Dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que
era el profesor más querido
del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio descalabrado
y decía: "Y ahora, a visitar la
materia". Los alumnos sabíamos lo que quería decir. Los
primeros aplausos y vivas venían de
los bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera
vez el año y estaban en edad de
conscripción.
Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba
las manos pidiendo
silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El
director era un tipo bien trajeado
que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto,
pero toleraba las escapadas porque
temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la
gran final intercolegial de
noviembre.
Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a
favor de "sus muchachos".
Con la llegada de la primavera florería también su carácter
jovial, tolerante, y la disciplina se
relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos
que nos sabíamos ya integrantes
del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las
matemáticas y la química para entrenar en
la cancha vecina. Entonces salíamos caminando despacio, casi
arrastrando los pies para no
darles envidia a los pibes de primer año que tenían
matemáticas en el aula del zaguán, la
puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste
y el silencio calmaba los nervios
como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no
estaban pavimentadas y un viejo
camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el
polvo. Cuando el viento callaba,
como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse
de ruidos que no conocíamos. El
Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios,
su pálida cara de tuberculoso
afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como
nosotros: llevaba siempre el mismo traje
azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de
la pensión y se ponía cualquier
corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía
que era timbero y mujeriego y que
por eso lo habían transferido de un respetable colegio de
Bahía Blanca a nuestro remoto
establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por
castigo o por aventura.
Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca
pasaba de doce o catorce;
los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los
que teníamos el boletín lleno de
amonestaciones, pero jugábamos bien al fútbol.
No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas
largas como mástiles. Subía
la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a
los malos de los buenos ciudadanos
del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio
pasado de moda se ponía rojo y todos
nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como
a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más
dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la
tiza acompañándola de un "señor" que jamás sonó
socarrón.
Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada
grano de arena que
respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había
resignado a ella como los hombres solos
se resignan a las noches interminables.
Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían
esparcidas las primeras casas
cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl
Asir. A esa hora, las calles del barrio
estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas
pasaban dejando una polvareda
que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba
del camino y el sol volvía a
cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco
Martínez se tomaba una sola ginebra y
nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores
tenía apenas lo justo para
pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba
entre las bardas, a cuarenta
kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río
en colectivo, o en bicicleta, o
colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían
quedado pescando cerca del
puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y
tirarse a nadar. Juntábamos el
primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en
trabajos de ocasión. El Flaco
Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba
lo suyo, que no era mucho, y se
iba a parlamentar con la Gorda Zulema que era nuestra virgen
protectora. La Zulema era
dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión
como jamás he visto que otra
mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas
miserias que otros toman por
virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de
ese costado maldecido de la ribera,
que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde
Buenos Aires. No es que alardeara
de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a
abrirla sin su presencia y
consentimiento.
Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en
que llovería, la abrió
delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de
refresco y una pechuga de
pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un
paquete de cartas envueltas en una
cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema
quería que se conservaran frescos e
intactos como un postre de chocolate.
Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e
impotente, y ella me
pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no
me dijo las estúpidas palabras
que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo
sentar al borde de la cama, qué
era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra
mi espalda para que no nos
viéramos las caras me contó alguna cosa de su vida que nos
hizo llorar a los dos mientras los
otros clientes esperaban en el vestíbulo Supe esa noche que
se llamaba Geneviéve, que era
francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre
para darse corte. Buscó las cartas
en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta
estaban escritos con una caligrafía
varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un
reproche velado: no conforme con
escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente
Patagonie, Amérique du Sud. El
sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin
del mundo.
Geneviéve se había ocultado detrás de Zulema en Buenos
Aires, donde había pasado
algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su
contribución al esfuerzo de guerra
de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la
liberación de París ningún hombre
de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas.
La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y
secretamente sabía que su
tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los
sobres como si fuera a repartir las
cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella
—que soñaba en vano con volver a ver
el Mediterráneo— y el mío, que alguna vez me llevaría a su
Francia natal.
No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella:
cuando la
correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo
guardó en la heladera, como otras
mujeres lo conservan en el rictus amargo de los labios. Pero
aquella tarde de primavera en
que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos
mirado la heladera por dentro ni
habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y
Federico Fellini hubiera gustado de
ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba
abandonada junto a un camión cisterna.
Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al
otro lado de la calle nosotros
esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar
un penal. Un movimiento de
cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos
a saltar como si el Flaco
hubiera hecho el gol.
Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a
la vez y el sistema era
complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba
prioridad por su dinero, el
Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué
materia y el egoísta se calmaba.
Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la
emoción, íbamos a jugar al billar a lo
del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un
sandwich.
Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes
del Flaco Martínez y de
la Gorda Zulema imagino que el corresponsal de Marsella
escribiría sus cartas temiendo que
el corazón de su Geneviéve sé endureciera en aquel desierto
hostil. Pues no. Es hora de que
ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la
pena esperarla. Aun esperarla en
vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es
decir, inocentes), todo era irrealidad:
no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro
de Perón llegó nunca. Las
manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los
relojes baratos que llevábamos en
la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre
la arenisca que volaba desde el
desierto.
Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de
entonces me habían
enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en
un accidente de tránsito. Fue
curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de
ultratumba. Por fin, cuando hicimos
el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de
sueños realizados y matrimonios
hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El
Flaco también se murió —dijo
alguien—; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la
pulmonía, pobre Flaco."
La Zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja.
Muchos se habían
construido un edificio personal que los abrigaba de un
pasado de pobreza y la Gorda Zulema
estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía
tener entonces aquel primer
viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se
calmaba y todos dejábamos de
rechinar los dientes?
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