Quinquela Martín

viernes, 4 de diciembre de 2020

“La danza inmóvil” de Alejandra Pizarnik

 

Mensajeros en la noche anunciaron lo que no oímos.
Se buscó debajo del aullido de la luz.
Se quiso detener el avance de las manos enguantadas
que estrangulaban a la inocencia.

Y si se escondieron en la casa de mi sangre,
¿cómo no me arrastro hasta el amado
que muere detrás de mí ternura?
¿Por qué no huyo
y me persigo con cuchillos
y me deliro?

De muerte se ha tejido cada instante.
Yo devoro la furia como un ángel idiota
invadido de malezas
que le impiden recordar el color del cielo.

Pero ellos y yo sabemos
que el cielo tiene el color de la infancia muerta.

 

“El amor es una compañía” de Fernando Pessoa

El amor es una compañía.
Ya no sé andar solo por los caminos,
Porque ya no puedo andar solo.
Un pensamiento visible me hace andar más de
prisa
Y ver menos, y al mismo tiempo gustar de ir
viendo todo.
aun la ausencia de ella es una cosa que está
conmigo.
Y yo gusto tanto de ella que no sé cómo desearla.
Si no la veo, la imagino y soy fuerte como los
árboles altos.
Pero si la veo tiemblo, no sé qué se ha hecho
de lo que siento en ausencia de ella.
todo yo soy cualquier fuerza que me abandona.
Toda la realidad me mira como un girasol con la
cara de ella en el medio.


“Los Jefes” de Mario Vargas Llosa

 

1

Javier se adelantó por un segundo: -¡Pito! -gritó, ya de pie. La tensión se quebró violentamente, como una explosión. Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando, recobrándose, levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que avanzaba volteando carpetas. El patio estaba sacudido por los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo. Casi con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían nuevas frases agresivas, más odio. El círculo creció. La indignación era unánime en la Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules, en el ala opuesta del colegio. ) -Quiere fregarnos, el serrano.

-Sí. Maldito sea. Nadie hablaba de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente los grupos: "¿nos friega y nos callamos?”. "Hay que hacer algo". "Hay que hacerle algo". Una mano férrea me extrajo del centro del círculo. -Tú no -dijo Javier-. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes. -Ahora no me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¡ves? Hagamos que formen. En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído: "formen filas", "a formar, rápido". -¡Formemos las filas! -El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana. Muchos, a la vez, corearon: -¡A formar! ¡A formar! Los inspectores Gallardo y Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también estaban extrañados. El inspector Gallardo se aproximó: -¡Oigan! -gritó, desconcertado-. Todavía no. . . -Calla -repuso alguien, desde atrás-. ¡Calla, Gallardo, maricón! Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas. A su espalda, varios gritaban: "¡Gallardo, maricón!". -Marchemos -dije-. Demos vueltas al patio. Primero los de quinto. Comenzamos a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta -formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio-Javier, Raygada, León y yo principiamos: -Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio.

. . El coro se hizo general. -¡Más fuerte! -prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu-. ¡Griten! De inmediato, el vocerío aumentó hasta ensordecer. -Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio. . . Los profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la Sala de Estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón donde Teobaldo vendía fruta sobre un madero, dijo algo que no oímos. Movía las manos, como alentándonos. "Puerco", pensé. Los gritos arreciaban. Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban para disimular que estábamos asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir? Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas risitas forzadas. "No debo pensar en nada, me decía. Ahora no". Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente. Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba en el patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato, que lo acercaban interrumpían abusivamente el silencio que había reinado de improviso, sorprendiéndome. (La puerta de la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cómico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos; velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta. ) Ferrufino estaba frente a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes enmudecidos. Se habían deshecho las filas; algunos corríeron a los baños, otros rodeaban desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles. -No tengan miedo -dije, pero nadie me oyó porque simultáneamente había dicho el director: -Toque el pito, Gallardo. De nuevo se organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía excesivo, pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento. "Se cansaron -murmuró Javier-. Malo. “Y advirtió, furioso: -¡Cuidado con hablar! Otros propagaron el aviso. -No -dije-. Espera. Se pondrán como fieras apenas hable Ferrufino. Pasaron algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad, antes de que fuéramos levantando la vista, uno por uno, hacía aquel hombrecito vestido de gris.

Estaba con las manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto. -No quiero saber quién inició este tumulto -recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado, suave, las palabras casí cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas. ¨¿Habría estado ensayándose solo, en su despacho? -. Actos como éste son una vergüenza para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha paciencia, demasiada, óiganlo bien, con el promotor de estos desórdenes, pero ha llegado al límite. . . ¿Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis mejillas a medida que los ojos de toda la Media iban girando hasta encontrarme. ¿Me miraba Lu? ¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director habló largamente sobre Dios, la disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo que las puertas de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían dar la cara. -Dar la cara -repitió; ahora era autoritario-, es decir, hablar de frente, hablarme a mí. -¡No seas imbécil! -dije, rápido-. ¡No seas imbécil! Pero Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de Ferrufino y desapareció de inmediato. -Escucho, Raygada. . . -dijo. A medida que éste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un momento, a agitar sus brazos dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que amábamos el colegio y a nuestros maestros, recordó que la juventud era impulsiva. En nombre de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero siguió adelante: -Nosotros le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes como en años anteriores. . . -Se calló, asustado. -Anote, Gallardo -dijo Ferrufino-. El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana todos los días, hasta las nueve de la noche. -Hizo una pausa-El motivo figurará en la libreta: por rebelarse contra una disposición pedagógica. -Señor director. . . -Raygada estaba lívido. -Me parece justo -susurró Javier-. Por bruto.

2

Un rayo de sol atravesaba el sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un poco. ¿Responderían, después de todo? -Siéntese, Montes -dijo el profesor Zambrano-. Es usted un asno. -Nadie lo duda -afirmó Javier, a mi costado-. Es un asno. ¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasión feliz para atacar al enemigo que había bajado la guardia? -Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu. "Acepto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula, encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le exigía ser cordial. En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente. -Javier -dije. -Ya sé -respondió-. Está bien. Le haremos pasar un mal rato. ¿Al director o a Lu? Iba a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida. Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas. Alguien -¿Córdoba, quizá? -silbaba con fuerza, como queriendo destacar. -¿Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecón. -¡Qué vivo! -exclamó uno-. Está enterado hasta Ferrufino. Salíamos por la puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria. Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la calzada, formando pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban. -Que nadie se quede por aquí -dije. -¡Conmigo los coyotes! -gritó Lu, orgulloso.

