Horacio Fortunato había alcanzado los cuarenta y seis años cuando entró en su vida la
judía escuálida que estuvo a punto de cambiarle sus hábitos de truhán y destrozarle la
fanfarronería. Era de raza de gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y
una habilidad natural para dar saltos mortales y a la edad en que otras criaturas se
arrastran como gusanos, ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la
dentadura al león. Antes de que su padre lo convirtiera en una empresa seria, en vez
de la humorada que hasta entonces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas
que glorias. En algunas épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos
o tres miembros del clan deambulando por los caminos en un destartalado carromato,
con una carpa rotosa que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio
cargó solo con el peso de todo el espectáculo durante años; caminaba en la cuerda
floja, hacía malabarismos con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía
tanto naranjas como serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con
su única compañera, una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el
abuelo logró sobreponerse al infortunio y mientras muchos otros circos sucumbieron
vencidos por otras diversiones modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo
retirarse al sur del continente a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole
una empresa sin deudas a su hijo Fortunato. Este hombre carecía de la humildad de su
padre y no era proclive a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un
chimpancé, pero en cambio estaba dotado de una firme prudencia de comerciante.
Bajo su dirección el circo creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más
grande del país. Tres carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto
tenderete de los malos tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de
fieras amaestradas, y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas,
incluyendo al único enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta
de la carabela de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo
Internacional Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como
antes lo hiciera con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales
desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes
ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con la
carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se
quedaba sin saber que el circo había llegado.
Fortunato II se casó con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron
Horacio. La mujer se quedó en un lugar de paso, decidida a independizarse del marido
y mantenerse mediante su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella
prevaleció un recuerdo difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la
imagen de su madre de las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él
tenía diez años, su padre se casó con otra artista del circo, esta vez con una
equitadora capaz de equilibrarse de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una
grupa a otra con los ojos vendados. Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes
que usara, no podía quitarse un rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y
esfuerzo. En su regazo magnífico el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único,
encontraba consuelo por la ausencia de su madre. Pero con el tiempo la equitadora
también partió sin despedirse. En la madurez Fortunato se casó en terceras nupcias
con una suiza que andaba conociendo América en un bus de turistas. Estaba cansado
de su existencia de beduino y se sentía viejo para nuevos sobresaltos, de modo que
cuando ella se lo pidió no tuvo ni el menor inconveniente en cambiar el circo por un
destino sedentario y acabó instalado en una finca de los Alpes, entre cerros y bosques
bucólicos. Su hijo Horacio, que ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la
empresa.
Horacio se había criado en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir
siempre sobre ruedas y vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte.
No envidiaba en absoluto a otras criaturas que iban de uniforme gris a la escuela y
tenían trazados sus destinos desde antes de nacer. Por contraste, él se sentía
poderoso y libre. Conocía todos los secretos del circo y con la misma actitud
desenfadada limpiaba los excrementos de las fieras o se balanceaba a cincuenta
metros de altura vestido de húsar, seduciendo al público con su sonrisa de delfín. Si en
algún momento añoró algo de estabilidad, no lo admitió ni dormido. La experiencia de
haber sido abandonado, primero por la madre y luego por la madrastra, lo hizo
desconfiado, sobre todo de las mujeres, pero no llegó a convertirse en un cinico,
porque del abuelo había heredado un corazón sentimental. Tenía un inmenso talento
circense, pero más que el arte le interesaba el aspecto comercial del negocio. Desde
pequeño se propuso ser rico, con la ingenua intención de conseguir con dinero la
seguridad que no obtuvo en su familia. Multiplicó los tentáculos de la empresa
comprando una cadena de estadios de boxeo en varias capitales. Del boxeo pasó
naturalmente a la lucha libre y como era hombre de imaginación juguetona,
transformó ese grosero deporte en un espectáculo dramático. Fueron iniciativas suyas
la Momia, que se presentaba en el ring dentro de un sarcófago egipcio; Tarzán,
