Quinquela Martín

martes, 30 de junio de 2020

Desnudo de Manuel Bandeira

Cuando estás vestida, Nadie imagina Los mundos que escondes Bajo tus ropas.

(Así, como en el día, No tenemos noción De los astros que lucen En el profundo cielo.

Pero la noche se desnuda, Y, desnuda en la noche, Palpitan tus mundos Y los mundos de la noche.

Brillan tus rodillas Brilla tu ombligo Brilla toda tu Lira abdominal.

Tus senos exiguos. -Como dos frutos pequeños En la rigidez Del tronco robusto-

Brillan.) ¡Ah, tus senos! ¡Tus duros pezones! ¡Tu torso! ¡Tus flancos! ¡Ah, tus hombros!

Con la desnudez, tus ojos también se desnudan; Tu mirar es más difuso, Más lento, más líquido.

Entonces, en ellos, Floto, nado, salto, ¡Me sumerjo perpendicular!

Bajo hasta lo más hondo De tu ser, allá donde Me sonríe tu alma, Desnuda, desnuda, desnuda.

Manuel Bandeira (1886 - 1968) poeta brasileño.

Una rosa y Milton de Jorge Luis Borges

De las generaciones de las rosas que en el fondo del tiempo se han perdido quiero que una se salve del olvido, una sin marca o signo entre las cosas
que fueron. El destino me depara este don de nombrar por vez primera esa flor silenciosa, la postrera rosa que Milton acercó a su cara,
sin verla. Oh tú bermeja o amarilla o blanca rosa de un jardín borrado, deja mágicamente tu pasado
inmemorial y en este verso brilla, oro, sangre o marfil o tenebrosa como en sus manos, invisible rosa.

En voz alta de Jairo Guzmán

¡Escuchen: un desierto nos llamará a juicio! ¡No olviden las amígdalas en los cestos de basura! ¡Aleluya: la tierra reclamará lo suyo! ¡No se lleven los violonchelos de jade! ¡A trepar el monte del papagayo mudo! ¡Escuchen: las mandarinas se niegan a ser guardadas en la bolsa de valores! ¡Por favor no esconderse debajo de la cama; abrir las ventanas! ¡No dejen que la flor se evapore!

¡En promoción la bestia y el babero; entren y no tosan! ¡El volatinero loco hace equilibrismo en la cuerda floja del arco iris! ¡Recuerden la ruta del sol: ¿quién yace herido en los acantilados? ¡Sólo la cobija de plomo es confiable: llévenla a precio de sarcófago! ¡Abandonen la madriguera y no coman más polvo!

Cambios de nombre de Nicanor Parra

A los amantes de las bellas letras

Hago llegar mis mejores deseos
Voy a cambiar de nombre a algunas cosas.

Mi posición es ésta:

El poeta no cumple su palabra
Si no cambia los nombres de las cosas.

¿Con qué razón el sol

Ha de seguir llamándose sol?
¡Pido que se llame Micifuz
El de las botas de cuarenta leguas!

¿Mis zapatos parecen ataúdes?

Sepan que desde hoy en adelante
Los zapatos se llaman ataúdes.
Comuníquese, anótese y publíquese
Que los zapatos han cambiado de nombre:
Desde ahora se llaman ataúdes.

Bueno, la noche es larga

Todo poeta que se estime a sí mismo
Debe tener su propio diccionario
Y antes que se me olvide
Al propio dios hay que cambiarle nombre
Que cada cual lo llame como quiera:
Ese es un problema personal.

Soledad de Virgilio López Lemus

Te vas quedando solo. Apoyaste todo tu amor en los ancianos que te sonríen y luego se marchan. Escribiste páginas borrables y poemas de corta duración, como tu vida. Ni los libros leídos ni los más amados estarán contigo allá, que es dónde.
Abiertamente solo, vas pensando, en la noche, cómo engañar a la soledad con un monólogo, con un aplauso.
Virgilio López Lemus, poeta cubano.

Solo tendréis el presente de Isabel Allende

Solo tendréis el presente.
No perdáis energía llorando
por el ayer
o soñando con el mañana.

