Quinquela Martín

domingo, 21 de marzo de 2021

"El cuento del gallo capón" de Gabriel García Márquez

 

Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.

"Día domingo" de Mario Vargas Llosa

 

Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio!". Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. 

En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de cabelleras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me fríego. “Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurríera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo. “Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma. -Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú. 

Otra vez una compacta mancha blanca en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando, dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión irreflexiva y total, hasta descubrir, con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus, pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron, se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus ojos de un brillo húmedo. Desolado, Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y el podía ver el nacimiento de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación pequeñitos y perfectos. -Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música, segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no quiere que ande con chicos hasta que termine el colegio. -Todas las mamás dicen lo mismo, Flora -insistió Miguel-. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los domingos. -Ya te contestaré, primero tengo que pensarlo –dijo Flora, bajando los ojos. Y después de unos segundos añadió-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde. Miguel sintió una profunda lasitud, algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba. -¿No estás enojada conmigo, Flora, no? -dijo humildemente. -No seas sonso -replicó ella, con vivacidad-. No estoy enojada. -Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel-. 

Pero nos seguiremos viendo, ¿no? ¿Iremos al cine esta tarde, no? -Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha. Una correntada cálida, violenta, lo invadió y se sintió herido, atontado, ante esa respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás de la cortina. La cólera empapó sus manos de golpe. -No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré de esto. Te prometo. -No puedo, de veras -dijo Flora-. Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar. Ni siquiera vio en esas últimas palabras una esperanza. Un rato después contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita celeste, bajo el arco majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los nombres de las muchachas invitadas por Martha, una tarde de domingo. 

Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo salvaba siempre que sufría una frustración: desde un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela Naval, a una tribuna levantada en el Parque; personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían. Aglomerada en las veredas, una multitud en la que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño azul, una amplia capa flotando a sus espaldas, Miguel desfilaba delante, mirando el horizonte. Levantada la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna estaba Flora, sonríendo. En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre vítores. Como el vaho de un espejo que se frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su cuarto. Se echó de bruces en la cama; en la tibia oscuridad, entre sus pupilas y sus párpados, apareció el rostro de la muchacha -"Te quiero, Flora", dijo él en voz alta-y luego Rubén, con su mandíbula insolente y su sonrisa hostil; estaban uno al lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo burlonamente mientras su boca avanzaba hacía Flora. Saltó de la cama. El espejo del armario le mostró un rostro ojeroso, lívido. "No la veré decidió. No me hará esto, no permitiré que me haga esa perrada". La avenida Pardo continuaba solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grau; allí vaciló. Sintió frío; había olvidado el saco en su cuarto y la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los ficus con un suave murmullo. La temida imagen de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre, dueños del ángulo que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y, después de un instante de sorpresa, se volvían hacía Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse. -Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo? -Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí? -Hace siglos que no venías -dijo Francisco. 

-Me provocó verlos -dijo Miguel, cordialmente-. Ya sabía que estaban aquí. ¿De qué se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco? Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente. -¡Cuncho! -gritó el Escolar-. Trae otro vaso. Que no esté muy mugriento. Cuncho trajo el vaso y el Escolar lo llenó de cerveza. Miguel dijo "por los pajarracos "y bebió. -Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus! -Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés, un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo-. ¿O no? -Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita. Nada más. Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido; jugueteaba con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes, silbaba La niña Popof, de Pérez Prado. -¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena, don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita? -Eso es un secreto. -Entre los pajarracos no hay secretos -recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado? Anda, ¿Quién era? -Qué te importa -dijo Miguel. -Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quien andas para saber quién eres. -Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-. Una a cero. -¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-. ¿Ustedes no? -Yo ya sé -dijo Tobías. -Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-. Y tú, cuñado, ¿adivinas quién es? -No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa. -Tengo llamitas en el estómago -dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza? 

El Melanés se pasó un patético dedo por la garganta: -I halJen't money, darling -dijo. -Pago una botella -anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién me sigue, hay que apagarle las llamitas a este baboso. -Cuncho, bájate media docena de Cristales -dijo Miguel. Hubo gritos de júbilo, exclamaciones. -Eres un verdadero pajarraco -afirmó Francisco. -Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-, sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri. Cuncho trajo las cervezas. Bebieron. Escucharon al Melanés referir historias sexuales, crudas, extravagantes y afiebradas y se entabló entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros bajaron en la avenida Arequipa. A la altura de Javier Prado subió el cachalote Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan? ; simulando gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado hacía el asíento de adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar. -Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-. Quería lucirse. -Es un retrasado mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años. A su edad, no tiene gracia. -Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-. Oiga chofer, ¿no ve que este cachalote está destrozando su carro? -¿Qué? -dijo el chofer, frenando en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso forcejeaba con la puerta. -Con su navaja -dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asíento. El cachalote logró salir por fin. Echó a correr por la avenida Arequipa; el chofer iba tras él, gritando: agarren a ese desgraciado. -¿Lo agarró? -preguntó el Melanés. 

-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor, de recuerdo. Aquí la tengo. Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso de pie. -Me voy -dijo-. Ya nos vemos. -No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos. Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron. -No puedo -dijo Rubén-. Tengo que hacer. -Anda vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita. -Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés. -No -exclamó Miguel-. Invito a todos o a ninguno. Si se va Rubén, nada. -Ya has oído, pajarraco Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte. -Tienes que quedarte -dijo el Melanés-, no hay tutias. -Me voy -dijo Rubén. -Lo que pasa es que estás borracho -dijo Miguel-. Te vas porque tienes miedo de quedar en ridículo delante de nosotros, eso es lo que pasa. -¿Cuántas veces te he llevado a tu casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado a subir la reja para que no te pesque tu papá? Resisto diez veces más que tú. -Resistias -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver? -Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo? -No. En este momento. -Miguel se volvió hacía los demás, abríendo los brazos-Pajarracos, estoy haciendo un desafío. Dichoso, comprobó que la antigua fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría que había provocado, vio a Rubén sentarse, pálido. -¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío. 