Veinte muchachos lo rodearon. -Al Malecón -ordenó-, todos al Malecón. Tomados de los brazos, en una línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a codazos. Una brisa tibia, que no lograba agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían respondido. Ante nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dábamos la espalda a la baranda y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes. -¿Quién habla? –preguntó Javier. -Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda. -No-dije-. Habla tú, Javier. Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado. -Bueno -dijo; y agregó, encogiendo los hombros-: ¡Total! Javier trepó. Con una de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico, veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en abundancia por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños. -Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. Así acordamos. Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba. Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné a gritar: -Me retiro de la banda. Formaré otra, mucho mejor. Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad. -Me retiro yo también -dijo Javier. Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre y las lágrimas. -Habla tú ahora -dijo Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían. -Bueno -repuse y subí a la baranda. Ni las paredes del fondo, ni los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía. -Pediremos al director que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada, Javier, Lu y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad? La mayoría asintió, moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí", "Sí". -Lo haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarán en la Plaza Merino. Echamos a andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector Gallardo. -¿Están locos? -dijo-. No hagan eso. -No se meta -lo interrumpió Lu-. ¿Cree que el serrano nos da miedo? -Pasen -dijo Gallardo-. Ya verán.

3

Sus ojillos nos observaban minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación, pero no ignorábamos que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho había temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de sus pequeñas manos moradas. Estaba trémulo: -¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que voy a someterme a los caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto. . . Bajaba y subía la voz. Lo veía esforzarse por no gritar. "¿Por qué no revientas de una vez?, pensé. ¡Cobarde!". Se había parado. Una mancha gris flotaba en torno de sus manos, apoyadas sobre el vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendió, se volvió áspera: -¡Fuera! Quien vuelva a mencionar los exámenes será castigado. Antes que Javier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció entonces el verdadero Lu, el de los asaltos nocturnos a las rancherías de la Tablada, el de los combates contra los zorros en los médanos. -Señor director. . . No me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y violencia, como cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también muy abierta su boca llena de babas, mostraría sus dientes amarillos. -Tampoco nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué. . .? Ferrufino se había acercado. Casi lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido, aterrado, continuaba hablando: -. . . estamos ya cansados. . . -¡Cállate! El director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo. -¡Cállate! -repitió con ira-. ¡Cállate, animal!

¡Cómo te atreves! Lu estaba ya callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente sobre su cuello: "Son iguales, pensé. Dos perros". -De modo que has aprendido de éste. Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto sentí que recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó. -¡Fuera! -gritó de nuevo-. ¡Fuera de aquí! Les pesará. Salimos. Hasta el borde de los escalones que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extendía una multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardines y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba.

Las cabezas parecían iguales, uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios. Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin compás, como para ir a clases. El pavimento hervía, parecía un espejo que el sol iba disolviendo. "¿Será verdad? ", pensé. Una noche calurosa y desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí. Pero los periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los hombres y a veces los mataba. -Javier -pregunté-. ¿Tú viste que el huevo se freía solo, en la pista? Sorprendido, movió la cabeza. -No. Me lo contaron. -¿Será verdad? -Quizás. Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece un brasero. En la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba hermosamente: parecía de oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía, Tendría curiosidad por saber a dónde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor. -¿Vienes después? -me gritó. -No puedo. Nos veremos a la noche. -Es un imbécil -dijo Javier-. Es un borracho. -No -afirmé-. Es mi amigo. Es un buen muchacho.

4 –

Déjame hablar, Lu -le pedí, procurando ser suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto. -¡No! -dijo agresivamente-. Voy a hablar yo. Hice una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente. -¡No le pegues! -grité. Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar: -¿Saben ustedes lo que nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le importa. Es un. . . Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de muchachos comenzaban a cimbrearse. Casi toda la Media continuaba presente. Con el calor y cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se enardecían. -Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó, el colegio no es un colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los exámenes. Una voz aguda y anónima lo interrumpió: -¿A quién le ha pegado? Lu dudó un instante. Estalló de nuevo: -¿A quién? -desafió- ¡Arévalo, que te vean toda la espalda!

Entre murmullos, surgió Arévalo del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja. -¡Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba: "¡es mentira! -no le hagan caso- ¡es mentira!". La marea me alejo de la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo. Raygada estaba junto a mí. Indignado, me preguntó: -¿Cuándo fue lo de Arévalo? -Nunca. -¿Cómo? Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su nariz palpitaban vivamente y tenía apretados los puños. -Nada -dije-, no sé cuándo fue. Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su voz sobre las protestas dispersas: -¿Ferrufino nos va a ganar? -preguntó a gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos-. ¿Nos va a ganar? ¡Respóndanme! -¡No! -prorrumpieron quinientos o más-. ¡No! ¡No!

Estremecido por el esfuerzo que le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda. -Que nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo. Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria. Su voz agresiva se perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que permaneciera indiferente o adverso. -¿Qué hacemos? Javier quería demostrar tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban. -Está bien -dije-. Lu tiene razón. Vamos a ayudarlo. Corrí hacía la baranda y trepé. -Adviertan a los de Primaria que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto y los de cuarto para rodear el colegio. -Y también los coyotes -concluyó Lu, feliz.

5 –

Tengo hambre -dijo Javier. El calor había atenuado. En el único banco útil de la Plaza Merino recibíamos los rayos de sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían aparecido en el cielo, pero casi ninguno transpiraba. León se frotaba las manos y sonreía: estaba inquieto. -No tiembles -dijo Amaya-. Estás grandazo para tenerle miedo a Ferrufino. -¡Cuidado! -La cara de mono de León había enrojecido y su mentón sobresalía-. ¡Cuidado, Amaya! -Estaba de pie. -No peleen -dijo Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil. -Demos una vuelta por atrás -propuse a Javier. Contorneamos el colegio, caminando por el centro de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a nadie tras ellas, ni se escuchaba ruido alguno. -Están almorzando -dijo Javier. -Sí. Claro. En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían sido informados. -¡Qué muchachos valientes! -se burló alguien.