cubriendo sus impudicias con una piel de tigre tan pequeña que a cada salto del
luchador el público retenía el aliento a la espera de alguna revelación; el Ángel, que
apostaba su cabellera de oro y cada noche la perdía bajo las tijeras del feroz Kuramoto
-un indio mapuche disfrazado de samurai- para reaparecer al día siguiente con sus
rizos intactos, prueba irrefutable de su condición divina. Éstas y otras aventuras
comerciales, así como sus apariciones públicas con un par de guardaespaldas, cuyo
papel consistía en intimidar a sus competidores y picar la curiosidad de las mujeres, le
dieron un prestigio de hombre malo, que él celebraba con enorme regocijo. Llevaba
una buena vida, viajaba por el mundo cerrando tratos y buscando monstruos, aparecía
en clubes y casinos, poseía una mansión de cristal en California y un rancho en
Yucatán, pero vivía la mayor parte del año en hoteles de ricos. Disfrutaba de la
compañía de rubias de alquiler. Las escogía suaves y de senos frutales, como
homenaje al recuerdo de su madrastra, pero no se afligía demasiado por asuntos
amorosos y cuando su abuelo le reclamaba que se casara y echara hijos al mundo para
que el apellido de los Fortunato no se desintegrara sin heredero, él replicaba que ni
demente subiría al patíbulo matrimonial. Era un hombronazo moreno con una melena
peinada a la cachetada, ojos traviesos y una voz autoritaria, que acentuaba su alegre
vulgaridad. Le preocupaba la elegancia y se compraba ropa de duque, pero sus trajes
resultaban un poco brillantes, las corbatas algo audaces, el rubí de su anillo demasiado
ostentoso, su fragancia muy penetrante. Tenía el corazón de un domador de leones y
ningún sastre inglés lograba disimularlo.
Este hombre, que había pasado buena parte de su existencia alborotando el aire con
sus despilfarros, se cruzó un martes de marzo con Patricia Zimmerman y se le
terminaron la inconsecuencia del espíritu y la claridad del pensamiento. Se hallaba en
el único restaurante de esta ciudad donde todavía no dejan entrar negros, con cuatro
compinches y una diva a quien pensaba llevar por una semana a las Bahamas, cuando
Patricia entró al salón del brazo de su marido, vestida de seda y adornada con algunos
de esos diamantes que hicieron célebre a la firma Zimmerman y Cía. Nada más
diferente a su inolvidable madrastra olorosa a sudor de caballos o a las rubias
complacientes, que esa mujer. La vio avanzar, pequeña, fina, los huesos del escote a
la vista y el cabello castaño recogido en un moño severo, y sintió las rodillas pesadas y
un ardor insoportable en el pecho. Él prefería a las hembras simples y bien dispuestas
para la parranda y a esa mujer había que mirarla de cerca para valorar sus virtudes, y
aun así sólo serían visibles para un ojo entrenado en apreciar sutilezas, lo cual no era
el caso de Horacio Fortunato. Si la vidente de su circo hubiera consultado su bola de
cristal para profetizarle que se enamoraría al primer vistazo de una aristócrata
cuarentona y altanera, se habría reído de buena gana, pero eso mismo le ocurrió al
verla avanzar en su dirección como la sombra de alguna antigua emperatriz viuda, en
su atavío oscuro y con las luces de todos esos diamantes refulgiendo en su cuello.
Patricia pasó por su lado y durante un instante se detuvo ante ese gigante con la
servilleta colgada del chaleco y un rastro de salsa en la comisura de la boca. Horacio
Fortunato alcanzó a percibir su perfume y apreciar su perfil aguileño y se olvidó por
completo de la diva, los guardaespaldas, los negocios y todos los propósitos de su
vida, y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la
mejor manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus
invitados se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia
Zimmerman se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún
designio torcido.
Esa misma noche llegó a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de
orquídeas. Patricia miró la tarjeta, un rectángulo color sepia con un nombre de novela
escrito en arabescos dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se
trataba del tipo engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la
esperanza de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero
de sus flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta,
sin tarjeta. El mayordomo también la colocó en la basura. El resto de la semana
despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda,
una pirámide de claveles blancos en copa de plata, una docena de tulipanes negros
importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra
caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán,
cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a
responder al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le
ocurrió el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó
de salir porque encontraba a Fortunato en lugares inesperados: observándola desde el
palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes de
que su chófer alcanzara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión en un
ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya se le pasará,
ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal sueño, seguía allí,
al otro lado de las paredes, resoplando. La mujer pensó llamar a la policía o recurrir a
su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió. Una mañana estaba atendiendo
su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció la visita del presidente de la
empresa Fortunato e Hijos.
