Quinquela Martín

sábado, 11 de diciembre de 2021

"El Hablador" de Mario Vargas Llosa

 I

Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que

el malhadado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada. Había

visitado la reconstruida casa de Dante, la iglesita de San Martino del Vescovo y la callejuela

donde la leyenda dice que aquél vio por primera vez a Beatrice, cuando, en el pasaje de

Santa Margherita, una vitrina me paró en seco: arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro

con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma de algodón silvestre. Pero

fueron tres o cuatro fotografías las que me devolvieron, de golpe, el sabor de la selva peruana.

Los anchos ríos, los corpulentos árboles, las frágiles canoas, las endebles cabañas sobre

pilotes y los almácigos de hombres y mujeres, semidesnudos y pintarrajeados, contemplándome

fijamente desde sus cartulinas brillantes.

Naturalmente, entré. Con un extraño cosquilleo y el presentimiento de estar haciendo

una estupidez, arriesgándome por una curiosidad trivial a frustrar de algún modo el proyecto

tan bien planeado y ejecutado hasta ahora –leer a Dante y Machiavelli y ver pintura renacentista

durante un par de meses, en irreductible soledad–, a provocar una de esas discretas

hecatombes que, de tanto en tanto, ponen mi vida de cabeza. Pero, naturalmente, entré.

La galería era minúscula. Un solo cuarto de techo bajo en el que, para poder exhibir

todas las fotografías, habían añadido dos paneles, atiborrados también de imágenes por

ambos lados. Una muchacha flaca, de anteojos, sentada detrás de una mesita, me miró.

¿Se podía visitar la exposición «I nativi della foresta amazónica»?

–Ceno. Avanti, avanti.

No había objetos en el interior de la galería, sólo fotos, lo menos una cincuentena, la

mayoría bastante grandes. Carecían de leyendas, pero alguien, acaso el mismo Gabriele

Malfatti, había escrito un par de cuartillas indicando que las fotografías fueron tomadas en el

curso de un viaje de dos semanas por la región amazónica de los departamentos del Cusco

y de Madre de Dios, en el Oriente peruano. El artista se había propuesto describir, «sin demagogia

ni esteticismo», la existencia cotidiana de una tribu que, hasta hacía pocos años,

vivía casi sin contacto con la civilización, diseminada en unidades de una o dos familias. Sólo

en nuestros días comenzaba a agruparse en esos lugares documentados por la muestra,

pero muchos permanecían aún en los bosques. El nombre de la tribu estaba castellanizado

sin errores: los machiguengas.

Las fotos materializaban bastante bien el propósito de Malfatti. Allí estaban los machiguengas

lanzando el arpón desde la orilla del río, o, semiocultos en la maleza, preparando el

arco en pos del ronsoco o la huangana; allí estaban, recolectando yucas en los diminutos

sembríos desparramados en torno a sus flamantes aldeas –acaso las primeras de su larga

historia–, rozando el monte a machetazos y entreverando las hojas de las palmeras para

techar sus viviendas. Una ronda de mujeres tejía esteras y canastas: otra preparaba coronas,

engarzando vistosas plumas de loros y guacamayos en aros de madera. Allí estaban,

decorando minuciosamente sus caras y sus cuerpos con tintura de achiote, haciendo fogatas,

secando unos cueros, fermentando la yuca para el masato en recipientes en forma de

canoa. Las fotos mostraban con elocuencia cuán pocos eran en esa inmensidad de cielo,

agua y vegetación que los rodeaba, su vida frágil y frugal, su aislamiento, su arcaísmo, su

indefensión. Era verdad: sin demagogia ni esteticismo.

Esto que voy a decir no es una invención a posteriori ni un falso recuerdo. Estoy seguro

de que pasaba de una foto a la siguiente con una emoción que, en un momento dado, se

volvió angustia. ¿Qué te pasa? ¿Qué podrías encontrar en estas imágenes que justifique

semejante ansiedad?

