Quinquela Martín

sábado, 13 de noviembre de 2021

“Geneviève” de Osvaldo Soriano

  

Dejábamos de rechinar los dientes, el Flaco Martínez, que era el profesor más querido

del colegio, tiraba la tiza sobre el escritorio descalabrado y decía: "Y ahora, a visitar la

materia". Los alumnos sabíamos lo que quería decir. Los primeros aplausos y vivas venían de

los bancos de atrás, de los mayores que repetían por tercera vez el año y estaban en edad de

conscripción.

Guardábamos carpetas y libros y el Flaco Martínez levantaba las manos pidiendo

silencio para que el director y el celador no nos oyeran. El director era un tipo bien trajeado

que sabía manejar la sonrisa y el rigor; estaba al tanto, pero toleraba las escapadas porque

temía el desgano de los mejores jugadores de fútbol en la gran final intercolegial de

noviembre.

Era sabido que cada año apostaba su aguinaldo completo a favor de "sus muchachos".

Con la llegada de la primavera florería también su carácter jovial, tolerante, y la disciplina se

relajaba y los exámenes eran menos imperativos y aquellos que nos sabíamos ya integrantes

del equipo nos sentíamos con derecho a olvidar las matemáticas y la química para entrenar en

la cancha vecina. Entonces salíamos caminando despacio, casi arrastrando los pies para no

darles envidia a los pibes de primer año que tenían matemáticas en el aula del zaguán, la

puerta entreabierta porque ya no soplaba el viento del oeste y el silencio calmaba los nervios

como un puñado de aspirinas. Por entonces las calles no estaban pavimentadas y un viejo

camión regador pasaba dos veces por día para aquietar el polvo. Cuando el viento callaba,

como aquella tarde, el pueblo chato y gris parecía cubrirse de ruidos que no conocíamos. El

Flaco Martínez caminaba adelante, el pucho entre los labios, su pálida cara de tuberculoso

afrontando un sol dañino. Era, creo, tan pobre como nosotros: llevaba siempre el mismo traje

azul lustroso que planchaba extendiéndolo bajo el colchón de la pensión y se ponía cualquier

corbata cortita a la que nunca le deshacía el nudo. Se decía que era timbero y mujeriego y que

por eso lo habían transferido de un respetable colegio de Bahía Blanca a nuestro remoto

establecimiento de varones solos, adonde sólo se llegaba por castigo o por aventura.

Éramos más de veinte en el curso, pero la asistencia nunca pasaba de doce o catorce;

los mejores alumnos, serios y bien vestidos, y nosotros, los que teníamos el boletín lleno de

amonestaciones, pero jugábamos bien al fútbol.

No era fácil seguir al Flaco Martínez que tenía las piernas largas como mástiles. Subía

la cuesta y encaraba por la ruta asfaltada que separaba a los malos de los buenos ciudadanos

del pueblo. Al sol, su pelo largo al estilo de un bohemio pasado de moda se ponía rojo y todos

nos dábamos cuenta de que la física le importaba tanto como a nosotros. Pero nadie, nunca, se animó a tutearlo. En los momentos más dramáticos de una partida de billar se le alcanzaba la

tiza acompañándola de un "señor" que jamás sonó socarrón.

Aquélla no era su tierra y estaba claro que despreciaba cada grano de arena que

respiraba o se le metía en los zapatos. Pero se había resignado a ella como los hombres solos

se resignan a las noches interminables.

Bajando la cuesta, al otro lado de la ruta, se veían esparcidas las primeras casas

cuadradas y el café con billares y barajas del turco Saúl Asir. A esa hora, las calles del barrio

estaban desiertas y sólo los camiones cargados de manzanas pasaban dejando una polvareda

que se quedaba flotando hasta que una brisa nos la apartaba del camino y el sol volvía a

cocinar las acequias y los espinillos. En el bar, el Flaco Martínez se tomaba una sola ginebra y

nos hacía vaciar los bolsillos. Como siempre, el Rengo Mores tenía apenas lo justo para

pagarse la vuelta en ómnibus hasta Centenario, que quedaba entre las bardas, a cuarenta

kilómetros. Casi todos vivíamos lejos y atravesábamos el río en colectivo, o en bicicleta, o

colados en algún camión. Los que faltaban a clase se habían quedado pescando cerca del

puente porque todavía no era tiempo de sacarse la ropa y tirarse a nadar. Juntábamos el

primer viernes de cada mes lo que ganábamos al truco, o en trabajos de ocasión. El Flaco

Martínez reunía los billetes y hasta alguna moneda, agregaba lo suyo, que no era mucho, y se

iba a parlamentar con la Gorda Zulema que era nuestra virgen protectora. La Zulema era

dulce y sabia, paciente y comprensiva, y amaba su profesión como jamás he visto que otra

mujer la amara. No conocía el egoísmo ni las pequeñas miserias que otros toman por

virtudes. Su orgullo era la heladera eléctrica, la única de ese costado maldecido de la ribera,

que había hecho traer en un vagón de encomiendas desde Buenos Aires. No es que alardeara

de ella, ni que la mezquinara, pero nadie tenía derecho a abrirla sin su presencia y

consentimiento.

