morirse, y el corazón alerta sí me sirve. Me sirve cuando avanza la confianza.

Me sirve tu mirada que es generosa y firme, y tu silencio franco sí me sirve. Me sirve la medida de tu vida.

Me sirve tu futuro que es un presente libre, y tu lucha de siempre sí me sirve. Me sirve tu batalla sin medalla.

Me sirve la modestia de tu orgullo posible, y tu mano segura sí me sirve. Me sirve tu sendero, compañero.

"El fuego perdido (I)" de Roberto Obregón

 esta señal de la aurora

 la traían en su corazón

Popl Vuh III, cap. VI

No podemos encender la hoguera Mojado está el bosque podridos están los troncos No podemos quebrar los colmillos del frío Arrancar Y recobrar nuestros huesos entumecidos En la humedad en el agua nos ha tocado prender la hoguera En la oscuridad en la noche nosotros somos la región más espesa A oscuras sesionamos bajo la helada Y conferenciamos sobre nuestro qué hacer De cómo allí los muertos continúan jugando un gran papel en la guerra De qué manera se escogen entre todos Quiénes llevarán a la espalda el mayor peso en los ratos de agudo peligro Acérquense los del fuego Los enamorados de la vida nos calentaremos con estos nuestros corazones Hechos leña bajo este rudo temporal Pero contentos


Roberto Obregón, poeta nacido en Guatemala.

"Diálogo con el Maestro - El Sexo 2" de Paulo Coelho

(continúo la trascripción de notas de mis conversaciones con J., en el período de

1982 a 1990).


- Ya que tenemos que cambiar nuestra actitud con relación al sexo, ¿cuál es el

primer paso?

- Ya te lo dije: la entrega. Las personas piensan que, antes de permitirse cualquier

placer, necesitan resolver todos sus problemas, y no es exactamente así. Las

personas solo resuelven sus problemas cuando se permiten ser ellas mismas.

Sucede, sin embargo, una cosa muy curiosa: en el acto sexual somos

extremadamente generosos, y nuestra mayor preocupación es justamente con

respecto a nuestra pareja. Pensamos que no conseguiremos darle el placer que

se merece, y a partir de ahí nuestro placer también disminuye o desaparece por

completo.

- ¿No es un acto de amor, como decías?

- Depende. En verdad es un acto de culpa, de encontrarse siempre por debajo de

las expectativas de los otros. En una situación como esa, la palabra “expectativa”

debe ser desterrada por completo. Si estamos dando lo mejor de nosotros

mismos, no hay de qué preocuparse.

Es preciso ser conscientes de que cuando dos cuerpos se encuentran, están

entrando juntos en un territorio desconocido. Transformar eso en una experiencia

cotidiana es perder la maravilla de la aventura.

Si, entretanto, nos dejamos guiar en este viaje, terminaremos descubriendo

horizontes que nunca hubiéramos podido imaginar que existieran”.

- ¿ Existe alguna llave?

- La primera es: tú no estás solo. Si la otra persona te ama, está sintiendo las

mismas dudas, por más segura que pueda parecer.

La segunda: abre la caja secreta de tus fantasías y no tengas miedo de

aceptarlas. No existe un patrón sexual, y tú necesitas encontrar el tuyo,

respetando solamente una prohibición: jamás hacer nada sin el consentimiento del

otro.

La tercera: da a lo sagrado el sentido de lo sagrado. Para eso es necesario tener

la inocencia de un niño y aprender a aceptar el milagro como una bendición. Sé

creativo, purifica tu alma a través de rituales que tú mismo inventas – como crear

un espacio sagrado, hacer ofrendas, aprender a reír junto al otro para romper las

barreras de la inhibición. Entiende que lo que estás haciendo es una manifestación

de la energía de Dios.

La cuarta: explora tu lado opuesto. Si eres hombre, procura a veces pensar y

actuar como una mujer, y viceversa.

La quinta: entiende que el orgasmo físico no es exactamente el único objetivo de

una relación sexual, sino una consecuencia, que puede suceder o no. El placer

nada tiene que ver con el orgasmo, sino con el encuentro.