Pidieron bistecs a la chorrillana y una docena de cervezas. Tobías dispuso tres botellas para cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba mostrar animación, pero el temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido. Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos. -Ordena tú -dijo Miguel a Rubén. -Otras tres por cabeza. Después del primer vaso de la nueva tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza era una lentisima ruleta, todo se movía. -Me hago pis -dijo-. Voy al baño. Los pajarracos ríeron. -¿Te rindes? -preguntó Rubén. -Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que traigan más. En el baño, vomitó. Luego se lavó la cara, detenidamente, procurando borrar toda señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos. -Salud -dijo Rubén, levantando el vaso. "Está furioso, pensó Miguel. Pero ya lo fregué." -Huele a cadáver -dijo el Melanés-. Alguien se nos muere por aquí. -Estoy nuevecito -aseguró Miguel, tratando de dominar el asco y el mareo. -Salud -repetía Rubén. Cuando hubieron terminado la última cerveza, su estómago parecía de plomo, las voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus ojos, era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba a alzar la cabeza, la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico. -¿Te rindes, mocoso? 

Miguel se incorporó de golpe y empujó a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino el Escolar. -Los pajarracos no pelean nunca -dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están borrachos. Se acabó. Votación. El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana. -Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mirenlo. Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos, tenia la boca abierta y de su lengua chorreaba un hilo de saliva. -Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón que digamos, tomando cerveza. -No eres un campeón tomando cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el troné de las piscinas. -Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia te corroe? -Viva la Esther Williams de Miraflores -dijo el Melanés. -Tremendo vejete y ni siquiera sabes nadar -dijo Rubén-. ¿No quieres que te dé una clases? -Ya sabemos, maravilla -dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato de natación. Y todas las chicas se mueren por ti. Eres un campeoncito. -Este no es campeón de nada -dijo Miguel, con dificultad-. Es pura pose. -Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita? -No estoy borracho -aseguró Miguel-. Y tú eres pura pose. -Estás picado porque le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos. ¿Crees que no capto las cosas? -Pura pose -dijo Miguel-. Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste. -Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén-, que ni siquiera sabes correr olas. -Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-. Cualquiera te deja botado. -Cualquiera -dijo el Melanés-. Hasta Miguel, que es una madre. -Permitanme que me sonría -dijo Rubén. -Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba más. 

-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados. -Ganaste el campeonato por tu padre -dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas, donde quieras. -En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo. -Eres pura pose -dijo Miguel. El rostro de Rubén se iluminó de pronto y sus ojos, además de rencorosos, se volvieron arrogantes. -Te apuesto a ver quién llega primero a la reventazón -dijo. -Pura pose -dijo Miguel. -Si ganas -dijo Rubén-, te prometo que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la música a otra parte. -¿Qué te has creído? -balbuceó Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído? -Pajarracos -dijo Rubén, abríendo los brazos-, estoy haciendo un desafío. -Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-. ¿Por qué no se juegan a Flora a cara o sello? -Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la playa. -Están locos -dijo Francisco-. Yo no bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta. -Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos. -Cuando un pajarraco hace un desafío, todos se meten la lengua al bolsillo -dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven a entrar al agua, los tiramos nosotros. -Los dos están borrachos -insistió el Escolar-. El desafío no vale. -Cállate, Escolar -rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito que me cuides. -Bueno -dijo el Escolar, encogiendo los hombros-. Friégate, nomás. Salieron. Afuera los esperaba una atmósfera quieta, gris. Miguel respiró hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En la avenida Grau había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres cenicientos, de gruesos cabellos lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba ganando, poco a poco. -¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar. -Si -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien. En la esquina de la avenida Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes raíces de los árboles que irrumpían a veces en la superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se inclinó, ceremonioso. -Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo. Tobías las imitó, aflautando la voz: 

-Hola, Rubén, príncipe. La avenida Diagonal desemboca en una pequeña quebrada que se bifurca; por un lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una pendiente que contornea el cerro y llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado es parejo y brilla por el repaso de las llantas de los automóviles y los pies de los bañistas de muchisimos veranos. -Entremos en calor, campeones -gritó el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron. Corrían contra el viento y la delgada bruma que subían desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se expandía por su cuerpo a medida que el declive se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera, hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar se desvanecía a unos cincuenta metros de la orilla, en una espesa nube que parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras plantadas a lo largo de toda la bahía. -Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío. Al borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo. Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casí vertical, que baja hasta la playa. Los pajarracos contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre, y la superficie inusitada, bullente, cubierta por la espuma de las olas. -Me voy si este se rinde -dijo Rubén. -¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído? Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa. -¡Rubén! -gritó el Escolar-. ¿Estás loco? ¡Regresa! Pero Miguel y los otros también bajaban y el Escolar los siguió. En el verano, desde la baranda del largo y angosto edificio recostado contra el cerro, donde se hallan los cuartos de los bañistas, hasta el limite curvo del mar, había un declive de piedras plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivisimos, ni muchachas elásticas de cuerpos tostados, no resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres cuando una ola conseguia salpicarlos antes de regresar arrastrando rumorosas piedras y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corríente inundaba hasta el espacio limitado por las sombrias columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca, apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes de cemento, decorados por estalactitas y algas. -La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos? Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros serios. -Esperen hasta mañana -dijo el Escolar-. Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos. -Ya que hemos venido hasta aquí que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse ellos mismos. -Me parece bien -dijo Rubén-. ¿Y a ti? -También -dijo Miguel. Cuando estuvieron desnudos, 

Tobías bromeó acerca de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel. Descendieron. La madera de los escalones, lamida incesantemente por el agua desde hacía meses, estaba resbaladiza y muy suave. Prendido al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también cárdena, replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó; tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada de la próxima ola, que venia sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó: los brazos como lanzas, los cabellos alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni plegar las piernas, rebotó en la espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacía adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo frenético y sus pies iban trazando una estela cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabia que el fondo allí era escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su cuerpo fue azotado desde la frente hasta las rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus fuerzas para devolver a sus miembros el calor que el agua les había arrebatado de golpe. 