Desde las primeras fotos había reconocido los claros donde se alzan Nueva Luz y

Nuevo Mundo –no hacía tres años que había estado en ellos– e, incluso, al ver una panorámica

del último de estos lugares, la memoria me resucitó en el acto la sensación de catástrofe

con que viví el aterrizaje acrobático que hicimos allí, aquella mañana, en el Cessna del

Instituto Lingüístico, esquivando niños machiguengas. También me había parecido reconocer

algunas caras de los hombres y mujeres con quienes, ayudado por Mr. Schneil, conversé.

Y esto fue una certidumbre cuando, en otra de las fotografías, vi, con la misma barriguita

hinchada y los mismos ojos vivos que conservaba en mi recuerdo, al niño de boca y nariz

comidas por la uta. Mostraba a la cámara, con la misma inocencia y naturalidad con que nos

lo había mostrado a nosotros, ese hueco con colmillos, paladar y amígdalas que le daba un

aire de fiera misteriosa.

La fotografía que esperaba desde que entré a la galería, apareció entre las últimas. Al

primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en

círculo, a la manera amazónica –parecida a la oriental: las piernas en cruz, flexionadas horizontalmente,

el tronco muy erguido–, y bañados por una luz que comenzaba a ceder, de

crepúsculo tornándose noche, estaba hipnóticamente concentrada. Su inmovilidad era absoluta.

Todas las caras se orientaban, como los radios de una circunferencia, hacia el punto

central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados

por ella, hablaba, moviendo los brazos. Sentí frió en la espalda. Pensé: «¿Cómo consiguió

este Malfatti que le permitieran, cómo hizo para...?» Bajé, acerqué mucho la cara a la

fotografía. Estuve viéndola, oliéndola, perforándola con los ojos y la imaginación hasta que

noté que la muchacha de la galería se levantaba de su mesita y venía hacia mí, inquieta.

Haciendo un esfuerzo por serenarme le pregunté si las fotografías se vendían. No,

creía que no. Eran de la Editorial Rizzoli. Iba a publicar un libro con ellas, parecía. Le pedí

que me pusiera en contacto con el fotógrafo. No iba a ser posible, desgraciadamente:

–II signore Gabriele Malfatti é morto.

¿Muerto? Sí. De unas fiebres. Un virus contraído en aquellas selvas, forse. ¡El pobre!

Era un fotógrafo de modas, había trabajado para Vogue, para Uomo, revistas así, fotografiando

modelos, muebles, joyas, vestidos. Se había pasado la vida soñando con hacer algo

distinto, más personal, como este viaje a la Amazonía. Y cuando al fin pudo hacerlo y le iban

a publicar un libro con su trabajo ¡se moría! Y, ahora, le dispiaceva, pero era la hora del

pranzo y tenía que cerrar.

Le agradecí. Antes de salir a enfrentarme una vez más con las maravillas y las hordas

de turistas de Firenze, todavía alcancé a echar una última ojeada a la fotografía. Sí. Sin la

menor duda. Un hablador.

"La canción perdida" de Roberto Obregón

 

Aprehender, sí. Primero asimilando
los matices y contornos ocultos.
Lo húmedo, lo tibio, y sí soy afortunado
el rumor de tu sangre abriendo zanja en la vida.

Loco de mí. Inocente. Como si teniéndote
sería yo el señor de tus trigales
y tus bosques de abedul copados de nieve.

Como si estrujando en mis manos
un ramo de espesa malaquita,
o segando una espiga de ámbar
y el aliento de la estepa en el vino,
desvelara tus rosadas yemas impresas en mi piel
y disolviera tu trayecto en mis pasos.

Pobre de mí. Y qué formas más antiguas
de tenderte una celada a las ciegas
y remotas fuerzas de la tierra.
Qué manera más primaria de cazar las cosas.

