Quinquela Martín

domingo, 13 de noviembre de 2022

"Nemo" de Alejandra Pizarnik

 

no llegará lejos el día de raro verdor

en que cantaré a la luna odiada que da luz a mi espesa cabeza cortada

a la navaja

que da luz a los vientos brutales

a las flores agudas que arden en los dedos bajo las curitas benignas

a la estrella que se oculta cuando se la llama

a la lluvia húmeda contoneándose en su desnudez repulsiva

el sol amarillo que traspasa las pieles marcando oscuras huellas

el relojito enviado desde el infierno interruptor de los bellos sueños

a los mares helados arrastrando basuras olas cintillos dorados ardores

en los ojos

"Ser Incoloro" de Alejandra Pizarnik

 

(al conejito que se

comía las uñas)

costura desclavada en mi caos humor diario

repiqueo infinito arpa rayada

cadáveres llorosos mar salino

tu opacidad quitará fuentes de verde jabón

banderines colorados

en mano derecha de uñas comidas

sábado, 5 de noviembre de 2022

"La Tregua" de Mario Benedetti

Viernes 15 de febrero

Para rendir pasablemente en la oficina, tengo que obligarme a no pensar que

el ocio está relativamente cerca. De lo contrario, los dedos se me crispan y la

letra redonda con que debo escribir los rubros primarios me sale quebrada y sin

elegancia. La redonda es uno de mis mejores prestigios como funcionario.

Además, debo confesarlo, me provoca placer el trazado de algunas letras como

la M may úscula o la b minúscula, en las que me he permitido algunas

innovaciones. Lo que menos odio es la parte mecánica, rutinaria, de mi trabajo:

el volver a pasar un asiento que y a redacté miles de veces, el efectuar un

balance de saldos y encontrar que todo está en orden, que no hay diferencias a

buscar. Ese tipo de labor no me cansa, porque me permite pensar en otras cosas

y hasta (¿por qué no decírmelo a mí mismo?) también soñar. Es como si me

dividiera en dos entes dispares, contradictorios, independientes, uno que sabe de

memoria su trabajo, que domina al máximo sus variantes y recovecos, que está

seguro siempre de dónde pisa, y otro soñador y febril, frustradamente

apasionado, un tipo triste que, sin embargo, tuvo, tiene y tendrá vocación de

alegría, un distraído a quien no le importa por dónde corre la pluma ni qué cosas

escribe la tinta azul que a los ocho meses quedará negra.

En mi trabajo, lo insoportable no es la rutina; es el problema nuevo, el pedido

sorpresivo de ese Directorio fantasmal que se esconde detrás de actas,

disposiciones y aguinaldos, la urgencia con que se reclama un informe o un

estado analítico o una previsión de recursos. Entonces sí, como se trata de algo

más que rutina, mis dos mitades deben trabajar para lo mismo, y a no puedo

pensar en lo que quiero, y la fatiga se me instala en la espalda y en la nuca,

como un parche poroso. ¿Qué me importa la ganancia probable del rubro Pernos

de Pistón en el segundo semestre del penúltimo ejercicio? ¿Qué me importa el

modo más práctico de conseguir el abatimiento de los Gastos Generales?

Hoy fue un día feliz, sólo rutina.

"La Calumnia" de Rubén Darío

 

Puede una gota de lodo
sobre un diamante caer;
puede también de este modo
su fulgor oscurecer;
pero aunque el diamante todo
se encuentre de fango lleno,
el valor que lo hace bueno
no perderá ni un instante,
y ha de ser siempre diamante
por más que lo manche el cieno.

"Alejamiento" de Marilina Rébora


 Resultará forzoso el cruel alejamiento

 y habrá que decidirse, como lo inevitable, lo mismo que aceptamos la violencia del viento, el rugido del mar o el tiempo inexorable.

Habrá que tener ánimo en el fatal momento para abdicar de todo lo que nos fue agradable, y saber resignarnos en el recogimiento con el gesto tranquilo ante lo inapelable.

Los ojos en el cielo, frente al azul del día, serán dulce consuelo las venturas de otrora 

el hogar de la infancia, juventud, poesía,

y al alumbrar la luna, al filo de la sombra, tendré la paz ansiada, y llegará la hora en que cerca de Dios, tan sólo a Dios se nombra.

Marilina Rébora, poeta argentina.

“La mala racha" de Eduardo Galeano

Mientras dura la mala racha pierdo todo. Se me caen las cosas de los bolsillos y de la memoria: pierdo llaves. lapiceras, dinero, documentos, nombres, caras, palabras. Yo no se si será gualicho de alguien que me quiere mal y me piensa peor, o pura casualidad, pero a veces el bajón demora en irse y yo ando de pérdida en pérdida, pierdo lo que encuentro, no encuentro lo que busco, y siento mucho miedo de que se me caiga la vida en alguna distracción.