De un fulgor a otro de Ida Vitale


Quizás no se deba ir más lejos. Aventurarse quizás apenas sea desventurarse más, alejarse un atroz infinito del sueño al que accedemos para irisar la vida, como el juego de luces que encendía, en la infancia, el prisma de cristal, el lago de tristeza, ciertas islas. Sí, entre biseles citados los colores, un fulgor anidaba sobre otro -seda y deslumbramiento el margen del espejo- y aquello también era un espectro, sabido, exacto. Centelleos ajenos en un mundo apagado. Como un canto sin un cuerpo visible, un reflejo del sol creaba una cascada un río una floresta entre paredes áridas. Sí, no vayamos más lejos, quedemos junto al pájaro humilde que tiene nido entre la buganvilia y de cerca vigila. Más allá sé que empieza lo sórdido, la codicia, el estrago.

"A un general" de Julio Cortázar

Región de manos sucias de pinceles sin pelo
de niños boca abajo de cepillos de dientes
Zona donde la rata se ennoblece
y hay banderas innúmeras y cantan himnos
y alguien te prende, hijo de puta,
una medalla sobre el pecho
Y te pudres lo mismo.

¿A qué me recuerda la boca ardiente… de Kamala Suraiya

¿A qué me recuerda la boca ardiente
Del sol, llameando en el cielo
De hoy? … ¡Oh! Sí, su
Boca, y… miembros como plantas
Pálidas y carnívoras estirándose
Hacia mí  y la triste mentira
De mi inagotable deseo. ¿Dónde está
El espacio, la excusa o incluso
La necesidad del amor? Porque, ¿no es cada
Abrazo algo completo, un
Rompecabezas acabado, cuando boca sobre
Boca miento, ignorando mi pobre y
Melancólico pensamiento, mientras el placer,
Con premeditada alegría,
Atruena ásperamente en el
Silencio de la habitación…? Al mediodía
Miro los cuervos flacos volando
Como peces con alas – y por la
Noche, desde detrás de la calle Burdwan,
Los portadores de muertos gritan, ¡Bol
Hari Bol!, extraño acompañamiento
Para noches sin luna. Mientras paseo
Insomne por la veranda un
Millón de preguntas surgen en
Mí, todas sobre él y
Esta sensación por la piel
Que no me atrevo todavía en
Su presencia a llamar nuestro amor.


Kamala Suraiya (1934 - 2009), poeta nacida en India.

Maravillas de la voluntad de Octavio Paz

A las tres en punto don Pedro llegaba a nuestra mesa, saludaba a cada uno de los concurrentes, pronunciaba para sí unas frases indescifrables y silenciosamente tomaba asiento. Pedía una taza de café, encendía un cigarrillo, escuchaba la plática, bebía a sorbos su tacita, pagaba a la mesera, tomaba su sombrero, recogía su portafolio, nos daba las buenas tardes y se marchaba. Y así todos los días.
¿Qué decía don Pedro al sentarse y al levantarse con cara seria y ojos duros? Decía:
-Ojalá te mueras.
Don Pedro repetía muchas veces al día esa frase. Al levantarse, al terminar su tocado matinal, al entrar o salir de casa -a las ocho, a la una, a las dos y media, a las siete y cuarto-, en el café, en la oficina, antes y después de cada comida, al acostarse cada noche. La repetía entre dientes o en voz alta, a solas o en compañía. A veces solo con los ojos. Siempre con toda el alma.
Nadie sabía contra quién dirigía aquellas palabras.
Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto. Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años. Vestido de negro, parecía llevar luto de antemano por su condenado.
Una tarde don Pedro llegó más grave que de costumbre. Se sentó con lentitud y en el centro mismo del silencio que se hizo ante su presencia, dejó caer con simplicidad estas palabras:
-Ya lo maté.
¿A quién y cómo? Algunos sonrieron, queriendo tomar la cosa en broma. La mirada de don Pedro los detuvo. Todos nos sentimos incómodos. Era cierto, allí se sentía el hueco de la muerte. Lentamente se dispersó el grupo. Don Pedro se quedó solo, más serio que nunca, un poco lacio, como un astro quemado ya, pero tranquilo, sin remordimientos.
No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes. ¿Has pensado alguna vez cuántos -acaso muy cercanos a ti- te miran con los mismos ojos de don Pedro?