La sexta: sé como un río, fluyendo entre dos márgenes opuestas, como montaña y

arena. De un lado está la tensión natural, del otro está la relajación completa.

La séptima: identifica tus miedos, y compártelos con tu pareja.

Y, finalmente, la octava: permítete sentir placer. Así como estás ansioso para dar,

la otra persona también quiere hacer lo mismo. Si cuando dos cuerpos se

encuentran, ambos quieren dar y recibir, los problemas desaparecen.

Dice Alejandro Lowen que el comportamiento natural del ser humano es estar

abierto a la vida y al amor. Sin embargo, nuestra cultura nos hace creer que no es

así, que debemos estar cerrados y desconfiados. Pensamos que actuando de esta

manera no seremos heridos por las sorpresas de la vida pero lo que sucede en

realidad es que no la estamos aprovechando nada.

"Derrochador de encanto" de William Shakespeare

 

Derrochador de encanto, ¿por qué gastas
en ti mismo tu herencia de hermosura?
Naturaleza presta y no regala,
y, generosa, presta al generoso.

Luego, bello egoísta, ¿por qué abusas
de lo que se te dio para que dieras?
Avaro sin provecho, ¿por qué empleas
suma tan grande, si vivir no logras?

Al comerciar así sólo contigo,
defraudas de ti mismo a lo más dulce.
Cuando te llamen a partir, ¿Qué saldo
podrás dejar que sea tolerable?

Tu belleza sin uso irá a la tumba;
usada, hubiera sido tu albacea.

"La rosa eterna" de Xavier Abril

 

En la mañana vacía
vestida de su alborada;
en la tarde fenecía
cual la rosa de la nada.

Estaba abierta de día,
de noche estaba cerrada;
cantaba como gemía,
sentía cuanto lloraba,

La flor del mundo ignorada,
que sólo el alma adivina,
de su tallo se alejaba
a ser la rosa divina.

"Vuelvo a clavar" de Pilar Adón

 

Vuelvo a clavar por los marcos
rajados de humedad
las chinchetas de cabezas rosadas
y puntas fieles
que ingresan en la madera
y se asientan como flechas
para soportar el peso invariable
de las manitas
de mis muñecas.
Con vestidos de niña
aterciopelada.

Vuelvo a observar el susto aterrado
de las caras andrajosas
de mis muñecas hembras.
Y vuelvo a temer (imaginar)
un temblor en sus ojos.
De harina.

sábado, 13 de noviembre de 2021

“Rayuela” de Julio Cortázar

 

9.

Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Lloviznaba, y la Maga se

colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su impermeable que

olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible explicación del mundo por

la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el brazo por la cintura de la

Maga. También eso podía ser una explicación, un brazo apretando una pintura

fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve de los músculos como un

lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada, te quie-ro te quie-ro te

quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer. «Y después siempre, la

cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la Maga hubiera podido

comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo exasperaba, inútil

obediencia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la cintura, ese pelo mojado

contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga para caminar arrinconada

contra él. En el principio fue la cópula, violar es explicar pero no siempre

viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que ese te quie-ro te quie-ro

fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo recomienza, no hay un absoluto.

Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en crisis. El deseo cada

tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo

para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego, arder eternamente en la

contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un lenguaje desaforado.»

—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no nombran las cosas ni

siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama casa, como decía el de

Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.

—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.

—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.

—Este animal cree que no hay más sentido que la vista y sus consecuencias —

dijo Perico.

—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo Etienne—. Yo pinto

con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de tu Cervantes o tu Tirso

de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las explicaciones, el Logos

entendido exclusivamente como verbo.

—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de los sentidos, el de

ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó todavía más contra él.

«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó Oliveira. «Necesita

frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una especie de ternura

rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad misma. «Había que

inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en este mundo las síntesis

últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela. Lástima,

haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la antimateria que

tanto da que pensar a Gregorovius.»

—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó Oliveira.

Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.