-¿En mi propia casa, cómo se atreve? -murmuró Patricia con el corazón al galope.
Necesitó echar mano de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en
salones, para disimular el temblor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la
tentación de enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero comprendió
que le fallarían las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo.
-Dígale que no estoy. Muéstrele la puerta y avísele a los empleados que ese caballero
no es bienvenido en esta casa -ordenó.
Al día siguiente no hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de
alivio o de despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana
se sintió libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza.
Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza.
Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de terciopelo morado con la marca
de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando que su
marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado de una de
esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer y a detestar. El
dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventurero parecía dispuesto a
arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una joya imposible de
disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a su casa. Esta vez no
era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores recibidas hasta
entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en su escritorio. Media
hora más tarde llamó al chófer y lo mandó a entregar un paquete a la misma dirección
donde había devuelto varias cartas. Al desprenderse de la joya no sintió alivio alguno,
por el contrario, tenía la impresión de hundirse en un pantano.
Pero para esa fecha también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni
un paso, dando vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para
cortejar a una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas
eran diferentes a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui,
no podía continuar así por mucho tiempo, su salud de toro empezaba a resentirse,
dormía a sacudones, se le acababa el aire en el pecho, el corazón se le atolondraba,
sentía fuego en el estómago y campanas en las sienes. Sus negocios también sufrían el
impacto de su mal de amor, tomaba decisiones precipitadas y perdía dinero. Carajo, ya
no sé quién soy ni dónde estoy parado, maldita sea, refunfuñaba sudando, pero ni por
un momento consideró la posibilidad de abandonar la cacería.
Con el estuche morado de nuevo en sus manos, abatido en un sillón del hotel donde se
hospedaba, Fortunato se acordó de su abuelo. Rara vez pensaba en su padre, pero a
menudo volvía a su memoria ese abuelo formidable que a los noventa y tantos años
todavía cultivaba sus hortalizas. Tomó el teléfono y pidió una comunicación de larga
distancia.
El viejo Fortunato estaba casi sordo y tampoco podía asimilar el mecanismo de ese
aparato endemoniado que le traía voces desde el otro extremo del planeta, pero la
mucha edad no le había quitado la lucidez. Escuchó lo mejor que pudo el triste relato
de su nieto, sin interrumpirlo hasta el final.
-De modo que esa zorra se está dando el lujo de burlarse de mi muchacho, ¿eh? -Ni
siquiera me mira, Nono. Es rica, bella, noble, tiene todo.
-Ajá... y también tiene marido. -También, pero eso es lo de menos. ¡Si al menos me
dejara hablarle! -¿Hablarle? ¿Y para qué? No hay nada que decirle a una mujer como
ésa, hijo.
-Le regalé un collar de reina y me lo devolvió sin una sola palabra.
-Dale algo que no tenga.
-¿Qué, por ejemplo? -Un buen motivo para reírse, eso nunca falla con las mujeres -y el
abuelo se quedó dormido con el auricular en la mano, soñando con las doncellas que lo
amaron cuando realizaba acrobacias mortales en el trapecio y bailaba con su mona.
Al día siguiente el joyero Zimmerman recibió en su oficina a una espléndida joven,
manicurista de profesión, según explicó, que venía a ofrecerle por la mitad de precio el
mismo collar de esmeraldas que él había vendido cuarenta y ocho horas antes. El
joyero recordaba muy bien al comprador, imposible olvidarlo, un patán presumido.
-Necesito una joya capaz de tumbarle las defensas a una dama arrogante -había dicho.
Zimmerman le pasó revista en un segundo y decidió que debía ser uno de esos nuevos
ricos del petróleo o la cocaína. No tenía humor para vulgaridades, estaba habituado a
otra clase de gente. Rara vez atendía él mismo a los clientes, pero ese hombre había
insistido en hablar con él y parecía dispuesto a gastar sin vacilaciones.