El gerente de Horacio Quiroga

¡Preso y en vísperas de ser fusilado!… ¡Bah! Siento, sí, y me duele en el alma este estúpido desenlace; pero juro ante Dios que haría saltar de nuevo el coche si el gerente estuviese dentro. ¡Qué caída! Salió como de una honda de la plataforma y se estrelló contra la victoria. ¡Qué le costaba, digo yo, haber sido un poco más atento, nada más! Sobre todo, bien sabía que yo era algo más que un simple motorman, y esta sola consideración debiera haberle parecido de sobra.
Ya desde el primer día que entré noté que mi cara no le gustaba.
-¿Qué es usted? -me preguntó.
Motorman -respondí sorprendido.
-No, no -agregó impaciente-, ya sé. Las tarjetas estas hablan de su instrucción: ¿qué es?
Le dije lo que era. Me examinó de nuevo, sobre todo mi ropa, bien vieja ya. Llamó al jefe de tráfico.
-Está bien; pase adentro y entérese.
¿Cómo es posible que desde ese día no le tuviera odio? ¡Mi ropa!… Pero tenía razón al fin y al cabo, y la vergüenza de mí mismo exageraba todavía esa falsa humillación.
Pasé el primer mes entregado a mi conmutador, lleno de una gran fiebre de trabajo, cuya inferioridad exaltaba mi propia honradez. Por eso estaba contento.
¡El gerente! Tengo todavía sus muecas en los ojos.
Una mañana a las 4 falté. Había pasado la noche enfermo, borracho, qué sé yo. Pero falté. A las 8, cuando fui llamado al escritorio, el gerente escribía: sintió bien que yo estaba allí, pero no hizo ningún movimiento. Al cabo de diez minutos me vio -¡cómo lo veo yo ahora!- y me reconoció.
-¿Qué desea? -comenzó extrañado. Pero tuvo vergüenza y continuó:- ¡Ah! sí, ya sé.
Bajó de nuevo la cabeza con sus cartas. Al rato me dijo tranquilamente:
-Merece una suspensión; pero como no nos gustan empleados como usted venga a las diez. Puede irse.
Volví a las diez y fui despedido. Alguna vez encontré al gerente y lo miré de tal modo, que a su vez me clavó los ojos, pero me conoció otra vez -¡maldito sea!-, y volvió la vista con indiferencia. ¿Qué era yo para él? Pero a su vez, ¿qué me hallaba en la cara para odiarme así?
Un día que estaba lleno de humanidad, con una clara concepción de los defectos -perdonables por lo tanto- de todo el mundo, y sobre todo de los míos, vencí mis quisquillosidades vanidosas e hice que el jefe de tráfico interviniera en lo posible con el gerente respecto a mí.
El jefe me quería, y pasé toda la mañana contento. Pero tuve que perder toda esperanza. Entre otros motivos, parece que no quería gente instruida para empleados.
¡Bien seguro estaba del gerente! Eso era perfectamente suyo.
En ese momento vi de golpe todo lo que pasó después. La facilidad de hacerlo, la disparada y el gerente dentro. Vi las personas también, vi todo lo horrible de la cosa… ¡Qué diablo! ¡Ya ha pasado año y medio, y si entonces no me enternecí, no lo voy a hacer ahora, en víspera de ser fusilado!
Pasé el mes siguiente a mi rechazo en la más grande necesidad. Llevé no obstante una vida ejemplar, visitando a menudo aquella persona que me había dado su alta recomendación para la compañía. Le hablaba calurosamente del trabajo regenerador, de la noble conformidad con todo esfuerzo, hecho valientemente y al sol, de mi vida frustrada, de mi exoficio de motorman, tan querido. ¡Si pudiera de nuevo volver a eso! Tan bien hablé, que esa misma persona se interesó efusivamente y obtuve de nuevo la plaza. El gerente no quiso ni verme en el escritorio. Y yo, ¡qué tranquilidad gocé desde entonces! ¡qué restregones de manos me daba a solas!
Pero el gerente no quería subir a mi coche. Hasta que una mañana subió, a las nueve y media en punto. Emprendimos tranquilamente el viaje. Tenía tan clara la cabeza que logré todas las veces detener el coche en la esquina justa; esto me alegró. Al entrar en Reconquista, recorrí inquieto toda la calle a lo largo; nada. En Lavalle abrí el freno, pero tuve que cerrarlo en seguida: había demasiados carruajes, y era indispensable que hubiera pocos, por lo menos durante la primera cuadra de corrida. Al llegar a Cuyo vi el camino libre hasta Cangallo; abrí completamente el conmutador y el coche se lanzó con un salto adelante. Ya estaba todo hecho. Volví la cabeza, algunos pasajeros inquietos, inclinados hacia adelante, se levantaban ya. Saqué la llave, calcé el freno y me lancé a la vereda. El coche siguió zumbando, lleno de gritos que no cesaron más. Pero en seguida, noté mi olvido terrible; me había olvidado del troley. ¿Se acordaría el guarda o algún pasajero? Seguí ansioso la disparada. Vi que en Cangallo alcanzó las ruedas traseras de una victoria y la hizo saltar a diez metros, con los caballos al aire. Desde donde yo estaba se oía entre el clamor el zumbido agudo del coche, hamacándose horriblemente. La gente corría por las veredas dando gritos. En Piedad deshizo a un automóvil que no tuvo tiempo de cruzar. Siguió arrollando la calle como un monstruo desatado, y en un momento estuvo en Rivadavia. Entonces se sintió claro el clamor: ¡la curva! ¡la curva! Vi todos los brazos desesperados en el aire. Pero no había nada que hacer. Devoró la media cuadra y entró en la curva como un rayo.
¿Qué más? Aunque un poco tarde, el guarda se acordó del troley; pero no pudo abrirse camino entre la desesperación de todos. Había dentro treinta personas, entre ellas ocho criaturas. Ni una se salvó. La cosa es horrible, sin duda, pero a mi vez mañana a las cuatro y media seré fusilado, y esto es un consuelo para todos.