Estaba en esa extraña sección del mar de Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas, y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha liquida que escolta a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene soportar con paciencia y cierta malicia ese primer contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se avecina, sumergirse -apenas si reventó lejos y viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano-, aferrarse a alguna piedra y esperar atento el estruendo sordo de su paso, para emerger de un solo impulso y continuar avanzando disimuladamente con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral lentísima y escapar de pronto, en el momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos; el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas. Después de atravesar la zona encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la frente en cerquillo; tenia los dientes apretados. -¿Vamos? -Vamos. A los pocos minutos de estar nadando, Miguel sintió que el frío, momentáneamente desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia, insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire retenido y tomar otra provisión con la que hundía una vez más la frente y la barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz. A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad de una gaviota que planea. Miguel trataba de olvidar a Rubén y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra, brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran podido abrazar a un barco entero y lo hubieran revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas, mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de buey y banderas. Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle "por qué no descansamos un momento", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados, la piel tirante, el corazón acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un circulo de agua oscura, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equivoca que se iba disolviendo a su paso, no era transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces, sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza que había bebido, y pensó ''fijo que eso me ha debilitado". Al instante pareció que sus brazos y piernas desaparecían. 

Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó lo más ligero que pudo. "No llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste pero regresemos. “Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto, golpeando el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía. La agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén tenia muy enrojecidas las pupilas y la boca abierta. -Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-. Me parece que estamos nadando de costado a la playa. Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura. Rubén miró a todos lados. Miguel lo observaba, tenso. -Ya no se ve la playa -dijo Rubén. -Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel-. Hay mucha neblina. -No nos hemos torcido -dijo Rubén-. Mira. Ya se ve la espuma. En efecto, hasta ellos llegaban unos tumbos condecorados por una orla de espuma que se deshacía y, repentinamente, rehacía. Se miraron, en silencio. -Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel. -Si. Hemos nadado rápido. -Nunca había visto tanta neblina. -¿Estás muy cansado? -preguntó Rubén. -¿Yo? Estás loco. Sigamos. Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho "bueno, sigamos". Llegó a contar veinte brazadas antes de decirse que no podía más: casí no avanzaba, tenia la pierna derecha seminmovilizada por el frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando, gritó "¡Rubén!". Este seguia nadando. "¡Rubén, Rubén!". Giró y comenzó a nadar hacía la playa, a chapotear más bien, con desesperación, y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, seria bueno en el futuro, obedecería a sus padres, no faltaría a la misa del domingo y, entonces, recordó haber confesado a los pajarracos "voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita”y tuvo una certidumbre como una puñalada: Dios iba a castigarlo, ahogándolo en esas aguas turbias que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. 

En su angustia surgió entonces como un eco, cierta frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de religión, sobre la bondad divina que no conoce limites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-, moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo después rectificó, asustado, y prometió que en vez de hacerse sacerdote haría sacrificios y otras cosas, daría limosnas y Ahí descubrió que la vacilación y el regateo en ese instante critico podían ser fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!". Quedó perplejo, inmóvil, y fue de pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba el coraje, la rigidez de sus piernas se atenuaba. -Tengo calambre en el estómago -chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel. Sálvame, por lo que más quieras, no me dejes, hermanito. Flotaba hacía Rubén, y ya iba a acercársele cuando recordó, los náufragos sólo atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden con ellos, y se alejó pero los gritos lo aterraban y presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén, algo blanco y encogido que se hundía y emergía, gritó: "no te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no trates de agarrarme, si me agarras nos hundimos. Rubén, te vas a quedar quieto, hermanito, yo te voy a ja!ar de la cabeza, no me toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba todos sus sentidos, apenas escuchaba a Rubén quejarse monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos, "me voy a morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas. Estaba exhausto cuando se detuvo. Sostenia a Rubén con una mano, con la otra trazaba círculos en la superficie. Respiró hondo por la boca. Rubén tenia la cara contraída por el dolor, los labios plegados en una mueca insolita. -Hermanito -susurró Miguel-, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así. Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos, movió la cabeza débilmente. -Grita, hermanito -repitió Miguel-. Trata de estirarte. Voy a sobarte el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer. Su mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del vientre. La repasó, muchas veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡no quiero morirme, Miguel, sálvame!". Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez que un tumbo los sorprendia, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin detenerse un momento, cerrando los ojos a veces, animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente y orgulloso, estimulante, que lo protegia contra el frío y la fatiga. Una piedra raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podía pararse y pasaba los brazos en torno a Rubén. 

Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse de espaldas, y soportándolo en el antebrazo, lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del todo y con sus manos se frotaba también. -¿Estás mejor? -Si, hermanito, ya estoy bien. Salgamos. Una alegría inexpresable los colmaba mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados hacía adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, en pie en la galería de las mujeres, mirándolos. -Oye -dijo Rubén. -Si. -No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre muy amigos, Miguel. No me hagas eso. -¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes. Salieron tiritando. Se sentaron en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos. -Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías. -Hace más de una hora que están adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿Cómo ha sido la cosa? Hablando con calma, mientras se secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó: -Nada. Llegamos a la revenuzón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo. Sobre la espalda de Miguel, que se había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación. -Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés. Miguel no respondió. Sonriendo, pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar; todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir dorado.


"Don Sebastián - Rey de Portugal" de Fernando Pessoa

 

Loco, sí, loco, por querer grandeza
cual la Suerte no da.
En mí no cupo toda mi certeza;
por eso donde el arenal está
quedó aquel ser que tuve, no el que hay.

De mi locura, que otros se apoderen
con lo que en ella había.
¿Qué es sin locura el hombre
más que un animal sano,
cadáver aplazado que procrea?