-¿Qué me recomienda usted? -había preguntado ante la bandeja donde brillaban sus
más valiosas prendas. -Depende de la señora. Los rubíes y las perlas lucen bien sobre
la piel morena, las esmeraldas sobre piel más clara, los diamantes son perfectos
siempre.
-Tiene demasiados diamantes. Su marido se los regala como si fueran caramelos.
Zimmerman tosió. Le repugnaba esa clase de confidencias. El hombre tomó el collar, lo
levantó hacia la luz sin ningún respeto, lo agitó como un cascabel y el aire se llenó de
tintineos y de chispas verdes, mientras la úlcera del joyero daba un respingo.
-¿Cree que las esmeraldas traen buena suerte? -Supongo que todas las piedras
preciosas cumplen ese requisito, señor, pero no soy supersticioso.
-Ésta es una mujer muy especial. No puedo equivocarme con el regalo, ¿comprende? -
Perfectamente. Pero por lo visto eso fue lo que ocurrió, se dijo Zimmerman sin poder
evitar una sonrisa sarcástica, cuando esa muchacha le llevó de vuelta el collar. No, no
había nada malo en la joya, era ella la que constituía un error. Había imaginado una
mujer más refinada, en ningún caso una manicurista con esa cartera de plástico y esa
blusa ordinaria, pero la muchacha lo intrigaba, había algo vulnerable y patético en ella,
pobrecita, no tendrá un buen final en manos de ese bandolero, pensó.
-Es mejor que me lo diga todo, hija -dijo Ziminerman, finalmente.
La joven le soltó el cuento que había memorizado y una hora después salió de la
oficina con paso ligero. Tal como lo había planeado desde un comienzo, el joyero no
sólo había comprado el collar, sino que además la había invitado a cenar.
Le resultó fácil darse cuenta de que Zimmerman era uno de esos hombres astutos y
desconfiados para los negocios, pero ingenuo para todo lo demás y que sería sencillo
mantenerlo distraído por el tiempo que Horacio Fortunato necesitara y estuviera
dispuesto a pagar.
Esa fue una noche memorable para Zimnierman, quien había contado con una cena y
se encontró viviendo una pasión inesperada. Al día siguiente volvió a ver a su nueva
amiga y hacia el fin de semana le anunció tartamudeando a Patricia que partía por
unos días a Nueva York a una subasta de alhajas rusas, salvadas de la masacre de
Ekaterimburgo. Su mujer no le prestó atención.
Sola en su casa, sin ánimo para salir y con ese dolor de cabeza que iba y venía sin
darle descanso, Patricia decidió dedicar el sábado a recuperar fuerzas. Se instaló en la
terraza a hojear unas revistas de moda. No había llovido en toda la semana y el aire
estaba seco y denso. Leyó un rato hasta que el sol comenzó a adormecerla, el cuerpo
le pesaba, se le cerraban los ojos y la revista cayó de sus manos. En eso le llegó un
rumor desde el fondo del jardín y pensó en el jardinero, un tipo testarudo, quien en
menos de un año había transformado su propiedad en una jungla tropical, arrancando
sus macizos de crisantemos para dar paso a una vegetación desbordada. Abrió los
ojos, miró distreída contra el sol y notó que algo de tamaño desusado se movía en la
copa del aguacate. Se quitó los lentes oscuros y se incorporó. No había duda, una
sombra se agitaba allá arriba y no era parte del follaje.
Patricia Zimmerman dejó el sillón y avanzó un par de pasos, entonces pudo ver con
nitidez a un fantasma vestido de azul con una capa dorada que pasó volando a varios
metros de altura, dio una voltereta en el aire y por un instante pareció detenerse en el
gesto de saludarla desde el cielo. Ella sofocó un grito, segura de que la aparición caería
como una piedra y se desintegraría al tocar tierra, pero la capa se infló y aquel
coleóptero radiante estiró los brazos y se aferró a un níspero vecino. De inmediato
surgió otra figura azul colgada de las piernas en la copa del otro árbol, columpiando
por las muñecas a una niña coronada de flores. El primer trapecista hizo una señal y el
segundo le lanzó a la criatura, quien alcanzó a soltar una lluvia de mariposas de papel
antes de verse cogida por los tobillos. Patricia no atinó a moverse mientras en las
alturas volaban esos silenciosos pájaros con capas de oro.