Javier los insultó. Respondió una lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. "Se mueren de envidia", murmuró Javier. En la esquina vimos a Lu. Estaba sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la pista. Nos vio y caminó hacia nosotros. Parecía contento. -Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los mandamos a jugar al río. -¿Sí? -dijo Javier-. Espera media hora y verás. Se va a armar el gran escándalo. Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles Lima y Arequipa. Cuando llegamos al umbral del callejón, conversaban en grupo y reían. Todos llevaban palos y piedras. -Así no -dije-. Si les pegan, los churres van a querer entrar de todos modos. Lu rió. -Ya verán. Por esta puerta no entra nadie. También él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo. Nos lo enseñó, agitándolo. -¿Y por allá? -preguntó. –

Todavía nada. A nuestra espalda, alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corriendo y nos llamaba agitando la mano frenéticamente. "Ya llegan, ya llegan -dijo, con ansiedad-. Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos. Dio media vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo también corrimos. Lu nos gritó algo del río. "¿El río?, pensé. No existe. ¿Por qué todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año? ". Javier corría a mi lado, resoplando. -¿Podremos contenerlos? -¿Qué? -Le costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más. -¿Podremos contener a la Primaria? -Creo que sí. Todo depende. -Mira. En el centro de la Plaza, junto a la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis. La situación parecía tranquila. -Repito -decía Raygada, con la lengua afuera-. Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una película? -Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores. -Miren -les dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol: Primaria contra Media. ¿De acuerdo? -Ja, ja -rió el de la nariz, con suficiencia-. Les ganamos. Somos más.

-Ya veremos. Vayan para allá. -No quiero -replicó una voz atrevida-. Yo voy al colegio. Era un muchacho de cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la camisa comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su audacia, dio unos pasos hacia atrás. León corrió y lo tomó de un brazo. -¿No has entendido? -Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué diablos se asustaba León? -¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya, vamos, camina. -No lo empujes -dije-. Va a ir solo. -¡No voy! -gritó-. Tenía el rostro levantado hacía León, lo miraba con furia-. ¡No voy! No quiero huelga. -¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? -León parecía muy nervioso. Apretaba con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la escena, divertidos. –

¡Nos pueden expulsar! -El brigadier se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y colérico-. Ellos quieren huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exámenes de repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al colegio, muchachos. Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que nos iban a expulsar. Lloraba. -¡No le pegues! -grité, demasiado tarde. León lo había golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a gritar. -Pareces un chivo -advirtió alguien. Miré a Javier. Ya había corrido. Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo siguieron varios, riendo a carcajadas. -¡Al río! -gritó Raygada. Javier escuchó porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al Malecón. El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al colegio.

Repartidos en parejas, los diez encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos: "tienen que poner los horarios, porque si no, nos friegan. Y a ustedes también, cuando les toque". -Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos pocos. Nos pueden aplastar, si quieren. -Si los entretenemos diez minutos, se acabó -dijo León-. Vendrá la Media y entonces los corremos al río a patadas. De pronto, un chico gritó convulsionado: -¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! -Y dirigiéndose a nosotros, con aire dramático-: Estoy con ustedes. -¡Buena! ¡Muy bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre. Palmeamos su espalda, lo abrazamos. El ejemplo cundió. Alguien dio un grito: "Yo también". "Ustedes tienen razón". Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a los más excitados halagándolos: "Bien, churre. No eres ningún marica". Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano derecha y la agitaba, suavemente. -Lleguemos a un acuerdo -exclamó-. ¿Todos unidos? Lo rodearon.

Seguían llegando grupos de alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba. -Esto se llama solidaridad -decía-. Solidaridad. -Se calló como si hubiera terminado, pero un segundo después abrió los brazos y clamó-: ¡No dejaremos que se cometa un abuso! Lo aplaudieron. -Vamos al río -dije-. Todos. -Bueno. Ustedes también. -Nosotros vamos después. -Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se movió. Javier regresaba. Venía solo. -Esos están tranquilos -dijo-. Le han quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo. -La hora -pidió León-. Dígame alguien qué hora es. Eran las dos. -A las dos y media nos vamos -dije-. Basta que se quede uno para avisar a los retrasados. Los que llegaban se sumergían en la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rápidamente. -Es peligroso –dijo Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo? -. Es peligroso. Ya sabemos qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en las clases. -Sí -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos. Pero nadie quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurríera algo. León estaba a mi lado. -Los de Media han cumplido -dijo-. Fíjate. Sólo han venido los encargados de las puertas. Apenas un momento después, vimos que llegaban los de Media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció: -¿Y ustedes? -dijo-. ¿Qué hacen aquí? ¿A qué han venido? Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de Media. -¡Guá! -Antenor parecía muy sorprendido-. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.

Javier saltó hacía él, lo agarró del cuello. -¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros? -Calla -dije-. Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casi todo el colegio. La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban muchos carros, que disminuían la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un camión, un hombre nos saludó gritando: -Buena, muchachos. No se dejen. -¿Ves? –Dijo Javier-. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino? -¡Las dos y media! -gritó León-. Vámonos. Rápido, rápido. Miré mi reloj: faltaban cinco minutos. -Vámonos -grité-. Vámonos al río. Algunos hicieron como que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando también, comenzaron a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río, río". Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí: -Los de Media, atrás -indiqué-. A la cola, formando fila. . . A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón humano. Avanzábamos trabajosamente.

Nadie se negaba, pero la marcha era lentísima. Una cabeza iba casi hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales. -Tu padre te va a matar -dijo. "Ah, pensé. Mi vecino. “-No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja. Habíamos abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos, como puntitos blancos, los arenales. El primero en escuchar fue Javier, que marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto. -¿Qué pasa? -dije-. Dime. Movió la cabeza. -¿Qué pasa? -le grité-. ¿Qué oyes?

Logré ver en ese instante un muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza Merino hacía nosotros. Los gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el violento vocerío que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien. Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron. Nos sentimos arrojados hacía atrás, separados. Sobre nosotros pasaban centenares de cuerpos, corriendo y gritando histéricamente. "¿Qué pasa? ", grité a León. Señaló algo con el dedo, sin dejar de correr. "Es Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío". Eché a correr. En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nítidamente en la sombra de la pared que lo sostenía.