Yo canto lo que tú amabas de Gabriela Mistral

Yo canto lo que tú amabas, vida mía, por si te acercas y escuchas, vida mía, por si te acuerdas del mundo que viviste, al atardecer yo canto, sombra mía.
Yo no quiero enmudecer, vida mía. ¿Cómo sin mi grito fiel me hallarías? ¿Cuál señal, cuál me declara, vida mía?
Soy la misma que fue tuya, vida mía. Ni lenta ni trascordada ni perdida. Acude al anochecer, vida mía; ven recordando un canto, vida mía, si la canción reconoces de aprendida y si mi nombre recuerdas todavía.
Te espero sin plazo ni tiempo. No temas noche, neblina ni aguacero. Acude con sendero o sin sendero. Llámame a donde tú eres, alma mía, y marcha recto hacia mí, compañero.

"Carmen" de Silvia Favaretto

Sirena terrestre
llegaste
con tu largo
pelo negro
donde escondías
tus versos
caníbales
y tus gestos
histéricos.

Si la locura
tuviese tal vez un cuerpo,
Carmen,
tendría el tuyo.

Eres la hija
hermosa
de tu voluntad,
como dijiste,
y sabes que
mentir y robar es
necesario para narrar.

Te sustraigo más
de lo que
me regalaste.

Sigo siendo la Ariadna
no perdida
sino reflejada
en tu laberinto…
Sigues siendo, más allá del robo,
la Eva reina
de mi jardín.


Silvia Favaretto, escritora italiana

Historia del joven celoso de Henri Pierre Cami

Había una vez un joven que estaba muy celoso de una muchacha bastante voluble.
Un día le dijo:
-Tus ojos miran a todo el mundo.
Entonces, le arrancó los ojos.
Después le dijo:
-Con tus manos puedes hacer gestos de invitación.
Y le cortó las manos.
“Todavía puede hablar con otros”, pensó. Y le extirpó la lengua.
Luego, para impedirle sonreír a los eventuales admiradores, le arrancó todos los dientes.
Por último, le cortó las piernas. “De este modo -se dijo- estaré más tranquilo”.
Solamente entonces pudo dejar sin vigilancia a la joven muchacha que amaba. “Ella es fea -pensaba-, pero al menos será mía hasta la muerte”.
Un día volvió a la casa y no encontró a la muchacha: había desaparecido, raptada por un exhibidor de fenómenos.

Henri Pierri Cami, humorista francés.

Así es de Jaime Sabines

Con siglos de estupor,
con siglos de odio y llanto,
con multitud de hombres amorosos y ciegos,
destinado a la muerte,
ahogándome en mi sangre, aquí, embrocado.
Igual a aun perro herido al que rodea la gente.
Feo como el recién nacido
y triste como el cadáver de la parturienta.
Los que tenemos frío de verdad,
los que estamos solos por todas partes,
los sin nadie.
los que no pueden dejar destruirse,
ésos no importan, no valen nada, nada,
que de una vez se vayan, que se mueran pronto.
A ver si es cierto: muérete.
¡Muérete, Jaime, muérete!
¡Ah, mula vida,
testaruda, sorda!