De pronto un alarido llenó el jardín, un grito largo y bárbaro que distrajo a Patricia de
los trapecistas. Vio caer una gruesa cuerda por una pared lateral de la propiedad y por
allí descendió Tarzán en persona, el mismo de la matiné en el cinematógrafo y de las
historietas de su infancia, con su mísero taparrabo de piel de tigre y un mono
auténtico sentado en su cadera, abrazándolo por la cintura. El Rey de la Selva aterrizó
con gracia, se golpeó el pecho con los puños y repitió el bramido visceral, atrayendo a
todos los empleados de la casa, que se precipitaron a la terraza. Patricia les ordenó
con un gesto que se quedaran quietos, mientras la voz de Tarzán se apagaba para dar
paso a un lúgubre redoble de tambores anunciando a una comitiva de cuatro egipcias
que avanzaban de medio lado, cabeza y pies torcidos, seguidos por un jorobado con
capucha a rayas, quien arrastraba una pantera negra al extremo de una cadena. Luego
aparecieron dos monjes cargando un sarcófago y más atrás un ángel de largos cabellos
áureos y cerrando el cortejo un indio disfrazado de japonés, en bata de levantarse y
encaramado en patines de madera. Todos se detuvieron detrás de la piscina. Los
monjes depositaron el ataúd sobre el césped, y mientras las vestales canturreaban en
alguna lengua muerta y el Ángel y Kuramoto lucían sus prodigiosas musculaturas, se
levantó la tapa del sarcófago y un ser de pesadilla emergió del interior. Cuando estuvo
de pie, con todos sus vendajes a la vista, fue evidente que se trataba de una momia
en perfecto estado de salud. En ese momento Tarzán lanzó otro aullido y sin que
mediara ninguna provocación se puso a dar saltos alrededor de los egipcios y a sacudir
al simio. La Momia perdió su paciencia milenaria, levantó un brazo y lo dejó caer como
un garrotazo en la nuca del salvaje, dejándolo inerte con la cara enterrada en el pasto.
La mona trepó chillando a un árbol. Antes de que el faraón embalsamado liquidara a
Tarzán con un segundo golpe, éste se puso de pie y se le fue encima rugiendo. Ambos
rodaron anudados en una posición inverosímil, hasta que se soltó la pantera y
entonces todos corrieron a buscar refugio entre las plantas y los empleados de la casa
volaron a meterse en la cocina. Patricia estaba a punto de lanzarse a la pileta, cuando
apareció por encantamiento un individuo de frac y sombrero de copa, que de un
sonoro latigazo detuvo en seco al felino y lo dejó en el suelo ronroneando como un
gato con las cuatro patas en el aire, lo cual permitió al jorobado recuperar la cadena,
mientras el otro se quitaba el sombrero y extraía de su interior una torta de merengue,
que trajo hasta la terraza y depositó a los pies de la dueña de casa.
Por el fondo del jardín aparecieron los demás de la comparsa: los músicos de la banda
tocando marchas militares, los payasos zurrándose bofetones, los enanos de las Cortes
Medievales, la equitadora de pie sobre su caballo, la mujer barbuda, los perros en
bicicleta, el avestruz vestido de colombina y por último una fila de boxeadores con sus
calzones de satén y sus guantes de reglamento, empujando una plataforma con ruedas
coronada por un arco de cartón pintado. Y allí, sobre ese estrado de emperador de
utilería, iba Horacio Fortunato con su melena aplastada con brillantina, su irrevocable
sonrisa de galán, orondo bajo su pórtico triunfal, rodeado por su circo inaudito,
aclamado por las trompetas y los platillos de su propia orquesta, el hombre más
soberbio, más enamorado y más divertido del mundo. Patricia lanzó una carcajada y
le salió al encuentro.
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