Estaba arrinconado y descargaba su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su voz: -¿Quién se acerca? -gritaba-. ¿Quién se acerca? Cuatro metros más allá, dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban, vi rostros de Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban, aunque sin acercarse. A lo lejos, vi asimismo a otros dos de la banda, que corrían despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos. -¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río. Una voz nacía a mi lado, angustiosamente. Era Raygada. Parecía a punto de llorar. -No seas idiota -dijo Javier. Se reía a carcajadas-. Cállate, ¿no ves? La puerta estaba abierta y por ella entraban los estudiantes a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos compañeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampiño, sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios. Escupía de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos. Únicamente él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían bajado, exhaustos. -¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente. A medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquier modo las boinas y las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo: -dijo que con su banda podía derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. ¿Por qué dejamos solo a este animal?

Raygada se alejó. Desde la puerta nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y yo nos acercamos a Lu. Temblaba de cólera. -¿Por qué no vinieron? -dijo, frenético, levantando la voz-. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros. . . Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó velozmente hacía atrás, mientras mi puñoo apenas rozaba su oreja y luego, con el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio. -Acá no -dijo-. Vamos al Malecón. -Vamos -dijo Lu-. Te voy a enseñar otra vez. -Ya veremos -dije-. Vamos. Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban. En la esquina nos detuvo León. -No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al colegio. Tenemos que estar unidos. Lu me miraba con sus ojos semicerrados. Parecía incómodo. -¿Por qué les pegaste a los churres? -le dije-. ¿Sabes lo que nos va a pasar ahora a ti y a mí? No respondió ni hizo ningún gesto. Se había calmado del todo y tenía la cabeza baja. -Contesta, Lu -insistí-. ¿Sabes? -Está bien -dijo León-. Trataremos de ayudarlos. Dense la mano. Lu levantó el rostro y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y delicada, y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era Javier.

 

“Como ahuyentar fantasmas” de Paulo Coelho

 

Durante años Hitoshi intentó - inútilmente - despertar el amor de aquella a quien consideraba ser la mujer de su vida. Pero el destino es irónico: el mismo día que ella lo aceptó como futuro marido, también descubrió que tenía una enfermedad incurable y le quedaba poco tiempo de vida.

Seis meses después, ya a punto de morir, ella le pidió:

- Quiero que me prometas una cosa: que jamás te volverás a enamorar. Si lo haces, volveré todas las noches para espantarte.

Y cerró los ojos para siempre. Durante muchos meses, Hitoshi evitó aproximarse a otras mujeres, pero el destino continuó irónico, y él descubrió un nuevo amor. Cuando se preparaba para casarse, el fantasma de su ex amada cumplió su promesa y apareció.

- Me estás traicionando - le dijo.

- Durante años te entregué mi corazón y tú no me correspondías -respondió Hitoshi - ¿No crees que merezco una segunda oportunidad de ser feliz?.

Pero el fantasma de la ex amada no quiso saber disculpas, y todas las noches venía para asustarlo. Contaba con todo detalle lo que había sucedido durante el día, las palabras de amor que él había dicho a su novia, los besos y abrazos que se habían intercambiado.

Hitoshi ya no podía dormir, así que fue a buscar al maestro zen Bashó.

- Es un fantasma muy listo - comentó Bashó.

- ¡Ella sabe todo, hasta los menores detalles! Y ya está acabando con mi noviazgo, porque no consigo dormir y en los momentos de intimidad con mi amada me siento muy inhibido.

- Vamos a alejar este fantasma - garantizó Bashó.

Aquella noche cuando el fantasma retornó, Hitoshi lo abordó antes de que dijera la primera frase.

- Eres un fantasma tan sabio, que haremos un trato. Como me vigilas todo el tiempo, te voy a preguntar algo que hice hoy: si aciertas abandono a mi novia y nunca más tendré mujer. Si te equivocas, has de prometer que no volverás a aparecer, so pena de ser condenado por los dioses a vagar para siempre en la oscuridad.

- De acuerdo - respondió el fantasma, confiada.

- Esta tarde estaba en el almacén y en un determinado momento cogí un puñado de granos de trigo de dentro de un saco.

- Sí, lo vi - dijo el fantasma.

- La pregunta es la siguiente: ¿cuántos granos de trigo tenía en mi mano?.

 

El fantasma en ese instante comprendió que no conseguiría jamás responder la pregunta. Y para evitar ser perseguido por los dioses en la oscuridad eterna, decidió desaparecer para siempre.

Dos días después Hitoshi fue hasta la casa del maestro zen.

- Vine a darle las gracias.

- Aprovecha para aprender las lecciones que hacen parte de esta experiencia - respondió Bashó.

"En primer lugar, aquel espíritu volvía siempre porque tenías miedo. Si quieres alejar una maldición, no le des la menor importancia."

"Segundo: el fantasma sacaba provecho de tu sensación de culpa: cuando nos sentimos culpables, siempre deseamos - inconscientemente - el castigo."

"Y, finalmente: nadie que realmente te amara te obligaría a hacer ese tipo de promesa. Si quieres entender el amor, aprende la libertad."

 

Paulo Coelho, escritor brasileño.

“Si alguien quiere saber cuál es mi patria” de Pedro Mir

 

Si alguien quiere saber cuál es mi patria no la busque, no pregunte por ella.

Siga el rastro goteante por el mapa y su efigie de patas imperfectas. No pregunte si viene del rocío o si tiene espirales en las piedras o si tiene sabor ultramarino o si el clima le huele en primavera. No la busque ni alargue las pupilas. No pregunte por ella.

(¡Tanto arrojo en la lucha irremediable y aún no hay quien lo sepa! ¡Tanto acero y fulgor de resistir y aún no hay quien lo vea!)

No, no la busque. Si alguien quiere saber cuál es mi patria, no pregunte por ella. No quiera saber si hay bosques, trinos, penínsulas muchísimas y ajenas, o si hay cuatro cadenas de montañas, todas derechas, o si hay varios destinos de bahías y todas extranjeras.

