Quinquela Martín

sábado, 13 de noviembre de 2021

“Rayuela” de Julio Cortázar

 

9.

Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Lloviznaba, y la Maga se

colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su impermeable que

olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible explicación del mundo por

la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el brazo por la cintura de la

Maga. También eso podía ser una explicación, un brazo apretando una pintura

fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve de los músculos como un

lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada, te quie-ro te quie-ro te

quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer. «Y después siempre, la

cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la Maga hubiera podido

comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo exasperaba, inútil

obediencia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la cintura, ese pelo mojado

contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga para caminar arrinconada

contra él. En el principio fue la cópula, violar es explicar pero no siempre

viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que ese te quie-ro te quie-ro

fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo recomienza, no hay un absoluto.

Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en crisis. El deseo cada

tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo

para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego, arder eternamente en la

contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un lenguaje desaforado.»

—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no nombran las cosas ni

siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama casa, como decía el de

Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.

—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.

—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.

—Este animal cree que no hay más sentido que la vista y sus consecuencias —

dijo Perico.

—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo Etienne—. Yo pinto

con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de tu Cervantes o tu Tirso

de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las explicaciones, el Logos

entendido exclusivamente como verbo.

—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de los sentidos, el de

ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó todavía más contra él.

«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó Oliveira. «Necesita

frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una especie de ternura

rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad misma. «Había que

inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en este mundo las síntesis

últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela. Lástima,

haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la antimateria que

tanto da que pensar a Gregorovius.»

—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó Oliveira.

Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.

—Fijate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a él se acaban los

signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los beneficios de la cultura.

La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian, mientras que para

Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para refinados. Un chino,

realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante, bien desnudo,

y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas, las alusiones, los

terrores o las delicias están completamente de más.

—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—. A mí me parece que es

injusto con Klee.

—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto —dijo Oliveira,

aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa. No hagas en seguida una

cuestión personal.

—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas no sirven para

Mondrian.

—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de Klee te reclama un

diploma ès lettres, o por lo menos ès poésie, en tanto que Mondrian se conforma

con que uno se mondrianice y se acabó.

—No es eso —dijo Etienne.

—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela de Mondrian se basta

a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu experiencia. Hablo de

inocencia edénica, no de estupidez. Fijate que hasta tu metáfora sobre estar

desnudo delante del cuadro huele a preadamismo. Paradójicamente Klee es

mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del espectador, no se

basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian atemporalidad. Y vos

te morís por lo absoluto. ¿Te explico?

—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.

—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la puñeta, que vive por el

demonio.

—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de hurtarle el cuerpo a la

cellisca.

—Ya empiezas. Casi prefiero tu yuvia y tu gayina, coño. Cómo yueve en

Buenos Aires. El tal Pedro de Mendoza, mira que ir a colonizaros a vosotros.

—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedrita de charco en charco—.

¿Qué es un absoluto, Horacio?

—Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momento en que algo logra su

máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido, y deja por

completo de ser interesante.

—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está hecho una sopa de algas.

Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que desembocaba en la esquina

de la rue de Babylone, cargando como de costumbre con un portafolios

atiborrado de libros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo el farol (y parecían

estar tomando una ducha juntos), saludándose con cierta solemnidad. En el

portal de la casa de Ronald hubo un interludio de cierraparaguas comment ça va

a ver si alguien enciende un fósforo está rota la minuterie qué noche inmunda ah

oui c’est vache, y una ascensión más bien confusa interrumpida en el primer

rellano por una pareja sentada en un peldaño y sumida profundamente en el

acto de besarse.

—Allez, c’ést pas une heure pour faire les cons —dijo Etienne.

—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez, montez, ne vous gênez

pas. Ta bouche, mon trésor.

—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un gran amigo mío.

En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cada uno con una vela en la

mano y oliendo a vodka barato. Wong hizo una seña, todo el mundo se detuvo

en la escalera, y brotó a capella el himno profano del Club de la Serpiente.

Después entraron corriendo en el departamento, antes de que empezaran a

asomarse los vecinos.

Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente en camisa a cuadros.

—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A las diez de la noche se instala

aquí el dios Silencio, y guay del que lo sacrilegue. Ayer subió a increparnos un

funcionario. Babs, ¿qué nos dice el digno señor?

—Nos dice: «Quejas reiteradas.»

—¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entreabriendo la puerta para que

entrara Guy Monod.

—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfecto corte de mangas y un

violento pedo oral.

—¿Y tu chica? —preguntó Ronald.

—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo que se ha ido,

estábamos lo más bien en la escalera, y de golpe. Más arriba no estaba. Bah, qué

importa, es Suiza.


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