II
SAÚL ZURATAS tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado
derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón.
El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una
tumefacción venosa. Era el muchacho más feo del mundo; también, simpático y buenísimo.
No he conocido a nadie que diera de entrada, como él, esa impresión de persona tan abierta,
sin repliegues, desprendida y de buenos instintos, nadie que mostrara una sencillez y un
corazón semejantes en cualquier circunstancia. Lo conocí cuando dábamos los exámenes
de ingreso a la Universidad y fuimos bastante amigos –en la medida en que se puede ser
amigo de un arcángel– sobre todo los dos primeros años, que cursamos juntos en la Facultad
de Letras. El día en que lo conocí me advirtió, muerto de risa, señalándose el lunar:
–Me dicen Mascarita, compadre. A que no adivinas por qué.
Con este apodo lo llamábamos también nosotros, en San Marcos.
Había nacido en Talara y compadreaba a todo el mundo. Palabras y dichos de la jerga
callejera brotaban en cada frase que decía, dando incluso a sus conversaciones íntimas un
aire de chacota. Su problema, decía, era que su padre había ganado demasiado con el almacén
allá en el pueblo, tanto que un buen día decidió trasladarse a Lima. Y desde que se
habían venido a la capital al viejo le había dado por el judaísmo. No era muy religioso allá en
el puerto piurano, que Saúl recordara. Alguna vez lo había visto leyendo la Biblia, sí, pero
nunca se preocupó de inculcarle a Mascarita que pertenecía a otra raza y a otra religión que
las de los muchachos del pueblo. Aquí en Lima, en cambio, sí. ¡Qué vaina! A la vejez viruelas.
O, mejor dicho, la religión de Abraham y Moisés. ¡Pucha! Nosotros éramos unos suertudos
siendo católicos. La religión católica era un pan con mantequilla de simple, una misita
de media hora cada domingo y unas comuniones cada primer viernes de mes que se pasaban
al vuelo. Él, en cambio, tenía que zambullirse los sábados en la sinagoga, horas y
horas, aguantando los bostezos y fingiendo interesarse por los sermones del rabino –que no
entendía ni jota– para no decepcionar a su padre, quien, después de todo, era viejón y buenísima
gente. Si Mascarita le hubiera dicho que hacía tiempo había dejado de creer en Dios
y que, en resumidas cuentas, eso de pertenecer al pueblo elegido a él le importaba un comino,
al pobre Don Salomón le hubiera dado un patatús.
Conocí a Don Salomón no mucho después que a Saúl, un domingo. Éste me había invitado
a almorzar. La casa estaba en Breña, a la espalda del Colegio La Salle, en una transversal
alicaída de la avenida Arica. Era una vivienda profunda, repleta de muebles viejos, y
con un lorito hablador de nombre y apellidos kafkianos que repetía todo el tiempo el apodo
de Saúl: «¡Mascarita! –¡Mascar¡ta!» Padre e hijo vivían solos, con una sirvienta que se había
venido con ellos de Talara y que, además de hacerles la cocina, ayudaba a Don Salomón en
la tienda de abarrotes que había abierto en Lima. «Ésa, la de la tela metálica con una estrella
de seis puntas, compadre. Se llama La Estrella por la estrella de David, ¿te das cuenta?»
Me impresionaron el afecto y las atenciones que Mascarita prodigaba a su padre, un
anciano curvo, sin afeitar, que arrastraba unos pies deformados por los juanetes en unos
zapatones que parecían coturnos romanos. Hablaba español con fuerte acento ruso o polaco,
y eso que, me dijo, llevaba ya más de veinte años en el Perú. Tenía un aire socarrón y
simpático: «Yo, de chico, quería ser trapecista de circo, pero la vida acabó metiéndome de
mercachifle, vea usted qué decepción.» ¿Era Saúl su único hijo? Sí, lo era.
¿Y la madre de Mascarita? Había muerto a los dos años de trasladarse la familia a Lima.
Hombre, qué pena, a juzgar por esa foto tu mamá debía ser muy joven ¿no, Saúl? Sí, lo
era. Bueno, por una parte claro que a Mascarita lo apenaba su muerte. Pero, por otra, tal
vez hubiera sido mejor para ella cambiar de vida. Porque su pobre vieja sufría muchísimo en
Lima. Me hizo señas de que me acercara y bajó la voz (precaución inútil porque habíamos
dejado a Don Salomón profundamente dormido en una mecedora del comedor y nosotros
conversábamos en su cuarto) para decirme:
–Mi mamá era una criollita de Talara que el viejo se levantó al poco tiempo de llegar
como refugiado. Parece que la tuvo arrejuntada nomás, hasta que nací yo. Sólo entonces se
casaron. ¿Te imaginas lo que es para un judío casarse con una cristiana, con lo que llamamos
una goie? No, no te lo imaginas.
Allá en Talara la cosa no había tenido la menor importancia porque las dos familias judías
del lugar estaban medio disueltas en la sociedad local. Pero, al instalarse en Lima, la
madre de Saúl tuvo múltiples problemas. Extrañaba mucho su tierra, desde el calorcito y el
cielo sin nubes, de sol radiante todo el año, hasta sus parientes y amistades. Por otra parte,
la comunidad judía de Lima nunca la aceptó, por más que ella, para darle gusto a Don Salomón,
se había dado el baño lustral y se había hecho instruir por el rabino a fin de cumplir
con todos los ritos de la conversión. En realidad –y Saúl me guiñó un ojo travieso– la comunidad
no la aceptaba no tanto por ser una goie como por ser una criollita de Talara, una mujer
sencilla, sin educación, que apenas sabía leer. Porque los judíos de Lima se habían vuelto
unos burgueses, compadre.