Cancioncita triste de Hilda Hilst

E hice de todo…
Fui auténtica, durante un tiempo.
Fui inquietud y fragilidad.
Brillé en ronda de amigos.
Practiqué el deporte con violencia
y una vez (¡trágica melancolía!)
nadé con aparente desenvoltura
(el pecho jadeante y desgarrado)
mil metros mariposa…
Fui amante, amiga, hermana,
sonreí cuando él me dijo cosas amargas…

Y nada lo conmueve.
Nada lo espanta.
Y él miente
y miente amor
como los niños mienten.

Los cinco cuentos cortos más bellos del mundo: V de Gabriel García Márquez

El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo helado. El pobre prisionero, que solo llevaba una chaqueta de lana deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar.

"Ser" de Susana De Divitiis


Ser, arrojados al Tiempo,
un instante más fugaz
que la luz del rayo al caer.
Más fugaz que un latido,
que un adiós,
que una palabra.
                                   
Ser un grano de arena
en ese reloj que pretende
medir la eternidad.
Ser una gota de agua
en  el río que es
el mismo
y distinto,
en su continuo fluir.
                         
Ser, en el espacio infinito,
el punto invisible del cruce
de invisibles coordenadas.
                            
Aún así,
solo un punto
invisible y fugaz,
en la soledad del universo
soy,
estoy siendo y seré
mientras  alguien
me espeje en su mirada,
mientras  una caricia
me haga conciente de mi piel
y de mi forma.
Mientras  alguien me de un nombre
y  me llame.
Susana De Divitiis, escritora argentina.

"El concierto interrumpido" de Federico García Lorca

Ha roto la armonía
de la noche profunda
el calderón helado y soñoliento
de la media luna.
Las acequias protestan sordamente
arropadas con juncias,
y las ranas, muecines de la sombra,
se han quedado mudas.
En la vieja taberna del poblado
cesó la triste música,
y ha puesto la sordina a su aristón
la estrella más antigua.
El viento se ha sentado en los torcales
de la montaña oscura,
y un chopo solitario, el Pitágoras
de la casta llanura,
quiere dar con su mano centenaria
un cachete a la luna.

Asalto al sol 2 de Heddy Navarro Harris

Mi planta sofoca los bordes aplasta el granito se hunde asomo pies helados en turbias aguas no he de ahogarme

lunes, 29 de junio de 2020

"Extractos de las cartas a Diego Rivera" de Frida Kahlo

Sr. mío Don Diego:
Escribo esto desde el cuarto de un hospital
y en la antesala del quirófano.
Intentan apresurarme
pero yo estoy resuelta a terminar ésta carta,
no quiero dejar nada a medias
y menos ahora que sé lo que planean…
[…]
Cuando me dijeron
que habrían de amputarme la pierna
no me afectó como todos creían,
NO,
yo ya era una mujer incompleta
cuando le perdí, otra vez,
por enésima vez quizás
y aún así sobreviví.
No me aterra el dolor y lo sabes,
es casi una condición inmanente a mi ser,
aunque sí te confieso que sufrí,
y sufrí mucho…
[…]
No pretendo causarte lástima,
a ti ni a nadie,
tampoco quiero
que te sientas culpable de nada,
te escribo para decirte que te libero de mí,
vamos, te «amputo» de mi,
sé feliz y no me busques jamás

Amado dueño mío de Márgara Russotto

Esa ignorante mujer cuyo estudio no ha pasado de ratos lame la sal de la ausencia y te extraña y agita su celo de perra en la calma espera tanta.

Corta las venas
la aguda canción de las estrellas heladas.
Es tan tarde y no vienes oh amigo oh Fabio mío
Inclínate a ella una vez más te pido. Sopla en este árido barro, que no lo disperse el viento este polvo exasperado.
Erízala toda, recógela en el cuenco de tu mano, dale su exacta forma tal cual esta esmaltada jarra que ayer no más tocó tus labios.
Hazla esa cosa simple, duradera confiable, centrada en la donación de sí, libre de distracciones y dispendios raros y oh amado dueño mío
despiértala, oh sí despiértala sin piedad aunque llegases tarde demasiado.

Márgara Russotto, poeta venezolana.

"Abdicación" de Fernando Pessoa

Tómame, oh noche eterna, en tus brazos
y llámame hijo.
Yo soy un rey
que voluntariamente abandoné
mi trono de ensueños y cansancios.