Siga el rastro goteando por la brisa y allí donde la sombra se presenta, donde el tiempo castiga y desmorona, ya no la busque, no pregunte por ella. Su propia sangre, su órbita querida, su instantáneo chispazo de presencia, su funeral de risa y de sonrisa, su potrero de espaldas indirectas, su puño de silencio en cada boca, su borbotón de ira en cada mueca, sus manos enguatadas en la fábrica y sus pies descalzos en la carretera, las largas cicatrices que le bajan como antiguos riachuelos, su siniestra figura de mujer obligada a parir con cada coz que busca su cadera para echar una fila de habitantes listos para la rueda, todo dirá de pronto dónde existe una patria moderna. Dónde habrá que buscar y qué pregunta se solicita. Porque apenas surge la realidad y se apresura una pregunta, ya está la respuesta.

No, no la busque. Tendría que pelear por ella…

 

“Muchacha” de Pedro Valle

 

¿¿Siempre habrá una muchacha

que consuele una frente pensativa??

Roberto Armijo

 

Yo no sé si tu camino

viene hasta mí

para unir geografías de montaña y mar

Yo no sé si tu sueño

asciende hacia la misma estrella

para volver invictos bajo cualquier invierno

Yo no sé si tu amor

será otro río

para esta sed unánime de eternos caminantes

Yo nada más sé de tu palabrabrigo

y de tu presencia vigorosa de semilla

y de tu canto al borde del amanecer

y de tu oleaje tierra adentro del pecho

prolongado para siempre en mis venas y versos

viernes, 20 de noviembre de 2020

Extracto de las cartas a Diegos Rivera” de Frida Kahlo

 

No quiero un amor a medias, rasgado, partido a la mitad, he luchado y sufrido tanto, que me merezco algo entero, intenso, indestructible.
- Y cuando me busques y no me halles, dirás: Ella era única y era mía... era.
- Y al final del día nos damos cuenta, que podemos soportar más de lo que creemos.
- Si usted me quiere en su vida, usted me pondrá en ella. Yo no debería estar peleando por un puesto...

Reír nos hizo invencibles. No como los que siempre ganan, sino como aquellos que no se rinden.
- No dejes que le dé sed, al árbol del que tú eres su sol.
- El tiempo no regresa... Donde no puedas amar, no te demores.
- No tengo dolores, solo cansancio y como es natural muchas veces desesperación. Una desesperación que ninguna palabra puede describir. Sin embargo tengo ganas de vivir....

“El oro de Tomás Vargas” de Isabel Allende

  

Antes de que empezara la pelotera descomunal del progreso, quienes tenían algunos

ahorros, los enterraban, era la única forma conocida de guardar dinero, pero más

tarde la gente les tomó confianza a los bancos. Cuando hicieron la carretera y fue más

fácil llegar en autobús a la ciudad, cambiaron sus monedas de oro y de plata por

papeles pintados y los metieron en cajas fuertes, como si fueran tesoros. Tomás

Vargas se burlaba de ellos a carcajadas, porque nunca creyó en ese sistema. El tiempo

le dio la razón y cuando se acabó el gobierno del Benefactor -que duró como treinta

años, según dicen los billetes no valían nada y muchos terminaron pegados de adorno

en las paredes, como infame recordatorio del candor de sus dueños. Mientras todos los

demás escribían cartas al nuevo Presidente y a los periódicos para quejarse de la

estafa colectiva de las nuevas monedas, Tomás Vargas tenía sus morocotas de oro en

un entierro seguro, aunque eso no atenuó sus hábitos de avaro y de pordiosero. Era

hombre sin decencia, pedía dinero prestado sin intención de devolverlo, y mantenía a

los hijos con hambre y a la mujer en harapos, mientras él usaba sombreros de pelo de

guama y fumaba cigarros de caballero. Ni siquiera pagaba la cuota de la escuela, sus

seis hijos legítimos se educaron gratis porque la Maestra Inés decidió que mientras ella

estuviera en su sano juicio y con fuerzas para trabajar, ningún niño del pueblo se

quedaría sin saber leer. La edad no le quitó lo pendenciero, bebedor y mujeriego.

Tenía a mucha honra ser el más macho de la región, como pregonaba en la plaza cada

vez que la borrachera le hacía perder el entendimiento y anunciar a todo pulmón los

nombres de las muchachas que había seducido y de los bastardos que llevaban su

sangre. Si fueran a creerle, tuvo como trescientos porque en cada arrebato daba

nombres diferentes. Los policías se lo llevaron varias veces y el Teniente en persona le

propinó unos cuantos planazos en las nalgas, para ver si se le regeneraba el carácter,

pero eso no dio más resultados que las amonestaciones del cura. En verdad sólo

respetaba a Riad Halabí, el dueño del almacén, por eso los vecinos recurrían a él

cuando sospechaban que se le había pasado la mano con la disipación y estaba

zurrando a su mujer o a sus hijos. En esas ocasiones el árabe abandonaba el

mostrador con tanta prisa que no se acordaba de cerrar la tienda, y se presentaba,

sofocado de disgusto justiciero, a poner orden en el rancho de los Vargas. No tenía

necesidad de decir mucho, al viejo le bastaba verlo aparecer para tranquilizarse. Riad

Halabí era el único capaz de avergonzar a ese bellaco.

Antonia Sierra, la mujer de Vargas, era veintiséis años menor que él. Al llegar a la

cuarentena ya estaba muy gastada, casi no le quedaban dientes sanos en la boca y su

aguerrido cuerpo de mulata se había deformado por el trabajo, los partos y los

abortos; sin embargo aún conservaba la huella de su pasada arrogancia, una manera

de caminar con la cabeza bien erguida y la cintura quebrada, un resabio de antigua

belleza, un tremendo orgullo que paraba en seco cualquier intento de tenerle lástima.

Apenas le alcanzaban las horas para cumplir su día, porque además de atender a sus

hijos y ocuparse del huerto y las gallinas ganaba unos pesos cocinando el almuerzo de

los policías, lavando ropa ajena y limpiando la escuela. A veces andaba con el cuerpo

sembrado de magullones azules y aunque nadie preguntaba, toda Agua Santa sabía de

las palizas propinadas por su marido. Sólo Riad Halabí y la Maestra Inés se atrevían a

hacerle regalos discretos, buscando excusas para no ofenderla, algo de ropa,

alimentos, cuadernos y vitaminas para sus niños.

Muchas humillaciones tuvo que soportar Antonia Sierra de su marido, incluso que le

impusiera una concubina en su propia casa.