—Fijate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a él se acaban los

signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los beneficios de la cultura.

La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian, mientras que para

Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para refinados. Un chino,

realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante, bien desnudo,

y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas, las alusiones, los

terrores o las delicias están completamente de más.

—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—. A mí me parece que es

injusto con Klee.

—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto —dijo Oliveira,

aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa. No hagas en seguida una

cuestión personal.

—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas no sirven para

Mondrian.

—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de Klee te reclama un

diploma ès lettres, o por lo menos ès poésie, en tanto que Mondrian se conforma

con que uno se mondrianice y se acabó.

—No es eso —dijo Etienne.

—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela de Mondrian se basta

a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu experiencia. Hablo de

inocencia edénica, no de estupidez. Fijate que hasta tu metáfora sobre estar

desnudo delante del cuadro huele a preadamismo. Paradójicamente Klee es

mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del espectador, no se

basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian atemporalidad. Y vos

te morís por lo absoluto. ¿Te explico?

—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.

—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la puñeta, que vive por el

demonio.

—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de hurtarle el cuerpo a la

cellisca.

—Ya empiezas. Casi prefiero tu yuvia y tu gayina, coño. Cómo yueve en

Buenos Aires. El tal Pedro de Mendoza, mira que ir a colonizaros a vosotros.

—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedrita de charco en charco—.

¿Qué es un absoluto, Horacio?

—Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momento en que algo logra su

máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido, y deja por

completo de ser interesante.

—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está hecho una sopa de algas.

Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que desembocaba en la esquina

de la rue de Babylone, cargando como de costumbre con un portafolios

atiborrado de libros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo el farol (y parecían

estar tomando una ducha juntos), saludándose con cierta solemnidad. En el

portal de la casa de Ronald hubo un interludio de cierraparaguas comment ça va

a ver si alguien enciende un fósforo está rota la minuterie qué noche inmunda ah

oui c’est vache, y una ascensión más bien confusa interrumpida en el primer

rellano por una pareja sentada en un peldaño y sumida profundamente en el

acto de besarse.

—Allez, c’ést pas une heure pour faire les cons —dijo Etienne.

—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez, montez, ne vous gênez

pas. Ta bouche, mon trésor.

—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un gran amigo mío.

En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cada uno con una vela en la

mano y oliendo a vodka barato. Wong hizo una seña, todo el mundo se detuvo

en la escalera, y brotó a capella el himno profano del Club de la Serpiente.

Después entraron corriendo en el departamento, antes de que empezaran a

asomarse los vecinos.

Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente en camisa a cuadros.

—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A las diez de la noche se instala

aquí el dios Silencio, y guay del que lo sacrilegue. Ayer subió a increparnos un

funcionario. Babs, ¿qué nos dice el digno señor?

—Nos dice: «Quejas reiteradas.»

—¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entreabriendo la puerta para que

entrara Guy Monod.

—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfecto corte de mangas y un

violento pedo oral.

—¿Y tu chica? —preguntó Ronald.

—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo que se ha ido,

estábamos lo más bien en la escalera, y de golpe. Más arriba no estaba. Bah, qué

importa, es Suiza.


“Geneviève” de Osvaldo Soriano

  

Dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que era el profesor más querido

del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio descalabrado y decía: "Y ahora, a visitar la

materia". Los alumnos sabíamos lo que quería decir. Los primeros aplausos y vivas venían de

los bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera vez el año y estaban en edad de

conscripción.

Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo

silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado

que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque

temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de

noviembre.

Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos".

Con la llegada de la primavera florería también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se

relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes

del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en

la cancha vecina. Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no

darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la

puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios

como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo

camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba,

como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El

Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso

afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje

azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier

corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que

por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto

establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.

Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce;

los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de

amonestaciones, pero jugábamos bien al fútbol.

No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía

la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos

del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos

nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la

tiza acompañándola de un "señor" que jamás sonó socarrón.

Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que

respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos

se resignan a las noches interminables.

Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas

cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio

estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda

que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a

cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y

nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para

pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta

kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o

colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del

puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar. Juntábamos el

primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco

Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo, que no era mucho, y se

iba a parlamentar con la Gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era

dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra

mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por

virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera,

que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara

de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y

consentimiento.

Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió

delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de

pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una

cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e

intactos como un postre de chocolate.

Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me

pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras

que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, qué

era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos

viéramos las caras me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los

otros clientes esperaban en el vestíbulo Supe esa noche que se llamaba Geneviéve, que era

francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas

en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía

varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con

escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El

sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.

Geneviéve se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado

algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra

de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre

de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas. 

La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su

tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las

cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella —que soñaba en vano con volver a ver

el Mediterráneo— y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.

No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la

correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras

mujeres lo conservan en el rictus amargo de los labios. Pero aquella tarde de primavera en

que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni

habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de

ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna.

Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros

esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de

cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco

hubiera hecho el gol.

Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era

complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el

Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba.

Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo

del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sandwich.

Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de

la Gorda Zulema imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que

el corazón de su Geneviéve sé endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que

ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en

vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad:

no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las

manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en

la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el

desierto.

Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían

enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue

curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba. Por fin, cuando hicimos

el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios

hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió —dijo

alguien—; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."

La Zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían

construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema

estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer

viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de

rechinar los dientes?

“Oráculo” de Octavio Armand

 

Está escrito que los que no tienen futuro
no pueden conocer su futuro.
Por piedad los que no tienen futuro no pueden conocer su futuro.
Pero tú no eres un desheredado, tú tienes futuro,
tú ya sólo tienes futuro.

Entre los dioses se derraman los granos de sal,
las nubes se dispersan en formas cada vez más caprichosas,
chocan contra la pared los huesecillos marcados,
en el carcaj cada una de las tres flechas da en el blanco,
sube en lentas espirales el humo de la carne quemada,
las gotas de cera caliente arremolinan la superficie del agua,
arde la cabeza de burro y los demonios están a punto de hablar,
chisporrotean las hojas de laurel,
le quitan la venda al niño y el espejo se llena de presagios.

Escucha cómo estallan en la palma de la mano unos pétalos de rosa.
Mira cómo entre el anillo de Numa Pompilio en la copa de agua;
mira cómo el gallo salta en el círculo de trigo.
Mira, la semilla de amapola cae sobre las brasas
y se retuercen las vísceras de tu peor enemigo.
Observa cómo el reo lentamente mastica asustado pan de cebada.

Todo está escrito para ti.
No hay mancha o movimiento
que no sea una tenue o fugaz línea de tu libro.
El relámpago mismo es una de ellas.
Todo, absolutamente todo, es huella tuya.
Dondequiera que estés, estás en Delfos, estás en Dodona.
Cuanto toques o veas o respires es un libro, un solo libro.

Todo está escrito para ti.
Tu sueño no se queda encerrado en la noche.
En tu noche ya amaneció, en tu noche ya es de día,
hay siempre un gran sol en tu noche.
La mujer embarazada lee el temblor de la llama en el agua.
En el altar de sacrificios pican el hígado.
Ya es ayer y mañana y hoy y toda tu vida.
Relinchan los caballos
y las entrañas del pescado.
La tormenta no desperdicia sus rayos.
Suenan ya las marcas adornadas con plumas.
Los muertos escuchan cada pregunta tuya
con sus enormes orejas de ceniza.
La serpiente se mueve estirando el metal de sus anillos
y escribe lo que también está escrito en las letras de tu nombre
y en el vuelo de las aves.

Mírate en todos estos espejos.
No hay nada que no sea sombra tuya.
No hay nada que no se parezca a tu sombra:
un libro abierto al azar,
las cartas con su escalonada sorpresa,
el Y King,
las llamas que mantienen su verdad como un número,
las líneas de la mano que repiten las líneas de la mano,
el golpe exacto de los dados,
la vara de avellano que nos acerca al manantial,
el dedo que tal vez cae como una flecha sobre este verso.