Mi espada, pesada en brazos flojos,
a manos viriles y calmas entregué;
y mi cetro y corona—yo los dejé
en la antecámara, hechos pedazos.

Mi cota de malla, tan inútil,
mis espuelas, de un tintineo tan fútil,
las dejé por la fría escalinata.

Desvestí la realeza, cuerpo y alma,
y regresé a la noche antigua y serena
como el paisaje al morir el día.

Puerta de golpe de Heberto Padilla

Me contaba mi madre
que aquel pueblo corría como un niño
hasta perderse;
que era como un incienso
aquel aire de huir
y estremecer los huesos hasta el llanto;
que ella lo fue dejando,
perdido entre los trenes y los álamos,
clavado siempre
entre la luz y el viento.

"Puntos de vista" de Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.
Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es una orgía.
Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran hamburguesa.
Desde el punto de vista de Hipócrates, Galeno, Maimónides y Paracelso,
Existía una enfermedad llamada indigestión, pero no existía una enfermedad llamada hambre.
Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en invierno, era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío -decían.
Él no decía nada. Frío tenía, pero no tenía abrigo.

Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno.
La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para el campesino.
Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.
Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe, Cristóbal Colon, con su sombrero de plumas y su capa de terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas.
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente es noche.
En la India, quienes llevan luto visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la muerte. Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y Eva eran negros y negros eran sus hijos Caín y Abel. Cuando Caín mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios. Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días. Los blancos somos, todos, hijos de Caín.

Si Eva hubiera escrito el Génesis?, como sería la primera noche de amor del género humano? Eva hubiera empezado por aclarar que ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con dolor y tu marido te dominara. Que todas esas son puras mentiras que Adán contó a la prensa.

Si las Santas Apóstalas hubieran escrito los Evangelios, ¿cómo sería la primera noche de la era cristiana?

San José, contarían las Apóstalas, estaba de mal humor. Él era el único que tenía cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús, recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había conducido hasta Belén de Judea.


Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuro:

-Yo quería una nena.

En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al más débil?

Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿qué significa la moneda sana?

La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no es tan buena para sus difuntos.


Desde el punto de vista del presidente Fujimori, está muy bien asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron premiados con su reelección, pero está muy mal asaltar una embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.



Elegía del 14 de junio de Pedro Mir

Se respira a estas horas
bocanadas de aire de una atmósfera inquieta.
Cruzan puñales de silencio, lívidos
puñales de silencio innominado.
Ni un rumor, ni una hazaña secreta,
ni un vencido poblado.
El dolor más oscuro cava incesantemente.
Muerde la boca su vencida lengua, y chupa
la sangre airada que tiene un sabor a gente.
Galopa la brisa con la muerte en la grupa.
Saber que los hombres puros, los tejidos
en una labor más fina que la de las arañas,
muerden y pelean sin horas ni sonidos,
sin flautas del esfuerzo ni tímpanos de hazañas.
Ver lo que envuelve el silencio más crudo.
Que es la lucha más firme y la fe delicada,
hecha de piedra pura y de corazón desnudo,
convertida en silencio y edificio de nada.
Saber que aquellas frentes vestidas por la luna
de una genuina palidez, sudor de sueño,
transitan por un eco de noticia ninguna,
por un triunfo sin arco y una gloria sin dueño.
Dolidamente cruzan sus dos manos de ira
los relojes callados, erguidos en la esfera.
Es un tiempo que pasa y que parece mentira.
Sólo la sien golpeando parece verdadera.
Y nadie sabe nada, sólo que no se rinde
nunca la piedra pura y el corazón abierto.
Y que toda esperanza se recoge en la linde
sollozada de luna de un combatiente muerto.
Y que toda victoria tiene melancolía.
Taciturno perfil de mariposa inquieta.
Justa gloria, aunque no hayan ruidos sobre el tejado.
Ni crucen en las horas solas de lejanía,
ni un rumor, ni una hazaña secreta,
ni un vencido poblado.
Pedro Mir (1913 - 2000), escritor dominicano.

20 Poemas de amor, poema 5 de Pablo Neruda

Para que tú me oigas mis palabras se adelgazan a veces como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras. Más que mías son tuyas. Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas. Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura. Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas, y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte para que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar. Huracanes de sueños aún a veces las tumban.
Escuchas otras voces en mi voz dolorida. Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas. Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme. Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras. Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito para tus blancas manos, suaves como las uvas.