Una noche de sopor en la que todos estuvimos de acuerdo en que llovería, la abrió

delante de mí y del Negro Orellana. Aparte de una botella de refresco y una pechuga de

pollo, había un largo collar de perlas de imitación y un paquete de cartas envueltas en una

cinta rosa. Eran fantasmas del pasado y la Gorda Zulema quería que se conservaran frescos e

intactos como un postre de chocolate.

Hubo otra noche en que yo estaba triste, un poco borracho e impotente, y ella me

pasó la mano por la cabeza y me acarició los párpados y no me dijo las estúpidas palabras

que tenían preparadas las otras mujeres del barrio. Me hizo sentar al borde de la cama, qué

era grande como una pista de baile, apoyó su cabeza contra mi espalda para que no nos

viéramos las caras me contó alguna cosa de su vida que nos hizo llorar a los dos mientras los

otros clientes esperaban en el vestíbulo Supe esa noche que se llamaba Geneviéve, que era

francesa de verdad y no como otras, que arrastraban la erre para darse corte. Buscó las cartas

en la heladera. Los sobres desteñidos de tinta violeta estaban escritos con una caligrafía

varonil e imperativa. Un detalle añadía a la distancia un reproche velado: no conforme con

escribir Neuquén, Argentine, el hombre agregaba inútilmente Patagonie, Amérique du Sud. El

sobre traía ya una sospecha de selvas o desiertos. De fin del mundo.

Geneviéve se había ocultado detrás de Zulema en Buenos Aires, donde había pasado

algunos años de gloria mientras Europa se desangraba. Su contribución al esfuerzo de guerra

de sus compatriotas había sido firme y decidida: hasta la liberación de París ningún hombre

de nacionalidad alemana se tendió sobre sus sábanas. 

La decadencia y las arrugas la trajeron a nuestro pueblo y secretamente sabía que su

tierra ya estaba tan lejana como su juventud. Barajó los sobres como si fuera a repartir las

cartas y en ellas estuviera escrito el destino, el de ella —que soñaba en vano con volver a ver

el Mediterráneo— y el mío, que alguna vez me llevaría a su Francia natal.

No habló del hombre que se quedó en el puerto de Marsella: cuando la

correspondencia dejó de llegar empaquetó el pasado y lo guardó en la heladera, como otras

mujeres lo conservan en el rictus amargo de los labios. Pero aquella tarde de primavera en

que llegamos con el Flaco Martínez, todavía no habíamos mirado la heladera por dentro ni

habíamos llorado juntos. Zulema era gorda y opulenta y Federico Fellini hubiera gustado de

ella. A su lado, el Flaco Martínez parecía una escoba abandonada junto a un camión cisterna.

Hablaron un rato sin manosear dinero ni levantar la voz. Al otro lado de la calle nosotros

esperábamos, ansiosos como si el Flaco estuviera por tirar un penal. Un movimiento de

cabeza, una risa comprensiva de la Gorda Zulema y empezamos a saltar como si el Flaco

hubiera hecho el gol.

Tirábamos los turnos a la suerte, revoleando dos monedas a la vez y el sistema era

complicado porque la empresa era seria. Si alguien reclamaba prioridad por su dinero, el

Flaco prometía hacerle explicar la fusión de ya no sé qué materia y el egoísta se calmaba.

Después, al caer la tarde, con la lengua desatada por la emoción, íbamos a jugar al billar a lo

del Turco y teníamos un hambre feroz y ni una moneda para un sandwich.

Cuando recuerdo aquellos años, cuando reviven las imágenes del Flaco Martínez y de

la Gorda Zulema imagino que el corresponsal de Marsella escribiría sus cartas temiendo que

el corazón de su Geneviéve sé endureciera en aquel desierto hostil. Pues no. Es hora de que

ese hombre obstinado, si vive todavía, lo sepa. Valía la pena esperarla. Aun esperarla en

vano. En aquel paisaje en el que éramos extranjeros (es decir, inocentes), todo era irrealidad:

no había elefantes que rodearan el valle, ni el avión negro de Perón llegó nunca. Las

manzanas y las vidas florecían pero las ilusiones, como los relojes baratos que llevábamos en

la muñeca, se entorpecían y luchaban por abrirse paso entre la arenisca que volaba desde el

desierto.

Hace unos años, cuando fui por última vez, mis amigos de entonces me habían

enterrado: corrió la noticia que me daba como descabezado en un accidente de tránsito. Fue

curioso ver las caras azoradas frente a una aparición de ultratumba. Por fin, cuando hicimos

el recuento de vidas y muertes, de hazañas y cobardías, de sueños realizados y matrimonios

hechos y deshechos, pregunté por el Flaco Martínez. "El Flaco también se murió —dijo

alguien—; se fue al sur, a Santa Cruz, y lo agarró la pulmonía, pobre Flaco."

La Zulema era un recuerdo que se nombraba en voz baja. Muchos se habían

construido un edificio personal que los abrigaba de un pasado de pobreza y la Gorda Zulema

estaba sepultada en los cimientos. ¿Qué importancia podía tener entonces aquel primer

viernes de cada mes, cuando era primavera y el viento se calmaba y todos dejábamos de

rechinar los dientes?

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