"Envío" de Rosario Ferré

 

a mi madre, y a la estatua de mi madre,
a mis tías, y a sus modales exquisitos,
a Marta, así como también María,
porque supo escoger la mejor parte,
a Francesca, la inmortal, porque desde su infierno insiste
en cantarle al amor y a la agonía,
a Catalina, de deslaza sobre el agua
las obscenidades más prístinas de su éxtasis
únicamente cuando silba el hacha,
a Rosario, y a la sombra de Rosario,
a las erinnias y a las furias que entablaron
junto a su cuna el duelo y la porfía,
a todas las que juntas accedieron
a lo que también consentí,
dedico el cumplimiento de estos versos:
porque canto,
porque coso y brillo y limpio y aún me duelen
los huesos musicales de mi alma,
porque lloro y escribo en una copa
el jugo natural de mi experiencia,
me declaro hoy enemiga de ese exánime
golpe de mi mano airada
con que vengo mi desdicha y mi destino,
porque amo,
porque vivo y soy mujer, y no me animo
a amordazar sin compasión a mi conciencia,
porque río y cumplo y plancho entre nosotras
los mínimos dobleces de mi caos,
me declaro hoy a favor del gozo y de la gloria.

"Ciudadano ocasional" de Pablo Cassi

 

Admito hace tiempo
que una ausencia viene anunciándose a sí misma,
gestos de mínimo romanticismo
en la unanimidad de las pupilas.

Me abandono a la emoción de sentirme solo,
ávido de distancias y nuevas ciudades.

Si pudiera sorprenderme
con la mirada de otros ojos
declararme neutral o simplemente un ciudadano ocasional,
no indagaría su nombre en los libros de Joaquín De Montezuma
en las flores que no han perdido sus pétalos después del otoño.

Esa noche estaba resuelto,
no habría para nosotros esa versión inteligente de los amantes.

Pablo Cassi, escritor chileno.

"A lo lejos… un canto" de Romeo Murga

 

A lo lejos se escucha un canto, vago y tembloroso, lejano, lejano… Una voz de niña, que en él va llorando, vibra cono un dulce timbre puro y claro. Solo y triste marcho por este camino que guardan los álamos. (Las casa que esperan al desesperado se ven al extremo del camino largo). Lentamente marcho.

Brillan las estrellas. Sollozan los álamos. Y llega de lejos, el canto. Al oírlo, todo se ha callado: el viento que pasa y el camino largo, la voz que en mí mismo me habla del pasado, la noche, los álamos… Y estoy solo, y triste, y alegre, y temblando, lleno de unas voces que nunca he escuchado, y más cerca que antes de tu amor lejano. Brillan las estrellas en el cielo pálido. Lentamente marcho. Junto a mí, la negra sombra de los álamos. A lo lejos, el canto…

sábado, 13 de marzo de 2021

"Regalo para una novia" de Isabel Allende

 

Horacio Fortunato había alcanzado los cuarenta y seis años cuando entró en su vida la

judía escuálida que estuvo a punto de cambiarle sus hábitos de truhán y destrozarle la

fanfarronería. Era de raza de gente de circo, de esos que nacen con huesos de goma y

una habilidad natural para dar saltos mortales y a la edad en que otras criaturas se

arrastran como gusanos, ellos se cuelgan del trapecio cabeza abajo y le cepillan la

dentadura al león. Antes de que su padre lo convirtiera en una empresa seria, en vez

de la humorada que hasta entonces había sido, el Circo Fortunato pasó por más penas

que glorias. En algunas épocas de catástrofe o desorden, la compañía se reducía a dos

o tres miembros del clan deambulando por los caminos en un destartalado carromato,

con una carpa rotosa que levantaban en pueblos de lástima. El abuelo de Horacio

cargó solo con el peso de todo el espectáculo durante años; caminaba en la cuerda

floja, hacía malabarismos con antorchas encendidas, tragaba sables toledanos, extraía

tanto naranjas como serpientes de un sombrero de copa y bailaba gracioso minué con

su única compañera, una mona ataviada de miriñaque y sombrero emplumado. Pero el

abuelo logró sobreponerse al infortunio y mientras muchos otros circos sucumbieron

vencidos por otras diversiones modernas, él salvó el suyo y al final de su vida pudo

retirarse al sur del continente a cultivar un huerto de espárragos y fresas, dejándole

una empresa sin deudas a su hijo Fortunato. Este hombre carecía de la humildad de su

padre y no era proclive a los equilibrios en la cuerda o a las piruetas con un

chimpancé, pero en cambio estaba dotado de una firme prudencia de comerciante.

Bajo su dirección el circo creció en tamaño y prestigio, hasta convertirse en el más

grande del país. Tres carpas monumentales pintadas a rayas reemplazaban el modesto

tenderete de los malos tiempos, jaulas diversas albergaban un zoológico ambulante de

fieras amaestradas, y otros vehículos de fantasía transportaban a los artistas,

incluyendo al único enano hermafrodita y ventrílocuo de la historia. Una réplica exacta

de la carabela de Cristóbal Colón transportada sobre ruedas, completaba el Gran Circo

Internacional Fortunato. Esta enorme caravana ya no navegaba a la deriva, como

antes lo hiciera con el abuelo, sino que iba en línea recta por las carreteras principales

desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, deteniéndose sólo en las grandes

ciudades, donde entraba con tal escándalo de tambores, elefantes y payasos, con la

carabela a la cabeza como un prodigioso recuerdo de la Conquista, que nadie se

quedaba sin saber que el circo había llegado.


Fortunato II se casó con una trapecista y con ella tuvo un hijo a quien llamaron

Horacio. La mujer se quedó en un lugar de paso, decidida a independizarse del marido

y mantenerse mediante su incierto oficio, dejando al niño con su padre. De ella

prevaleció un recuerdo difuso en la mente de su hijo, quien no lograba separar la

imagen de su madre de las numerosas acróbatas que conoció en su vida. Cuando él

tenía diez años, su padre se casó con otra artista del circo, esta vez con una

equitadora capaz de equilibrarse de cabeza sobre un animal al galope o saltar de una

grupa a otra con los ojos vendados. Era muy bella. Por mucha agua, jabón y perfumes

que usara, no podía quitarse un rastro de olor a caballo, un seco aroma de sudor y

esfuerzo. En su regazo magnífico el pequeño Horacio, envuelto en ese olor único,

encontraba consuelo por la ausencia de su madre. Pero con el tiempo la equitadora

también partió sin despedirse. En la madurez Fortunato se casó en terceras nupcias

con una suiza que andaba conociendo América en un bus de turistas. Estaba cansado

de su existencia de beduino y se sentía viejo para nuevos sobresaltos, de modo que

cuando ella se lo pidió no tuvo ni el menor inconveniente en cambiar el circo por un

destino sedentario y acabó instalado en una finca de los Alpes, entre cerros y bosques

bucólicos. Su hijo Horacio, que ya tenía veintitantos años, quedó a cargo de la

empresa.