"El Hablador" de Mario Vargas LLosa

 II

SAÚL ZURATAS tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado

derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón.

El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una

tumefacción venosa. Era el muchacho más feo del mundo; también, simpático y buenísimo.

No he conocido a nadie que diera de entrada, como él, esa impresión de persona tan abierta,

sin repliegues, desprendida y de buenos instintos, nadie que mostrara una sencillez y un

corazón semejantes en cualquier circunstancia. Lo conocí cuando dábamos los exámenes

de ingreso a la Universidad y fuimos bastante amigos –en la medida en que se puede ser

amigo de un arcángel– sobre todo los dos primeros años, que cursamos juntos en la Facultad

de Letras. El día en que lo conocí me advirtió, muerto de risa, señalándose el lunar:

–Me dicen Mascarita, compadre. A que no adivinas por qué.

Con este apodo lo llamábamos también nosotros, en San Marcos.

Había nacido en Talara y compadreaba a todo el mundo. Palabras y dichos de la jerga

callejera brotaban en cada frase que decía, dando incluso a sus conversaciones íntimas un 

aire de chacota. Su problema, decía, era que su padre había ganado demasiado con el almacén

allá en el pueblo, tanto que un buen día decidió trasladarse a Lima. Y desde que se

habían venido a la capital al viejo le había dado por el judaísmo. No era muy religioso allá en

el puerto piurano, que Saúl recordara. Alguna vez lo había visto leyendo la Biblia, sí, pero

nunca se preocupó de inculcarle a Mascarita que pertenecía a otra raza y a otra religión que

las de los muchachos del pueblo. Aquí en Lima, en cambio, sí. ¡Qué vaina! A la vejez viruelas.

O, mejor dicho, la religión de Abraham y Moisés. ¡Pucha! Nosotros éramos unos suertudos

siendo católicos. La religión católica era un pan con mantequilla de simple, una misita

de media hora cada domingo y unas comuniones cada primer viernes de mes que se pasaban

al vuelo. Él, en cambio, tenía que zambullirse los sábados en la sinagoga, horas y

horas, aguantando los bostezos y fingiendo interesarse por los sermones del rabino –que no

entendía ni jota– para no decepcionar a su padre, quien, después de todo, era viejón y buenísima

gente. Si Mascarita le hubiera dicho que hacía tiempo había dejado de creer en Dios

y que, en resumidas cuentas, eso de pertenecer al pueblo elegido a él le importaba un comino,

al pobre Don Salomón le hubiera dado un patatús.

Conocí a Don Salomón no mucho después que a Saúl, un domingo. Éste me había invitado

a almorzar. La casa estaba en Breña, a la espalda del Colegio La Salle, en una transversal

alicaída de la avenida Arica. Era una vivienda profunda, repleta de muebles viejos, y

con un lorito hablador de nombre y apellidos kafkianos que repetía todo el tiempo el apodo

de Saúl: «¡Mascarita! –¡Mascar¡ta!» Padre e hijo vivían solos, con una sirvienta que se había

venido con ellos de Talara y que, además de hacerles la cocina, ayudaba a Don Salomón en

la tienda de abarrotes que había abierto en Lima. «Ésa, la de la tela metálica con una estrella

de seis puntas, compadre. Se llama La Estrella por la estrella de David, ¿te das cuenta?»

Me impresionaron el afecto y las atenciones que Mascarita prodigaba a su padre, un

anciano curvo, sin afeitar, que arrastraba unos pies deformados por los juanetes en unos

zapatones que parecían coturnos romanos. Hablaba español con fuerte acento ruso o polaco,

y eso que, me dijo, llevaba ya más de veinte años en el Perú. Tenía un aire socarrón y

simpático: «Yo, de chico, quería ser trapecista de circo, pero la vida acabó metiéndome de

mercachifle, vea usted qué decepción.» ¿Era Saúl su único hijo? Sí, lo era.

¿Y la madre de Mascarita? Había muerto a los dos años de trasladarse la familia a Lima.