Me decía todo esto sin asomo de rencor ni dramatismo, con una aceptación tranquila
de algo que, por lo visto, no hubiera podido ocurrir de otra manera. «Yo y mi vieja nos llevábamos
como uña y carne. Ella también se aburría como ostra en la sinagoga y, sin que Don
Salomón se diera cuenta, para que esos sábados religiosos se pasaran más rápido, jugábamos
disimuladamente al Yan–Ken–Po. A la distancia. Ella se sentaba en la primera fila de
la galería y yo abajo, con los hombres. Movíamos las manos al mismo tiempo y a veces nos
venían ataques de risa que espantaban a los piadosos.» Se la había llevado un cáncer fulminante,
en pocas semanas. Y, desde su muerte, a Don Salomón se le vino el mundo abajo.
–Ese viejito que has visto ahí, durmiendo la siesta, era hace un par de años un hombre
entero, lleno de energía y amor a la vida. La muerte de mi vieja lo demolió.
Saúl había entrado a San Marcos, a seguir abogacía, para dar gusto a Don Salomón.
Por él, se hubiera puesto más bien a ayudarlo en La Estrella, que le daba muchos dolores
de cabeza a su padre y le exigía más esfuerzo de los que se merecía, a sus años. Pero Don
Salomón fue terminante. Saúl no pondría los pies detrás de ese mostrador. Saúl jamás
atendería a un cliente. Saúl no sería un comerciante como él.
–Pero ¿por qué, viejito? ¿Tienes miedo de que con esta cara te ahuyente a la clientela?
–Me decía esto entre carcajadas–. La verdad es que, ahora que ha podido ahorrar unos
solcitos, Don Salomón quiere que la familia se vuelva importante. Ya me ve llevando el apellido
Zuratas a la diplomacia o a la Cámara de Diputados. ¡Pa su diablo!
Volver ilustre el apellido familiar ejerciendo una profesión liberal, era algo que a Saúl
tampoco le ilusionaba mucho. ¿Qué le interesaba en la vida? No lo sabía aún, sin duda. Lo
fue descubriendo en esos meses y años que fueron los de nuestra amistad, en la década de
los cincuenta, en ese Perú que iba pasando –mientras Mascarita, yo, nuestra generación,
nos volvíamos adultos de la mentirosa tranquilidad de la dictadura del general Odría a las
incertidumbres y novedades del régimen democrático, que renació en 1956, cuando Saúl y
yo estábamos en el tercer año.
Para entonces, sin la menor duda, ya había descubierto lo que le interesaba en la vida.
No de manera relampagueante, ni con la seguridad que después, pero, en todo caso, el
extraordinario mecanismo estaba ya en marcha y, pasito a paso, empujándolo un día acá,
otro allá, iba trazando ese laberinto en el que Mascarita entraría para no salir jamás. En
1956 estudiaba Etnología al mismo tiempo que Derecho y había estado varias veces en la
selva. ¿Sentía ya esa fascinación de embrujado por los hombres del bosque y la Naturaleza
sin hollar, por las culturas primitivas, minúsculas, desperdigadas en las colinas montuosas
de la ceja de montaña y la llanura de la Amazonía? ¿Ardía ya en él ese fuego solidario brotado
oscuramente de lo más hondo de su personalidad por esos compatriotas nuestros que
desde tiempos inmemoriales vivían allá, acosados y lastimados, entre los anchos y lentos
ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el
relámpago? Sí, ya había comenzado todo eso. Y yo me di cuenta de ello a raíz de aquel incidente
en el billar, ocurrido a los dos o tres años de conocernos.
Íbamos, de cuando en cuando, entre dos clases universitarias, a jugar una partida en
una desvencijada sala de billar, que era también cantina, en el Jirón Azángaro. Andando por
la calle con Saúl se descubría lo molesta que tenía que ser su vida, por la insolencia y la
maldad de la gente. Se volvían o se plantaban a su paso, para mirarlo mejor, y abrían mucho
los ojos, sin disimular el asombro o la repulsión que les inspiraba su cara, y no era raro
que, los chiquillos sobre todo, le dijeran majaderías. A él no parecía molestarle; reaccionaba
siempre a las impertinencias con alguna salida chistosa.
El incidente, al entrar al billar, no lo provocó él, sino yo, que nada tengo de arcángel.
El borracho estaba bebiendo en el mostrador. Apenas nos vio, vino a nuestro encuentro,
tambaleándose, y se plantó ante Saúl, con los brazos en jarras:
–¡Puta, qué monstruo! ¿De qué zoológico te escapaste, oye?
–De cuál va a ser, pues, compadre, del único que hay, del de Barranco –le respondió
Mascarita–. Si vas corriendo, encontrarás mi jaula abierta.
Y trató de pasar. Pero el borracho alargó las manos hacia él, haciendo contra con los
dedos, como los niños cuando les mentan la madre.
–Tú no entras, monstruo. –Se había enfurecido súbitamente–. Con esa cara, no debías
salir a la calle, asustas a la gente...