Horacio se había criado en la incertidumbre de cambiar de lugar cada día, dormir

siempre sobre ruedas y vivir bajo una carpa, pero se sentía muy a gusto con su suerte.

No envidiaba en absoluto a otras criaturas que iban de uniforme gris a la escuela y

tenían trazados sus destinos desde antes de nacer. Por contraste, él se sentía

poderoso y libre. Conocía todos los secretos del circo y con la misma actitud

desenfadada limpiaba los excrementos de las fieras o se balanceaba a cincuenta

metros de altura vestido de húsar, seduciendo al público con su sonrisa de delfín. Si en

algún momento añoró algo de estabilidad, no lo admitió ni dormido. La experiencia de

haber sido abandonado, primero por la madre y luego por la madrastra, lo hizo

desconfiado, sobre todo de las mujeres, pero no llegó a convertirse en un cinico,

porque del abuelo había heredado un corazón sentimental. Tenía un inmenso talento

circense, pero más que el arte le interesaba el aspecto comercial del negocio. Desde

pequeño se propuso ser rico, con la ingenua intención de conseguir con dinero la

seguridad que no obtuvo en su familia. Multiplicó los tentáculos de la empresa

comprando una cadena de estadios de boxeo en varias capitales. Del boxeo pasó

naturalmente a la lucha libre y como era hombre de imaginación juguetona,

transformó ese grosero deporte en un espectáculo dramático. Fueron iniciativas suyas

la Momia, que se presentaba en el ring dentro de un sarcófago egipcio; Tarzán,

cubriendo sus impudicias con una piel de tigre tan pequeña que a cada salto del

luchador el público retenía el aliento a la espera de alguna revelación; el Ángel, que

apostaba su cabellera de oro y cada noche la perdía bajo las tijeras del feroz Kuramoto

-un indio mapuche disfrazado de samurai- para reaparecer al día siguiente con sus

rizos intactos, prueba irrefutable de su condición divina. Éstas y otras aventuras

comerciales, así como sus apariciones públicas con un par de guardaespaldas, cuyo

papel consistía en intimidar a sus competidores y picar la curiosidad de las mujeres, le

dieron un prestigio de hombre malo, que él celebraba con enorme regocijo. Llevaba

una buena vida, viajaba por el mundo cerrando tratos y buscando monstruos, aparecía

en clubes y casinos, poseía una mansión de cristal en California y un rancho en

Yucatán, pero vivía la mayor parte del año en hoteles de ricos. Disfrutaba de la

compañía de rubias de alquiler. Las escogía suaves y de senos frutales, como

homenaje al recuerdo de su madrastra, pero no se afligía demasiado por asuntos

amorosos y cuando su abuelo le reclamaba que se casara y echara hijos al mundo para

que el apellido de los Fortunato no se desintegrara sin heredero, él replicaba que ni

demente subiría al patíbulo matrimonial. Era un hombronazo moreno con una melena

peinada a la cachetada, ojos traviesos y una voz autoritaria, que acentuaba su alegre

vulgaridad. Le preocupaba la elegancia y se compraba ropa de duque, pero sus trajes

resultaban un poco brillantes, las corbatas algo audaces, el rubí de su anillo demasiado

ostentoso, su fragancia muy penetrante. Tenía el corazón de un domador de leones y

ningún sastre inglés lograba disimularlo.


Este hombre, que había pasado buena parte de su existencia alborotando el aire con

sus despilfarros, se cruzó un martes de marzo con Patricia Zimmerman y se le

terminaron la inconsecuencia del espíritu y la claridad del pensamiento. Se hallaba en

el único restaurante de esta ciudad donde todavía no dejan entrar negros, con cuatro

compinches y una diva a quien pensaba llevar por una semana a las Bahamas, cuando

Patricia entró al salón del brazo de su marido, vestida de seda y adornada con algunos

de esos diamantes que hicieron célebre a la firma Zimmerman y Cía. Nada más

diferente a su inolvidable madrastra olorosa a sudor de caballos o a las rubias

complacientes, que esa mujer. La vio avanzar, pequeña, fina, los huesos del escote a

la vista y el cabello castaño recogido en un moño severo, y sintió las rodillas pesadas y

un ardor insoportable en el pecho. Él prefería a las hembras simples y bien dispuestas

para la parranda y a esa mujer había que mirarla de cerca para valorar sus virtudes, y

aun así sólo serían visibles para un ojo entrenado en apreciar sutilezas, lo cual no era

el caso de Horacio Fortunato. Si la vidente de su circo hubiera consultado su bola de

cristal para profetizarle que se enamoraría al primer vistazo de una aristócrata

cuarentona y altanera, se habría reído de buena gana, pero eso mismo le ocurrió al

verla avanzar en su dirección como la sombra de alguna antigua emperatriz viuda, en

su atavío oscuro y con las luces de todos esos diamantes refulgiendo en su cuello.

Patricia pasó por su lado y durante un instante se detuvo ante ese gigante con la

servilleta colgada del chaleco y un rastro de salsa en la comisura de la boca. Horacio

Fortunato alcanzó a percibir su perfume y apreciar su perfil aguileño y se olvidó por

completo de la diva, los guardaespaldas, los negocios y todos los propósitos de su

vida, y decidió con toda seriedad arrebatarle esa mujer al joyero para amarla de la

mejor manera posible. Colocó su silla de medio lado y haciendo caso omiso de sus

invitados se dedicó a medir la distancia que le separaba de ella, mientras Patricia

Zimmerman se preguntaba si ese desconocido estaría examinando sus joyas con algún

designio torcido.