Loco. Grabo tu adjetivo y tu risa,
tus piernas en la lluvia
y la comisura de tus labios tristes.
Desentraño con presteza tu imagen
y en seguida, como lo hacían mis abuelos
en las grutas cuajadas de estalactita
(allá en Cobán), bailo sobre un solo pie
ante los primerísimos jaguares
que se introdujeron en el arte,
ante los tecolotes y las monos y las culebras
para siempre inmovilizadas en la piedra.

Loco de mí -me parece discurrir
antes de la gran claridad,
y creo haber penetrado lo oscuro.

Solamente porque he logrado dos, tres líneas
y haber recogido tu levadura en mi palabra,
por haber capturado a todo un pueblo
introduciendo mi mano en ti.
Nada más por haber agarrado tu carne
el pulso herido de la tierra.

Desgraciado de mí: construí un calabozo
para enlazarte.
Y en él me he quedado encerrado
y gritando por salir de tu pecho.

"Más allá del amor" de Octavio Paz

 

Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra;
la conciencia, la transparencia traspasada,
la mirada ciega de mirarse mirar;
las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la yerba,
el agua, la piel;
nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,
murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.

Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,
ni el delirio y su espuma profética,
ni el amor con sus dientes y uñas nos bastan.
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.

Afuera la noche respira, se extiende,
llena de grandes hojas calientes,
de espejos que combaten:
frutos, garras, ojos, follajes,
espaldas que relucen,
cuerpos que se abren paso entre otros cuerpos.

Tiéndete aquí a la orilla de tanta espuma,
de tanta vida que se ignora y se entrega:
tú también perteneces a la noche.
Extiéndete, blancura que respira,
late, oh estrella repartida,
copa,
pan que inclinas la balanza del lado de la aurora,
pausa de sangre entre este tiempo y otro sin medida.

"Amor inaccesible" de Yanira Soundy

 

En esta cárcel de mi alma giro sin huellas.

Soy la rosa ya palidecida, la hoja temerosa que tiembla entre tus alas, un nido vacío.

Detrás de mí, están el suspiro largo y frío, una lejana música, ardida piel prohibida.

Soy un amor de soledad, lleno de sombra, una fría ceniza de ilusión, un vuelo silencioso.

Soy ese amor que corre por las noches largas de ánforas plenas y ritmos azules.

Quisiera tocarte, y quedarme en tus oídos, con el aire de mis palabras.

Amor primero, íntimo, tan mío.

"Nunca antes de la fiesta" de Zoé Valdés

 

A Horacio Oliveira

Te dije nos veremos y no ocurrió, tú tenías tu piel enferma de vida. Hay copas manchadas y ceniceros sucios que también son el amor el recuerdo. Pero estoy sin gatos en esta ciudad donde prometimos encontrarnos, estoy sin poemas sin necesidad sin mar. No hay invitaciones, tanto que me gusta envejecer en los cines. Te dije nos veremos, yo con mi vida saludable de piel. Hay canciones que te estoy buscando sin parar, algún jazz algún Mozart, algún caracol para oír las olas. Pero no ocurre. A veces me peino para estar hermosa, en esta sociedad donde peinarse no hace hermosa a la mujer. Me peino para ti, como si fuéramos a una fiesta donde íbamos a estar, saludables los dos. Me peino para besarte, y estar en algún amable lugar del mundo nunca antes de encontrarte.

"Casa de otoño" de Santiago Molina


En nuestra casa

el frescor silencioso

del otoño es bienvenido.

Ha regresado, Amor, a desnudarnos

desde las tierras perdidas de la última vendimia

para que abandonemos las bicicletas bajo la sombra

de los puentes,

la pajarería de luces sobre los trigales de agosto,

el traje y el sombrero con que paseamos

por las calles amarillas del verano,

porque ahora hay que corretear desnudos

como forasteros en una ciudad deshojada.

