Viernes 15 de febrero
Para rendir pasablemente en la oficina, tengo que obligarme a no pensar que
el ocio está relativamente cerca. De lo contrario, los dedos se me crispan y la
letra redonda con que debo escribir los rubros primarios me sale quebrada y sin
elegancia. La redonda es uno de mis mejores prestigios como funcionario.
Además, debo confesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras como
la M may úscula o la b minúscula, en las que me he permitido algunas
innovaciones. Lo que menos odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo:
el volver a pasar un asiento que y a redacté miles de veces, el efectuar un
balance de saldos y encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias a
buscar. Ese tipo de labor no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas
y hasta (¿por qué no decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es como si me
dividiera en dos entes dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de
memoria su trabajo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está
seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente
apasionado, un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de
alegría, un distraído a quien no le importa por dónde corre la pluma ni qué cosas
escribe la tinta azul que a los ocho meses quedará negra.
En mi trabajo, lo insoportable no es la rutina; es el problema nuevo, el pedido
sorpresivo de ese Directorio fantasmal que se esconde detrás de actas,
disposiciones y aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o un
estado analítico o una previsión de recursos. Entonces sí, como se trata de algo
más que rutina, mis dos mitades deben trabajar para lo mismo, y a no puedo
pensar en lo que quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la nuca,
como un parche poroso. ¿Qué me importa la ganancia probable del rubro Pernos
de Pistón en el segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me importa el
modo más práctico de conseguir el abatimiento de los Gastos Generales?
Hoy fue un día feliz, sólo rutina.
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