Esa misma noche llegó a la residencia de los Zimmerman un ramo descomunal de

orquídeas. Patricia miró la tarjeta, un rectángulo color sepia con un nombre de novela

escrito en arabescos dorados. De pésimo gusto, masculló, adivinando al punto que se

trataba del tipo engominado del restaurante y ordenó poner el regalo en la calle en la

esperanza de que el remitente anduviera rondando la casa y se enterara del paradero

de sus flores. Al día siguiente trajeron una caja de cristal con una sola rosa perfecta,

sin tarjeta. El mayordomo también la colocó en la basura. El resto de la semana

despacharon ramos diversos: un canasto con flores silvestres en un lecho de lavanda,

una pirámide de claveles blancos en copa de plata, una docena de tulipanes negros

importados de Holanda y otras variedades imposibles de encontrar en esta tierra

caliente. Todos tuvieron el mismo destino del primero, pero eso no desanimó al galán,

cuyo acecho se tornó tan insoportable que Patricia Zimmerman no se atrevía a

responder al teléfono por temor a escuchar su voz susurrándole indecencias, como le

ocurrió el mismo martes a las dos de la madrugada. Devolvía sus cartas cerradas. Dejó

de salir porque encontraba a Fortunato en lugares inesperados: observándola desde el

palco vecino en la ópera, en la calle dispuesto a abrirle la puerta del coche antes de

que su chófer alcanzara a esbozar el gesto, materializándose como una ilusión en un

ascensor o en alguna escalera. Estaba prisionera en su casa, asustada. Ya se le pasará,

ya se le pasará, se repetía, pero Fortunato no se disipó como un mal sueño, seguía allí,

al otro lado de las paredes, resoplando. La mujer pensó llamar a la policía o recurrir a

su marido, pero su horror al escándalo se lo impidió. Una mañana estaba atendiendo

su correspondencia, cuando el mayordomo le anunció la visita del presidente de la

empresa Fortunato e Hijos.


-¿En mi propia casa, cómo se atreve? -murmuró Patricia con el corazón al galope.

Necesitó echar mano de la implacable disciplina adquirida en tantos años de actuar en

salones, para disimular el temblor de sus manos y su voz. Por un instante tuvo la

tentación de enfrentarse con ese demente de una vez para siempre, pero comprendió

que le fallarían las fuerzas, se sentía derrotada antes de verlo.

-Dígale que no estoy. Muéstrele la puerta y avísele a los empleados que ese caballero

no es bienvenido en esta casa -ordenó.

Al día siguiente no hubo flores exóticas al desayuno y Patricia pensó, con un suspiro de

alivio o de despecho, que el hombre había entendido por fin su mensaje. Esa mañana

se sintió libre por primera vez en la semana y partió a jugar tenis y al salón de belleza.

Regresó a las dos de la tarde con un nuevo corte de pelo y un fuerte dolor de cabeza.

Al entrar vio sobre la mesa del vestíbulo un estuche de terciopelo morado con la marca

de Zimmerman impresa en letras de oro. Lo abrió algo distraída, imaginando que su

marido lo había dejado allí, y encontró un collar de esmeraldas acompañado de una de

esas rebuscadas tarjetas de color sepia, que había aprendido a conocer y a detestar. El

dolor de cabeza se le transformó en pánico. Ese aventurero parecía dispuesto a

arruinarle la existencia, no sólo le compraba a su propio marido una joya imposible de

disimular, sino que además se la enviaba con todo desparpajo a su casa. Esta vez no

era posible echar el regalo a la basura como las rumas de flores recibidas hasta

entonces. Con el estuche apretado contra el pecho se encerró en su escritorio. Media

hora más tarde llamó al chófer y lo mandó a entregar un paquete a la misma dirección

donde había devuelto varias cartas. Al desprenderse de la joya no sintió alivio alguno,

por el contrario, tenía la impresión de hundirse en un pantano.

Pero para esa fecha también Horacio Fortunato caminaba por un lodazal, sin avanzar ni

un paso, dando vueltas a tientas. Nunca había necesitado tanto tiempo y dinero para

cortejar a una mujer, aunque también era cierto, admitía, que hasta entonces todas

eran diferentes a ésta. Se sentía ridículo por primera vez en su vida de saltimbanqui,

no podía continuar así por mucho tiempo, su salud de toro empezaba a resentirse,

dormía a sacudones, se le acababa el aire en el pecho, el corazón se le atolondraba,

sentía fuego en el estómago y campanas en las sienes. Sus negocios también sufrían el

impacto de su mal de amor, tomaba decisiones precipitadas y perdía dinero. Carajo, ya

no sé quién soy ni dónde estoy parado, maldita sea, refunfuñaba sudando, pero ni por

un momento consideró la posibilidad de abandonar la cacería.

Con el estuche morado de nuevo en sus manos, abatido en un sillón del hotel donde se

hospedaba, Fortunato se acordó de su abuelo. Rara vez pensaba en su padre, pero a

menudo volvía a su memoria ese abuelo formidable que a los noventa y tantos años

todavía cultivaba sus hortalizas. Tomó el teléfono y pidió una comunicación de larga

distancia.


El viejo Fortunato estaba casi sordo y tampoco podía asimilar el mecanismo de ese

aparato endemoniado que le traía voces desde el otro extremo del planeta, pero la

mucha edad no le había quitado la lucidez. Escuchó lo mejor que pudo el triste relato

de su nieto, sin interrumpirlo hasta el final.

-De modo que esa zorra se está dando el lujo de burlarse de mi muchacho, ¿eh? -Ni

siquiera me mira, Nono. Es rica, bella, noble, tiene todo.

-Ajá... y también tiene marido. -También, pero eso es lo de menos. ¡Si al menos me

dejara hablarle! -¿Hablarle? ¿Y para qué? No hay nada que decirle a una mujer como

ésa, hijo.

-Le regalé un collar de reina y me lo devolvió sin una sola palabra.

-Dale algo que no tenga.

-¿Qué, por ejemplo? -Un buen motivo para reírse, eso nunca falla con las mujeres -y el

abuelo se quedó dormido con el auricular en la mano, soñando con las doncellas que lo

amaron cuando realizaba acrobacias mortales en el trapecio y bailaba con su mona.