Hombre, qué pena, a juzgar por esa foto tu mamá debía ser muy joven ¿no, Saúl? Sí, lo

era. Bueno, por una parte claro que a Mascarita lo apenaba su muerte. Pero, por otra, tal

vez hubiera sido mejor para ella cambiar de vida. Porque su pobre vieja sufría muchísimo en

Lima. Me hizo señas de que me acercara y bajó la voz (precaución inútil porque habíamos

dejado a Don Salomón profundamente dormido en una mecedora del comedor y nosotros

conversábamos en su cuarto) para decirme:

–Mi mamá era una criollita de Talara que el viejo se levantó al poco tiempo de llegar

como refugiado. Parece que la tuvo arrejuntada nomás, hasta que nací yo. Sólo entonces se

casaron. ¿Te imaginas lo que es para un judío casarse con una cristiana, con lo que llamamos

una goie? No, no te lo imaginas.

Allá en Talara la cosa no había tenido la menor importancia porque las dos familias judías

del lugar estaban medio disueltas en la sociedad local. Pero, al instalarse en Lima, la

madre de Saúl tuvo múltiples problemas. Extrañaba mucho su tierra, desde el calorcito y el

cielo sin nubes, de sol radiante todo el año, hasta sus parientes y amistades. Por otra parte,

la comunidad judía de Lima nunca la aceptó, por más que ella, para darle gusto a Don Salomón,

se había dado el baño lustral y se había hecho instruir por el rabino a fin de cumplir

con todos los ritos de la conversión. En realidad –y Saúl me guiñó un ojo travieso– la comunidad

no la aceptaba no tanto por ser una goie como por ser una criollita de Talara, una mujer

sencilla, sin educación, que apenas sabía leer. Porque los judíos de Lima se habían vuelto

unos burgueses, compadre.

Me decía todo esto sin asomo de rencor ni dramatismo, con una aceptación tranquila

de algo que, por lo visto, no hubiera podido ocurrir de otra manera. «Yo y mi vieja nos llevábamos

como uña y carne. Ella también se aburría como ostra en la sinagoga y, sin que Don

Salomón se diera cuenta, para que esos sábados religiosos se pasaran más rápido, jugábamos

disimuladamente al Yan–Ken–Po. A la distancia. Ella se sentaba en la primera fila de

la galería y yo abajo, con los hombres. Movíamos las manos al mismo tiempo y a veces nos

venían ataques de risa que espantaban a los piadosos.» Se la había llevado un cáncer fulminante,

en pocas semanas. Y, desde su muerte, a Don Salomón se le vino el mundo abajo.

–Ese viejito que has visto ahí, durmiendo la siesta, era hace un par de años un hombre

entero, lleno de energía y amor a la vida. La muerte de mi vieja lo demolió.

Saúl había entrado a San Marcos, a seguir abogacía, para dar gusto a Don Salomón.

Por él, se hubiera puesto más bien a ayudarlo en La Estrella, que le daba muchos dolores

de cabeza a su padre y le exigía más esfuerzo de los que se merecía, a sus años. Pero Don

Salomón fue terminante. Saúl no pondría los pies detrás de ese mostrador. Saúl jamás

atendería a un cliente. Saúl no sería un comerciante como él.

–Pero ¿por qué, viejito? ¿Tienes miedo de que con esta cara te ahuyente a la clientela?

–Me decía esto entre carcajadas–. La verdad es que, ahora que ha podido ahorrar unos

solcitos, Don Salomón quiere que la familia se vuelva importante. Ya me ve llevando el apellido

Zuratas a la diplomacia o a la Cámara de Diputados. ¡Pa su diablo!

Volver ilustre el apellido familiar ejerciendo una profesión liberal, era algo que a Saúl

tampoco le ilusionaba mucho. ¿Qué le interesaba en la vida? No lo sabía aún, sin duda. Lo

fue descubriendo en esos meses y años que fueron los de nuestra amistad, en la década de

los cincuenta, en ese Perú que iba pasando –mientras Mascarita, yo, nuestra generación,

nos volvíamos adultos de la mentirosa tranquilidad de la dictadura del general Odría a las

incertidumbres y novedades del régimen democrático, que renació en 1956, cuando Saúl y

yo estábamos en el tercer año.

Para entonces, sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida.

No de manera relampagueante, ni con la seguridad que después, pero, en todo caso, el

extraordinario mecanismo estaba ya en marcha y, pasito a paso, empujándolo un día acá,

otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás. En

1956 estudiaba Etnología al mismo tiempo que Derecho y había estado varias veces en la

selva. ¿Sentía ya esa fascinación de embrujado por los hombres del bosque y la Naturaleza

sin hollar, por las culturas primitivas, minúsculas, desperdigadas en las colinas montuosas

de la ceja de montaña y la llanura de la Amazonía? ¿Ardía ya en él ese fuego solidario brotado

oscuramente de lo más hondo de su personalidad por esos compatriotas nuestros que

desde tiempos inmemoriales vivían allá, acosados y lastimados, entre los anchos y lentos

ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el

relámpago? Sí, ya había comenzado todo eso. Y yo me di cuenta de ello a raíz de aquel incidente

en el billar, ocurrido a los dos o tres años de conocernos.