Concha Díaz llegó a Agua Santa a bordo de uno de los camiones de la Compañía de Petróleos, tan

desconsolada y lamentable como un espectro. El chófer se compadeció

al verla descalza en el camino, con su atado a la espalda y su barriga de mujer

preñada. Al cruzar la aldea, los camiones se detenían en el almacén, por eso Riad

Halabí fue el primero en enterarse del asunto. La vio aparecer en su puerta y por la

forma en que dejó caer su bulto ante el mostrador se dio cuenta al punto de que no

estaba de paso, esa muchacha venía a quedarse. Era muy joven, morena y de baja

estatura, con una mata compacta de pelo crespo desteñido por el sol, donde parecía

no haber entrado un peine en mucho tiempo. Como siempre hacía con los visitantes,

Riad Halabí le ofreció a Concha una silla y un refresco de piña y se dispuso a escuchar

el recuento de sus aventuras o sus desgracias, pero la muchacha hablaba poco, se

limitaba a sonarse la nariz con los dedos, la vista clavada en el suelo, las lágrimas

cayéndole sin apuro por las mejillas y una retahíla de reproches brotándole entre los

dientes. Por fin el árabe logró entenderle que quería ver a Tomás Vargas y mandó a

buscarlo a la taberna. Lo esperó en la puerta y apenas lo tuvo por delante lo cogió por

un brazo y lo encaró con la forastera, sin darle tiempo de reponerse del susto.

-La joven dice que el bebé es tuyo -dijo Riad Halabí con ese tono suave que usaba

cuando estaba indignado.

-Eso no se puede probar, turco. Siempre se sabe quién es la madre, pero del padre

nunca hay seguridad -replicó el otro confundido, pero con ánimo suficiente para

esbozar un guiño de picardía que nadie apreció.

Esta vez la mujer se echó a llorar con entusiasmo, mascullando que no habría viajado

de tan lejos si no supiera quién era el padre. Riad Halabí le dijo a Vargas que si no le

daba vergüenza, tenía edad para ser abuelo de la muchacha, y si pensaba que otra vez

el pueblo iba a sacar la cara por sus pecados estaba en un error, qué se había

imaginado, pero cuando el llanto de la joven fue en aumento, agregó lo que todos

sabían que diría.

-Está bien, niña, cálmate. Puedes quedarte en mi casa por un tiempo, al menos hasta

el nacimiento de la criatura.

Concha Díaz comenzó a sollozar más fuerte y manifestó que no viviría en ninguna

parte, sólo con Tomás Vargas, porque para eso había venido. El aire se detuvo en el

almacén, se hizo un silencio muy largo, sólo se oían los ventiladores en el techo y el

moquilleo de la mujer, sin que nadie se atreviera a decirle que el viejo era casado y

tenía seis chiquillos. Por fin Vargas cogió el bulto de la viajera y la ayudó a ponerse de

pie.

-Muy bien, Conchita, si eso es lo que quieres, no hay más que hablar. Nos vamos para

mi casa ahora mismo -dijo.

Así fue como al volver de su trabajo Antonia Sierra encontró a otra mujer descansando

en su hamaca y por primera vez el orgullo no le alcanzó para disimular sus

sentimientos. Sus insultos rodaron por la calle principal y el eco llegó hasta la plaza y

se metió en todas las casas, anunciando que Concha Díaz era una rata inmunda y que

Antonia Sierra le haría la vida imposible hasta devolverla al arroyo de donde nunca

debió salir, que si creía que sus hijos iban a vivir bajo el mismo techo con una

rabipelada se llevaría una sorpresa, porque ella no era ninguna palurda, y a su marido

más le valía andarse con cuidado, porque ella había aguantado mucho sufrimiento y

mucha decepción, todo en nombre de sus hijos, pobres inocentes, pero ya estaba

bueno, ahora todos iban a ver quién era Antonia Sierra. La rabieta le duró una

semana, al cabo de la cual los gritos se tornaron en un continuo murmullo y perdió el

último vestigio de su belleza, ya no le quedaba ni la manera de caminar, se arrastraba

como una perra apaleada. Los vecinos intentaron explicarle que todo ese lío no era

culpa de Concha, sino de Vargas, pero ella no estaba dispuesta a escuchar consejos de templanza o

de justicia.

La vida en el rancho de esa familia nunca había sido agradable, pero con la llegada de

la concubina se convirtió en un tormento sin tregua. Antonia pasaba las noches

acurrucada en la cama de sus hijos, escupiendo maldiciones, mientras al lado roncaba

su marido abrazado a la muchacha. Apenas asomaba el sol Antonia debía levantarse,

preparar el café y amasar las arepas, mandar a los chiquillos a la escuela, cuidar el

huerto, cocinar para los policías, lavar y planchar. Se ocupaba de todas esas tareas

como una autómata, mientras del alma le destilaba un rosario de amarguras. Como se

negaba a darle comida a su marido, Concha se encargó de hacerlo cuando la otra salía,

para no encontrarse con ella ante el fogón de la cocina. Era tanto el odio de Antonia

Sierra, que algunos en el pueblo creyeron que acabaría matando a su rival y fueron a

pedirle a Riad Halabí y a la Maestra Inés que intervinieran antes de que fuera tarde.

Sin embargo, las cosas no sucedieron de esa manera. Al cabo de dos meses la barriga

de Concha parecía una calabaza, se le habían hinchado tanto las piernas que estaban a

punto de reventársele las venas, y lloraba continuamente porque se sentía sola y

asustada. Tomás Vargas se cansó de tanta lágrima y decidió ir a su casa sólo a dormir.

Ya no fue necesario que las mujeres hicieran turnos para cocinar, Concha perdió el

último incentivo para vestirse y se quedó echada en la hamaca mirando el techo, sin

ánimo ni para colarse un café. Antonia la ignoró todo el primer día, pero en la noche le

mandó un plato de sopa y un vaso de leche caliente con uno de los niños, para que no

dijeran que ella dejaba morirse a nadie de hambre bajo su techo. La rutina se repitió y

a los pocos días Concha se levantó para comer con los demás. Antonia fingía no verla,

pero al menos dejó de lanzar insultos al aire cada vez que la otra pasaba cerca. Poco a

poco la derrotó la lástima. Cuando vio que la muchacha estaba cada día más delgada,

un pobre espantapájaros con un vientre descomunal y unas ojeras profundas, empezó

a matar sus gallinas una por una para darle caldo, y apenas se le acabaron las aves

hizo lo que nunca había hecho hasta entonces, fue a pedirle ayuda a Riad Halabí.