Mira cómo las hojas entran sigilosas por la ventana

y cómo arden al tocar nuestros cuerpos,

llamaradas de tardes con castaños llenos de golondrinas;

mirémonos en el agua de esta estación transparente,

leamos a Vallejo sin pan ni camisa para abofetear lo triste,

saltemos las butacas y la escala donde crece la hiedra

porque los pasos del tiempo, su silencio,

están en el remanso de los rincones del aire.

Por eso, Amor, nuestro trabajo de hoy es el del viento

o el de un barrendero de Kansas o Varsovia:

limpiar de hojas la casa en este otoño de techos rojos.


Santiago Molina, poeta nicaragüense.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

"Me sirve y no me sirve" de Mario Benedetti

 

Me sirve y no me sirve La esperanza tan dulce, tan pulida, tan triste, la promesa tan leve, no me sirve. No me sirve tan mansa la esperanza

La rabia tan sumisa, tan débil, tan humilde, el furor tan prudente no me sirve. No me sirve Tan sabia tanta rabia.

El grito tan exacto si el tiempo lo permite, alarido tan pulcro no me sirve. No me sirve tan bueno Tanto trueno

El coraje tan dócil la bravura tan chirle, la intrepidez tan lenta no me sirve. No me sirve tan fría la osadía.

Si me sirve la vida que es vida hasta morirse, y el corazón alerta sí me sirve. Me sirve cuando avanza la confianza.

Me sirve tu mirada que es generosa y firme, y tu silencio franco sí me sirve. Me sirve la medida de tu vida.

Me sirve tu futuro que es un presente libre, y tu lucha de siempre sí me sirve. Me sirve tu batalla sin medalla.

Me sirve la modestia de tu orgullo posible, y tu mano segura sí me sirve. Me sirve tu sendero, compañero.

"El fuego perdido (I)" de Roberto Obregón

 esta señal de la aurora

 la traían en su corazón

Popl Vuh III, cap. VI

No podemos encender la hoguera Mojado está el bosque podridos están los troncos No podemos quebrar los colmillos del frío Arrancar Y recobrar nuestros huesos entumecidos En la humedad en el agua nos ha tocado prender la hoguera En la oscuridad en la noche nosotros somos la región más espesa A oscuras sesionamos bajo la helada Y conferenciamos sobre nuestro qué hacer De cómo allí los muertos continúan jugando un gran papel en la guerra De qué manera se escogen entre todos Quiénes llevarán a la espalda el mayor peso en los ratos de agudo peligro Acérquense los del fuego Los enamorados de la vida nos calentaremos con estos nuestros corazones Hechos leña bajo este rudo temporal Pero contentos


Roberto Obregón, poeta nacido en Guatemala.

"Diálogo con el Maestro - El Sexo 2" de Paulo Coelho

(continúo la trascripción de notas de mis conversaciones con J., en el período de

1982 a 1990).


- Ya que tenemos que cambiar nuestra actitud con relación al sexo, ¿cuál es el

primer paso?

- Ya te lo dije: la entrega. Las personas piensan que, antes de permitirse cualquier

placer, necesitan resolver todos sus problemas, y no es exactamente así. Las

personas solo resuelven sus problemas cuando se permiten ser ellas mismas.

Sucede, sin embargo, una cosa muy curiosa: en el acto sexual somos

extremadamente generosos, y nuestra mayor preocupación es justamente con

respecto a nuestra pareja. Pensamos que no conseguiremos darle el placer que

se merece, y a partir de ahí nuestro placer también disminuye o desaparece por

completo.

- ¿No es un acto de amor, como decías?

- Depende. En verdad es un acto de culpa, de encontrarse siempre por debajo de

las expectativas de los otros. En una situación como esa, la palabra “expectativa”

debe ser desterrada por completo. Si estamos dando lo mejor de nosotros

mismos, no hay de qué preocuparse.