Al día siguiente el joyero Zimmerman recibió en su oficina a una espléndida joven,

manicurista de profesión, según explicó, que venía a ofrecerle por la mitad de precio el

mismo collar de esmeraldas que él había vendido cuarenta y ocho horas antes. El

joyero recordaba muy bien al comprador, imposible olvidarlo, un patán presumido.

-Necesito una joya capaz de tumbarle las defensas a una dama arrogante -había dicho.

Zimmerman le pasó revista en un segundo y decidió que debía ser uno de esos nuevos

ricos del petróleo o la cocaína. No tenía humor para vulgaridades, estaba habituado a

otra clase de gente. Rara vez atendía él mismo a los clientes, pero ese hombre había

insistido en hablar con él y parecía dispuesto a gastar sin vacilaciones.

-¿Qué me recomienda usted? -había preguntado ante la bandeja donde brillaban sus

más valiosas prendas. -Depende de la señora. Los rubíes y las perlas lucen bien sobre

la piel morena, las esmeraldas sobre piel más clara, los diamantes son perfectos

siempre.


-Tiene demasiados diamantes. Su marido se los regala como si fueran caramelos.

Zimmerman tosió. Le repugnaba esa clase de confidencias. El hombre tomó el collar, lo

levantó hacia la luz sin ningún respeto, lo agitó como un cascabel y el aire se llenó de

tintineos y de chispas verdes, mientras la úlcera del joyero daba un respingo.

-¿Cree que las esmeraldas traen buena suerte? -Supongo que todas las piedras

preciosas cumplen ese requisito, señor, pero no soy supersticioso.

-Ésta es una mujer muy especial. No puedo equivocarme con el regalo, ¿comprende? -

Perfectamente. Pero por lo visto eso fue lo que ocurrió, se dijo Zimmerman sin poder

evitar una sonrisa sarcástica, cuando esa muchacha le llevó de vuelta el collar. No, no

había nada malo en la joya, era ella la que constituía un error. Había imaginado una

mujer más refinada, en ningún caso una manicurista con esa cartera de plástico y esa

blusa ordinaria, pero la muchacha lo intrigaba, había algo vulnerable y patético en ella,

pobrecita, no tendrá un buen final en manos de ese bandolero, pensó.

-Es mejor que me lo diga todo, hija -dijo Ziminerman, finalmente.

La joven le soltó el cuento que había memorizado y una hora después salió de la

oficina con paso ligero. Tal como lo había planeado desde un comienzo, el joyero no

sólo había comprado el collar, sino que además la había invitado a cenar.

Le resultó fácil darse cuenta de que Zimmerman era uno de esos hombres astutos y

desconfiados para los negocios, pero ingenuo para todo lo demás y que sería sencillo

mantenerlo distraído por el tiempo que Horacio Fortunato necesitara y estuviera

dispuesto a pagar.


Esa fue una noche memorable para Zimnierman, quien había contado con una cena y

se encontró viviendo una pasión inesperada. Al día siguiente volvió a ver a su nueva

amiga y hacia el fin de semana le anunció tartamudeando a Patricia que partía por

unos días a Nueva York a una subasta de alhajas rusas, salvadas de la masacre de

Ekaterimburgo. Su mujer no le prestó atención.

Sola en su casa, sin ánimo para salir y con ese dolor de cabeza que iba y venía sin

darle descanso, Patricia decidió dedicar el sábado a recuperar fuerzas. Se instaló en la

terraza a hojear unas revistas de moda. No había llovido en toda la semana y el aire

estaba seco y denso. Leyó un rato hasta que el sol comenzó a adormecerla, el cuerpo

le pesaba, se le cerraban los ojos y la revista cayó de sus manos. En eso le llegó un

rumor desde el fondo del jardín y pensó en el jardinero, un tipo testarudo, quien en

menos de un año había transformado su propiedad en una jungla tropical, arrancando

sus macizos de crisantemos para dar paso a una vegetación desbordada. Abrió los

ojos, miró distreída contra el sol y notó que algo de tamaño desusado se movía en la

copa del aguacate. Se quitó los lentes oscuros y se incorporó. No había duda, una

sombra se agitaba allá arriba y no era parte del follaje.

Patricia Zimmerman dejó el sillón y avanzó un par de pasos, entonces pudo ver con

nitidez a un fantasma vestido de azul con una capa dorada que pasó volando a varios

metros de altura, dio una voltereta en el aire y por un instante pareció detenerse en el

gesto de saludarla desde el cielo. Ella sofocó un grito, segura de que la aparición caería

como una piedra y se desintegraría al tocar tierra, pero la capa se infló y aquel

coleóptero radiante estiró los brazos y se aferró a un níspero vecino. De inmediato

surgió otra figura azul colgada de las piernas en la copa del otro árbol, columpiando

por las muñecas a una niña coronada de flores. El primer trapecista hizo una señal y el

segundo le lanzó a la criatura, quien alcanzó a soltar una lluvia de mariposas de papel

antes de verse cogida por los tobillos. Patricia no atinó a moverse mientras en las

alturas volaban esos silenciosos pájaros con capas de oro.


De pronto un alarido llenó el jardín, un grito largo y bárbaro que distrajo a Patricia de

los trapecistas. Vio caer una gruesa cuerda por una pared lateral de la propiedad y por

allí descendió Tarzán en persona, el mismo de la matiné en el cinematógrafo y de las

historietas de su infancia, con su mísero taparrabo de piel de tigre y un mono

auténtico sentado en su cadera, abrazándolo por la cintura. El Rey de la Selva aterrizó

con gracia, se golpeó el pecho con los puños y repitió el bramido visceral, atrayendo a

todos los empleados de la casa, que se precipitaron a la terraza. Patricia les ordenó

con un gesto que se quedaran quietos, mientras la voz de Tarzán se apagaba para dar

paso a un lúgubre redoble de tambores anunciando a una comitiva de cuatro egipcias

que avanzaban de medio lado, cabeza y pies torcidos, seguidos por un jorobado con

capucha a rayas, quien arrastraba una pantera negra al extremo de una cadena. Luego

aparecieron dos monjes cargando un sarcófago y más atrás un ángel de largos cabellos

áureos y cerrando el cortejo un indio disfrazado de japonés, en bata de levantarse y

encaramado en patines de madera. Todos se detuvieron detrás de la piscina. Los

monjes depositaron el ataúd sobre el césped, y mientras las vestales canturreaban en

alguna lengua muerta y el Ángel y Kuramoto lucían sus prodigiosas musculaturas, se

levantó la tapa del sarcófago y un ser de pesadilla emergió del interior. Cuando estuvo

de pie, con todos sus vendajes a la vista, fue evidente que se trataba de una momia

en perfecto estado de salud. En ese momento Tarzán lanzó otro aullido y sin que

mediara ninguna provocación se puso a dar saltos alrededor de los egipcios y a sacudir

al simio. La Momia perdió su paciencia milenaria, levantó un brazo y lo dejó caer como

un garrotazo en la nuca del salvaje, dejándolo inerte con la cara enterrada en el pasto.