Íbamos, de cuando en cuando, entre dos clases universitarias, a jugar una partida en

una desvencijada sala de billar, que era también cantina, en el Jirón Azángaro. Andando por

la calle con Saúl se descubría lo molesta que tenía que ser su vida, por la insolencia y la

maldad de la gente. Se volvían o se plantaban a su paso, para mirarlo mejor, y abrían mucho

los ojos, sin disimular el asombro o la repulsión que les inspiraba su cara, y no era raro

que, los chiquillos sobre todo, le dijeran majaderías. A él no parecía molestarle; reaccionaba

siempre a las impertinencias con alguna salida chistosa.

El incidente, al entrar al billar, no lo provocó él, sino yo, que nada tengo de arcángel.

El borracho estaba bebiendo en el mostrador. Apenas nos vio, vino a nuestro encuentro,

tambaleándose, y se plantó ante Saúl, con los brazos en jarras:

–¡Puta, qué monstruo! ¿De qué zoológico te escapaste, oye?

–De cuál va a ser, pues, compadre, del único que hay, del de Barranco –le respondió

Mascarita–. Si vas corriendo, encontrarás mi jaula abierta.

Y trató de pasar. Pero el borracho alargó las manos hacia él, haciendo contra con los

dedos, como los niños cuando les mentan la madre.

–Tú no entras, monstruo. –Se había enfurecido súbitamente–. Con esa cara, no debías

salir a la calle, asustas a la gente...

"Carta a Mariana" de Jorge Teillier

¿Qué película te gustaría ver?

¿Qué canción te gustaría oír? Esta noche no tengo a nadie a quien hacerle estas preguntas.

Me escribes desde una ciudad que odias a las nueve y media de la noche. Cierto, yo estaba bebiendo, mientras tú oías Bach y pensabas volar.

No creí que iba a recordarte ni creí que te acordarías de mí. ¿ Por qué me escribiste esa carta? Ya no podré ir solo al cine.

Es cierto que haremos el amor y lo haremos como me gusta a mí: todo un día de persianas cerradas hasta que tu cuerpo reemplace al sol.

Acuérdate que mi signo es Cáncer, pequeña Acuario, sauce llorón. Leeremos libros de astrología para inventar nuevas supersticiones.

Me escribes que tendremos una casa aunque yo he perdido tantas casas. Aunque tú piensas tanto en volar y yo con los amigos tomo demasiado.

Pero tú no vuelves de la ciudad que odias y estás con quién sabe qué malas compañías, mientras aquí hay tan pocas personas a quien hacerles estas simples preguntas:

«¿Qué canción te gustaría oír, qué película te gustaría ver? ¿ y con quién te gustaría que soñáramos después de las nueva y media de la noche?».


Jorge Teillier, poeta chileno.


“Cuentos para tahúres” de Rodolfo Walsh

Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.

  -Lo que quieran… -dijo.

  Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.

  -La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.

  Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.

  -Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.

  -¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.

   Flores lo midió de arriba abajo.

  -¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.

  Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.

  El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.

  -El cuatro -cantó alguno.

  En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y ahora buscaba otra vez el 4.

  El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:

  -¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.

  Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:

  -¡El cuatro!

  En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.

  Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: “Pobre Flores, era demasiada suerte”. Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.

  En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.

  “Le erraron a Flores”, pensé en el primer momento, “y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte.”

  Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.

  Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.

  Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.

   Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los “chivos” tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10… Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.

  Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.

  Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.

  Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.

  El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.

  Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces… y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.

  Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso…

  Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.

  Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.

  Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los “chivos” y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.

  Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor…

 

Rodolfo Walsh, periodista y escritor argentino

"El corazón del espantapájaros" de Santiago Molina

Se espantan al verme y se alejan.


Libro de Job

El viento no levanta ni una brizna

para su pecho ya estrujado de paja

porque inclinado sobre el campo

la alondra y los hombres esquivan

las mayates estacas de su sombra.

Me digo: ha de ser fatal que el tiempo

nos vista de harapos, simplificándonos

con raídos pantalones, de puro espanto.

Cómo vivirá ese pobre corazón

claveteado ahí siempre

bajo el círculo letal de los cuervos

entre el picotazo y el olvido

de espaldas al huerto de la esperanza:

sin resurrección, sin voz, sin palabra.

Santiago Molina, poeta nicaragüense.