Cuantos vienen a mirarte te miran desde un solio de egoísmo bajo
el cual una cisterna brota que embrida a los astros.
No pueden suponer que el día nace de tus sombras, el día que
concede su luz a cualquier hombre y que también nos sirve para odiarnos.
En ti yo encuentro los semblantes más amados, el de una ciudad
que invierte sus tejados en el agua y el de un puente de salud sobre dolencias
pálidas. (Recuerdo como aludes de agua fresca, viejos recuerdos donde las diarias
preocupaciones crean fútiles regatas.)
Por eso a ti recurro,
¡oh noche!, para impetrar tu sombra, tu mano enguantada de negro, tu dominó de
olvido, porque ellos, los paseantes que ahora llegan de la mano, puedan quedar
prendidos como jíbaros de espuma al primitivo silencio de tus astros
extasiados. ¡Oh emblema nupcial! ¡Oh dulce acorde transpirado! La noche tiene
ahora escudo de armas como reina, dos miradas, dos alientos, dos palabras que
el silencio crispa en un augurio de cemento eternizado.
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