Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.
-Lo
que quieran… -dijo.
Ya
nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba
desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la
mesa, sin contarlo, un montón de plata.
-La
suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que
irse a dormir.
Yo
soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la
puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
-Hay
que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco
en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.
-¡Siete
pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
-¡Vos,
siempre rezando! -dijo con desprecio.
Después
he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el
alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la
izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él
por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó
dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del
juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de
Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él
sólo miraba las manos de Flores.
El
montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y
hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar.
Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las
manos de Flores.
-El
cuatro -cantó alguno.
En
aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4,
el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4.
El
sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que
le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía
maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un
borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:
-¡Voy
diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.
Los
dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos
rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:
-¡El
cuatro!
En
aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa
había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la
hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
Yo
me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era
demasiada suerte”. Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un
dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
En
medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo.
Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía
parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su
izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
“Le
erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay
nada que hacerle, esta noche está de suerte.”
Entre
varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera.
Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa
de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada
que hacer.
Me
acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un
revólver 48.
Como
quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la
escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba
corriendo la esquina.
Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que
es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora
sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros.
Uno de los “chivos” tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El
otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía
perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en
la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se
podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé
que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números
difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había
sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta
veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número
más salidor.
Y,
sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del
4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito:
un 6 y un 1.
Al
día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron,
no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los
diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que
Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar
fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores
se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la
oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo
que yo también había pensado en el primer momento.
Pero
después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a
la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la
oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un
costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo
favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban
detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios
habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y
Zúñiga.
El
asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara,
porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo
nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para
encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en
el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que
estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a
Zúñiga.
Yo
no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna
cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de
pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados
legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el
cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría
contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría ganando. Por difícil que
fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que
saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se
puede perder.
Claro
que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me
enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante
compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y
ayudar a la suerte es peligroso…
Sí,
yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató
en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo
mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los
dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer
trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una
explicación humillante en la que nadie creería.
Flores
tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se
intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra
se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar
los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a
Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El
momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y
cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
Entonces
rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con
aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la
mesa, recobró los “chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le
convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin
saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados
legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a
parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
Y
esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más
salidor…
Rodolfo Walsh, periodista y escritor argentino
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