Es preciso ser conscientes de que cuando dos cuerpos se encuentran, están

entrando juntos en un territorio desconocido. Transformar eso en una experiencia

cotidiana es perder la maravilla de la aventura.

Si, entretanto, nos dejamos guiar en este viaje, terminaremos descubriendo

horizontes que nunca hubiéramos podido imaginar que existieran”.

- ¿ Existe alguna llave?

- La primera es: tú no estás solo. Si la otra persona te ama, está sintiendo las

mismas dudas, por más segura que pueda parecer.

La segunda: abre la caja secreta de tus fantasías y no tengas miedo de

aceptarlas. No existe un patrón sexual, y tú necesitas encontrar el tuyo,

respetando solamente una prohibición: jamás hacer nada sin el consentimiento del

otro.

La tercera: da a lo sagrado el sentido de lo sagrado. Para eso es necesario tener

la inocencia de un niño y aprender a aceptar el milagro como una bendición. Sé

creativo, purifica tu alma a través de rituales que tú mismo inventas – como crear

un espacio sagrado, hacer ofrendas, aprender a reír junto al otro para romper las

barreras de la inhibición. Entiende que lo que estás haciendo es una manifestación

de la energía de Dios.

La cuarta: explora tu lado opuesto. Si eres hombre, procura a veces pensar y

actuar como una mujer, y viceversa.

La quinta: entiende que el orgasmo físico no es exactamente el único objetivo de

una relación sexual, sino una consecuencia, que puede suceder o no. El placer

nada tiene que ver con el orgasmo, sino con el encuentro.

La sexta: sé como un río, fluyendo entre dos márgenes opuestas, como montaña y

arena. De un lado está la tensión natural, del otro está la relajación completa.

La séptima: identifica tus miedos, y compártelos con tu pareja.

Y, finalmente, la octava: permítete sentir placer. Así como estás ansioso para dar,

la otra persona también quiere hacer lo mismo. Si cuando dos cuerpos se

encuentran, ambos quieren dar y recibir, los problemas desaparecen.

Dice Alejandro Lowen que el comportamiento natural del ser humano es estar

abierto a la vida y al amor. Sin embargo, nuestra cultura nos hace creer que no es

así, que debemos estar cerrados y desconfiados. Pensamos que actuando de esta

manera no seremos heridos por las sorpresas de la vida pero lo que sucede en

realidad es que no la estamos aprovechando nada.

"Derrochador de encanto" de William Shakespeare

 

Derrochador de encanto, ¿por qué gastas
en ti mismo tu herencia de hermosura?
Naturaleza presta y no regala,
y, generosa, presta al generoso.

Luego, bello egoísta, ¿por qué abusas
de lo que se te dio para que dieras?
Avaro sin provecho, ¿por qué empleas
suma tan grande, si vivir no logras?

Al comerciar así sólo contigo,
defraudas de ti mismo a lo más dulce.
Cuando te llamen a partir, ¿Qué saldo
podrás dejar que sea tolerable?

Tu belleza sin uso irá a la tumba;
usada, hubiera sido tu albacea.

"La rosa eterna" de Xavier Abril

 

En la mañana vacía
vestida de su alborada;
en la tarde fenecía
cual la rosa de la nada.

Estaba abierta de día,
de noche estaba cerrada;
cantaba como gemía,
sentía cuanto lloraba,

La flor del mundo ignorada,
que sólo el alma adivina,
de su tallo se alejaba
a ser la rosa divina.

"Vuelvo a clavar" de Pilar Adón

 

Vuelvo a clavar por los marcos
rajados de humedad
las chinchetas de cabezas rosadas
y puntas fieles
que ingresan en la madera
y se asientan como flechas
para soportar el peso invariable
de las manitas
de mis muñecas.
Con vestidos de niña
aterciopelada.

Vuelvo a observar el susto aterrado
de las caras andrajosas
de mis muñecas hembras.
Y vuelvo a temer (imaginar)
un temblor en sus ojos.
De harina.