-Seis hijos he tenido y varios nacimientos malogrados, pero nunca he visto a nadie

enfermarse tanto de preñez -explicó ruborizada-. Está en los huesos, turco, no alcanza

a tragarse la comida y ya la está vomitando. No es que a mí me importe, no tengo

nada que ver con eso, pero ¿qué le voy a decir a su madre si se me muere? No quiero

que me vengan a pedir cuentas después.

Riad Halabí llevó a la enferma en su camioneta al hospital y Antonia los acompañó.

Volvieron con una bolsa de píldoras de diferentes colores y un vestido nuevo para

Concha, porque el suyo ya no le bajaba de la cintura. La desgracia de la otra mujer

forzó a Antonia Sierra a revivir retazos de su juventud, de su primer embarazo y de las

mismas violencias que ella soportó. Deseaba, a pesar suyo, que el futuro de Concha

Díaz no fuera tan funesto como el propio. Ya no le tenía rabia, sino una callada

compasión, y empezó a tratarla como a una hija descarriada, con una autoridad brusca

que apenas lograba ocultar su ternura. La joven estaba aterrada al ver las perniciosas

transformaciones en su cuerpo, esa deformidad que aumentaba sin control, esa

vergüenza de andarse orinando de a poco y de caminar como un ganso, esa repulsión

incontrolable y esas ganas de morirse. Algunos días despertaba muy enferma y no

podía salir de la cama, entonces Antonia turnaba a los niños para cuidarla mientras ella

partía a cumplir con su trabajo a las carreras, para regresar temprano a atenderla;

pero en otras ocasiones Concha amanecía más animosa y cuando Antonia volvía

extenuada, se encontraba con la cena lista y la casa limpia. La muchacha le servía un

café y se quedaba de pie a su lado, esperando que se lo bebiera, con una mirada

líquida de animal agradecido.

El niño nació en el hospital de la ciudad, porque no quiso venir al mundo y tuvieron que abrir a

Concha Díaz para sacárselo. Antonia se quedó con ella ocho días, durante

los cuales la Maestra Inés se ocupó de sus chiquillos. Las dos mujeres regresaron en la

camioneta del almacén y todo Agua Santa salió a darles la bienvenida. La madre venía

sonriendo, mientras Antonia exhibía al recién nacido con una algazara de abuela,

anunciando que sería bautizado Riad Vargas Díaz, en justo homenaje al turco, porque

sin su ayuda la madre no hubiera llegado a tiempo a la maternidad y además fue él

quien se hizo cargo de los gastos cuando el padre hizo oídos sordos y se fingió más

borracho que de costumbre para no desenterrar su oro.

Antes de dos semanas Tomás Vargas quiso exigirle a Concha Díaz que volviera a su

hamaca, a pesar de que la mujer todavía tenía un costurón fresco y un vendaje de

guerra en el vientre, pero Antonia Sierra se le puso delante con los brazos en jarra,

decidida por primera vez en su existencia a impedir que el viejo hiciera según su

capricho. Su marido inició el ademán de quitarse el cinturón para derle los correazos

habituales, pero ella no lo dejó terminar el gesto y se le fue encima con tal fiereza, que

el hombre retrocedió, sorprendido. Esa vacilación lo perdió, porque ella supo entonces

quién era el más fuerte. Entretanto Concha Díaz había dejado a su hijo en un rincón y

enarbolaba una pesada vasija de barro, con el propósito evidente de reventársela en la

cabeza. El hombre comprendió su desventaja y se fue del rancho lanzando blasfemias.

Toda Agua Santa supo lo sucedido porque él mismo se lo contó a las muchachas del

prostíbulo, quienes también dijeron que Vargas ya no funcionaba y que todos sus

alardes de semental eran pura fanfarronería y ningún fundamento.

A partir de ese incidente las cosas cambiaron. Concha Díaz se repuso con rapidez y

mientras Antonia Sierra salía a trabajar, ella se quedaba a cargo de los niños y las

tareas del huerto y de la casa. Tomás Vargas se tragó la desazón y regresó

humildemente a su hamaca, donde no tuvo compañía. Aliviaba el despecho maltratado

a sus hijos y comentando en la taberna que las mujeres, como las mulas, sólo

entienden a palos, pero en la casa no volvió a intentar castigarlas. En las borracheras

gritaba a los cuatro vientos las ventajas de la bigamia y el cura tuvo que dedicar varios

domingos a rebatirlo desde el púlpito, para que no prendiera la idea y se le fueran al

carajo tantos años de predicar la virtud cristiana de la monogamia.

En Agua Santa se podía tolerar que un hombre maltratara a su familia, fuera haragán,

bochinchero y no devolviera el dinero prestado, pero las deudas del juego eran

sagradas. En las riñas de gallos los billetes se colocaban bien doblados entre los dedos,

donde todos pudieran verlos, y en el dominó, los dados o las cartas, se ponían sobre la

mesa a la izquierda del jugador. A veces los camioneros de la Compañía de Petróleos

se detenían para unas vueltas de póquer y aunque ellos no mostraban su dinero, antes

de irse pagaban hasta el último céntimo. Los sábados llegaban los guardias del Penal

de Santa María a visitar el burdel y a jugar en la taberna su paga de la semana. Ni

ellos -que eran mucho más bandidos que los presos a su cargo- se atrevían a jugar si

no podían pagar. Nadie violaba esa regla.

Tomás Vargas no apostaba, pero le gustaba mirar a los gadores, podía pasar horas

observando un dominó, era el primero en instalarse en las riñas de gallos y seguía los

números de la lotería que anunciaban por la radio, aunque él nunca compraba uno.

Estaba defendido de esa tentación por el tamaño de su avaricia. Sin embargo, cuando

la férrea complicidad de Antonia Sierra y Concha Díaz le mermó definitivamente el

ímpetu viril, se volcó hacia el juego. Al principio apostaba unas propinas míseras y sólo

los borrachos más pobres aceptaban sentarse a la mesa con él, pero con los naipes

tuvo más suerte que con sus mujeres y pronto le entró el comején del dinero fácil y

empezó a descomponerse hasta el meollo mismo de su naturaleza mezquina. Con la

esperanza de hacerse rico en un solo golpe de fortuna y recuperar de paso –mediante aumentar los

riesgos. Pronto se medían con él los jugadores más bravos y los demás

hacían rueda para seguir las alternativas de cada encuentro. Tomás Vargas no ponía

los billetes estirados sobre la mesa, como era la tradición, pero pagaba cuando perdía.

