Llevábamos nueve años en la costa catalana
y ya nos íbamos,
faltaban dos o tres días para el fin del exilio,
cuando la playa amaneció toda cubierta de nieve.
El sol encendía la nieve y alzaba,
a la orilla de la mar,
un gran fuego blanco que hacía llorar los ojos.
Era muy raro que nevara en la playa.
Yo nunca lo había visto,
y sólo algún viejo vecino del pueblo recordaba algo parecido,
de tiempos remotos.
Se veía muy contenta la mar,
lamiendo aquel inmenso helado,
y esa alegría de la mar
y esa blancura radiante fueron mis últimas imágenes de Calella de la Costa.
Yo quise responder a despedida tan bella,
pero no se me ocurrió nada.
Nada que hacer, nada que decir.
Nunca he sido bueno para los adioses.
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