9.
Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau.
Lloviznaba, y la Maga se
colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su
impermeable que
olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible
explicación del mundo por
la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el brazo
por la cintura de la
Maga. También eso podía ser una explicación, un brazo
apretando una pintura
fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve de los
músculos como un
lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada, te
quie-ro te quie-ro te
quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer.
«Y después siempre, la
cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la Maga hubiera
podido
comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo
exasperaba, inútil
obediencia solitaria había dicho un poeta, tan tibia la
cintura, ese pelo mojado
contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga para
caminar arrinconada
contra él. En el principio fue la cópula, violar es explicar
pero no siempre
viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que ese te
quie-ro te quie-ro
fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo recomienza, no
hay un absoluto.
Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en
crisis. El deseo cada
tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra
cosa: trampa del tiempo
para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego, arder
eternamente en la
contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un
lenguaje desaforado.»
—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no nombran
las cosas ni
siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama
casa, como decía el de
Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo
soy.
—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.
—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.
—Este animal cree que no hay más sentido que la vista y sus
consecuencias —
dijo Perico.
—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo
Etienne—. Yo pinto
con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de
tu Cervantes o tu Tirso
de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las
explicaciones, el Logos
entendido exclusivamente como verbo.
—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de los
sentidos, el de
ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó
todavía más contra él.
«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó
Oliveira. «Necesita
frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una
especie de ternura
rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad
misma. «Había que
inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en
este mundo las síntesis
últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran
Logos vela. Lástima,
haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz
negra, la antimateria que
tanto da que pensar a Gregorovius.»
—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó
Oliveira.
Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.
—Fijate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a él se
acaban los
signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los
beneficios de la cultura.
La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian,
mientras que para
Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para
refinados. Un chino,
realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés
delante, bien desnudo,
y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las
cosquillas, las alusiones, los
terrores o las delicias están completamente de más.
—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—. A mí me
parece que es
injusto con Klee.
—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto
—dijo Oliveira,
aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa. No
hagas en seguida una
cuestión personal.
—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas no
sirven para
Mondrian.
—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de Klee te
reclama un
diploma ès lettres, o por lo menos ès poésie, en tanto que
Mondrian se conforma
con que uno se mondrianice y se acabó.
—No es eso —dijo Etienne.
—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela de
Mondrian se basta
a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu
experiencia. Hablo de
inocencia edénica, no de estupidez. Fijate que hasta tu
metáfora sobre estar
desnudo delante del cuadro huele a preadamismo.
Paradójicamente Klee es
mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del
espectador, no se
basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian
atemporalidad. Y vos
te morís por lo absoluto. ¿Te explico?
—No —dijo Etienne—. C’est vache comme il pleut.
—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la puñeta,
que vive por el
demonio.
—Apretemos el paso —lo remedó Oliveira—, cosa de hurtarle el
cuerpo a la
cellisca.
—Ya empiezas. Casi prefiero tu yuvia y tu gayina, coño. Cómo
yueve en
Buenos Aires. El tal Pedro de Mendoza, mira que ir a
colonizaros a vosotros.
—Lo absoluto —decía la Maga, pateando una piedrita de charco
en charco—.
¿Qué es un absoluto, Horacio?
—Mirá —dijo Oliveira—, viene a ser ese momento en que algo
logra su
máxima profundidad, su máximo alcance, su máximo sentido, y
deja por
completo de ser interesante.
—Ahí viene Wong —dijo Perico—. El chino está hecho una sopa
de algas.
Casi al mismo tiempo vieron a Gregorovius que desembocaba en
la esquina
de la rue de Babylone, cargando como de costumbre con un
portafolios
atiborrado de libros. Wong y Gregorovius se detuvieron bajo
el farol (y parecían
estar tomando una ducha juntos), saludándose con cierta
solemnidad. En el
portal de la casa de Ronald hubo un interludio de
cierraparaguas comment ça va
a ver si alguien enciende un fósforo está rota la minuterie
qué noche inmunda ah
oui c’est vache, y una ascensión más bien confusa
interrumpida en el primer
rellano por una pareja sentada en un peldaño y sumida
profundamente en el
acto de besarse.
—Allez, c’ést pas une heure pour faire les cons —dijo
Etienne.
—Ta gueule —contestó una voz ahogada—. Montez, montez, ne
vous gênez
pas. Ta bouche, mon trésor.
—Salaud, va —dijo Etienne—. Es Guy Monod, un gran amigo mío.
En el quinto piso los esperaban Ronald y Babs, cada uno con
una vela en la
mano y oliendo a vodka barato. Wong hizo una seña, todo el
mundo se detuvo
en la escalera, y brotó a capella el himno profano del Club
de la Serpiente.
Después entraron corriendo en el departamento, antes de que
empezaran a
asomarse los vecinos.
Ronald se apoyó contra la puerta. Pelirrojamente en camisa a
cuadros.
—La casa está rodeada de catalejos, damn it. A las diez de
la noche se instala
aquí el dios Silencio, y guay del que lo sacrilegue. Ayer
subió a increparnos un
funcionario. Babs, ¿qué nos dice el digno señor?
—Nos dice: «Quejas reiteradas.»
—¿Y qué hacemos nosotros? —dijo Ronald, entreabriendo la
puerta para que
entrara Guy Monod.
—Nosotros hacemos esto —dijo Babs, con un perfecto corte de
mangas y un
violento pedo oral.
—¿Y tu chica? —preguntó Ronald.
—No sé, se confundió de camino —dijo Guy—. Yo creo que se ha
ido,
estábamos lo más bien en la escalera, y de golpe. Más arriba
no estaba. Bah, qué
importa, es Suiza.
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