La mona trepó chillando a un árbol. Antes de que el faraón embalsamado liquidara a

Tarzán con un segundo golpe, éste se puso de pie y se le fue encima rugiendo. Ambos

rodaron anudados en una posición inverosímil, hasta que se soltó la pantera y

entonces todos corrieron a buscar refugio entre las plantas y los empleados de la casa

volaron a meterse en la cocina. Patricia estaba a punto de lanzarse a la pileta, cuando

apareció por encantamiento un individuo de frac y sombrero de copa, que de un

sonoro latigazo detuvo en seco al felino y lo dejó en el suelo ronroneando como un

gato con las cuatro patas en el aire, lo cual permitió al jorobado recuperar la cadena,

mientras el otro se quitaba el sombrero y extraía de su interior una torta de merengue,

que trajo hasta la terraza y depositó a los pies de la dueña de casa.


Por el fondo del jardín aparecieron los demás de la comparsa: los músicos de la banda

tocando marchas militares, los payasos zurrándose bofetones, los enanos de las Cortes

Medievales, la equitadora de pie sobre su caballo, la mujer barbuda, los perros en

bicicleta, el avestruz vestido de colombina y por último una fila de boxeadores con sus

calzones de satén y sus guantes de reglamento, empujando una plataforma con ruedas

coronada por un arco de cartón pintado. Y allí, sobre ese estrado de emperador de

utilería, iba Horacio Fortunato con su melena aplastada con brillantina, su irrevocable

sonrisa de galán, orondo bajo su pórtico triunfal, rodeado por su circo inaudito,

aclamado por las trompetas y los platillos de su propia orquesta, el hombre más

soberbio, más enamorado y más divertido del mundo. Patricia lanzó una carcajada y

le salió al encuentro.

"Poema para el padre" de Alejandra Pizarnik

 

Y fue entonces
que con la lengua muerta y fría en la boca
cantó la canción que le dejaron cantar
en este mundo de jardines obscenos y de sombras
que venían a deshora a recordarle
cantos de su tiempo de muchacho
en el que no podía cantar la canción que quería cantar
la canción que le dejaron cantar
sino a través de sus ojos azules ausentes
de su boca ausente
de su voz ausente.
Entonces, desde la torre más alta de la ausencia
su canto resonó en la opacidad de lo ocultado
en la extensión silenciosa
llena de oquedades movedizas como las palabras que escribo.

"Relatos sobre el arte de Enseñar" de Paulo Coelho

 Parte 1

Confucio habla de los maestros y profesores 

Poco se conoce sobre la vida del filósofo chino Confucio: se cree que vivió entre 551-479 A.C. 

De sus obras conocidas, algunas son atribuidas directamente a él, otras fueron compiladas por sus discípulos. 

En uno de estos textos, "Conversaciones familiares", existe un interesante diálogo respecto al aprendizaje: Confucio se sentó para descansar, y pronto los alumnos empezaron a hacerle preguntas. 

Aquel día el Maestro estaba bien dispuesto, y decidió responder. -Usted consigue explicar muy bien todo lo que siente. ¿Por qué no va hasta el Emperador y habla con él? 

-El Emperador también hace bellos discursos -dijo Confucio. 

-Y los bellos discursos son apenas una cuestión de técnica; ellos no traen consigo la Virtud. 

-Entonces, envíele su libro de poemas. 

-Los trescientos poemas allí escritos pueden ser resumidos en una sola frase: "piensa correctamente". Este es el secreto. 

-¿Qué es pensar correctamente? 

-Es saber usar la mente y el corazón, la disciplina y la emoción. Cuando se desea una cosa, la vida nos guiará hacia ella, mas por caminos inesperados. Muchas veces nos dejamos confundir porque estos caminos nos sorprenden, y entonces creemos que estamos yendo en la dirección equivocada. Por eso yo dije: déjate llevar por la emoción, pero mantén la disciplina de seguir adelante. 

-¿Y usted hace eso? 

-A los quince años, comencé a aprender. A los treinta, pasé a tener la certeza de lo que deseaba. A los cuarenta, las dudas retornaron. A los cincuenta años, descubrí que el Cielo tiene un proyecto para mí y para cada hombre sobre la faz de la Tierra. A los sesenta, comprendí este proyecto y encontré la tranquilidad para seguirlo. Ahora, a los setenta años, puedo escuchar mi corazón sin que él me haga salir del camino. 

Entonces, ¿qué es lo que le hace diferente de los otros hombres que también aceptan la voluntad del Cielo? 

-Yo procuro dividirla con vosotros. Y quien consigue discutir una verdad antigua con una generación nueva debe usar su capacidad de enseñar. Esta es mi única cualidad: ser un buen profesor. 

-¿Qué es un buen profesor? 

-El que examina todo lo que enseña. Las ideas antiguas no pueden esclavizar al hombre porque ellas se adaptan y adquieren nuevas formas. Entonces, tomemos la riqueza filosófica del pasado sin olvidar los desafíos que el mundo presente nos propone. 

-¿Qué es un buen alumno? 

-Aquel que escucha lo que yo le digo, pero adapta mis enseñanzas a su vida y nunca las sigue al pie de la letra. Aquel que no busca un empleo, sino un trabajo que lo dignifica. Aquel que no busca ser notado, sino hacer algo notable.