En su casa la pobreza se agudizó y Concha salió también a trabajar. Los niños

quedaron solos y la Maestra Inés tuvo que alimentarlos para que no anduvieran por el

pueblo aprendiendo a mendigar.

Las cosas se complicaron para Tomás Vargas cuando aceptó el desafío del Teniente y

después de seis horas de juego le ganó doscientos pesos. El oficial confiscó el sueldo

de sus subalternos para pagar la derrota. Era un moreno bien plantado, con un bigote

de morsa y la casaca siempre abierta para que las muchachas pudieran apreciar su

torso velludo y su colección de cadenas de oro. Nadie lo estimaba en Agua Santa,

porque era hombre de carácter impredecible y se atribuía la autoridad de inventar

leyes según su capricho y conveniencia. Antes de su llegada, la cárcel era sólo un par

de cuartos para pasar la noche después de alguna riña -nunca hubo crímenes de

gravedad en Agua Santa y los únicos malhechores eran los presos en su tránsito hacia

el Penal de Santa María- pero el Teniente se encargó de que nadie pasara por el retén

sin llevarse una buena golpiza. Gracias a él la gente le tomó miedo a la ley. Estaba

indignado por la pérdida de los doscientos pesos, pero entregó el dinero sin chistar y

hasta con cierto desprendimiento elegante, porque ni él, con todo el peso de su poder,

se hubiera levantado de la mesa sin pagar.

Tomás Vargas pasó dos días alardeando de su triunfo, hasta que el Teniente le avisó

que lo esperaba el sábado para la revancha. Esta vez la apuesta sería de mil pesos, le

anunció con un tono tan perentorio que el otro se acordó de los planazos recibidos en

el trasero y no se atrevió a negarse. La tarde del sábado la taberna estaba repleta de

gente. En la apretura y el calor se acabó el aire y hubo que sacar la mesa a la calle

para que todos pudieran ser testigos del juego. Nunca se había apostado tanto dinero

en Agua Santa y para asegurar la limpieza del procedimiento designaron a Riad Halabí.

Éste empezó por exigir que el público se mantuviera a dos pasos de distancia, para

impedir cualquier trampa, y que el Teniente y los demás policías dejaran sus armas en

el retén.

-Antes de comenzar ambos jugadores deben poner su dinero sobre la mesa -dijo el

árbitro.

-Mi palabra basta, turco -replicó el Teniente. -En ese caso mi palabra basta también -

agregó Tomás Vargas.

-¿Cómo pagarán si pierden? -quiso saber Riad Halabí. -Tengo una casa en la capital, si

pierdo Vargas tendrá los títulos mañana mismo.

-Está bien. ¿Y tú? -Yo pago con el oro que tengo enterrado. El juego fue lo más

emocionante ocurrido en el pueblo en muchos años. Toda Agua Santa, hasta los

ancianos y los niños se juntaron en la calle. Las únicas ausentes fueron Antonia Sierra

y Concha Díaz. Ni el Teniente ni Tomás Vargas inspiraban simpatía alguna, así es que

daba lo mismo quien ganara; la diversión consistía en adivinar las angustias de los dos

jugadores y de quienes habían apostado a uno u otro. A Tomás Vargas lo beneficiaba

el hecho de que hasta entonces había sido afortunado con los naipes, pero el Teniente

tenía la ventaja de su sangre fría y su prestigio de matón.

A las siete de la tarde terminó la partida y, de acuerdo con las normas establecidas,

Riad Halabí declaró ganador al Teniente. En el triunfo el policía mantuvo la misma

calma que demostró la semana anterior en la derrota, ni una sonrisa burlona, ni una

palabra desmedida, se quedó simplemente sentado en su silla escarbándose los

dientes con la uña del dedo meñique.

-Bueno, Vargas, ha llegado la hora de desenterrar tu tesoro -dijo, cuando se calló el

vocerío de los mirones.

La piel de Tomás Vargas se había vuelto cenicienta, tenía la camisa empapada de

sudor y parecía que el aire no le entraba en el cuerpo, se le quedaba atorado en la

boca. Dos veces intentó ponerse de pie y le fallaron las rodillas. Riad Halabí tuvo que

sostenerlo. Por fin reunió la fuerza para echar a andar en dirección a la carretera,

seguido por el Teniente, los policías, el árabe, la Maestra Inés y más atrás todo el

pueblo en ruidosa procesión. Anduvieron un par de millas y luego Vargas torció a la

derecha, metiéndose en el tumulto de la vegetación glotona que rodeaba a Agua

Santa. No había sendero, pero él se abrió paso sin grandes vacilaciones entre los

árboles gigantescos y los helechos, hasta llegar al borde de un barranco apenas visible,

porque la selva era un biombo impenetrable. Allí se detuvo la multitud, mientras él

bajaba con el Teniente. Hacía un calor húmedo y agobiante, a pesar de que faltaba

poco para la puesta del sol. Tomás Vargas hizo señas de que lo dejaran solo, se puso a

gatas y arrastrándose desapareció bajo unos filodendros de grandes hojas carnudas.

Pasó un minuto largo antes que se escuchara su alarido. El Teniente se metió en el

follaje, lo cogió por los tobillos y lo sacó a tirones.

-¡Qué pasa! -¡No está, no está! -¡Cómo que no está! -¡Lo juro, mi Teniente, yo no sé

nada, se lo robaron, me robaron el tesoro! -Y se echó a llorar como una viuda, tan

desesperado que ni cuenta se dio de las patadas que le propinó el Teniente.

-¡Cabrón! ¡Me vas a pagar! ¡Por tu madre que me vas a pagar! Riad Halabí se lanzó

barranco abajo y se lo quitó de las manos antes de que lo convirtiera en mazamorra.

Logró convencer al Teniente que se calmara, porque a golpes no resolverían el asunto,

y luego ayudó al viejo a subir. Tomás Vargas tenía el esqueleto descalabrado por el

espanto de lo ocurrido, se ahogaba de sollozos y eran tantos sus titubeos y desmayos

que el árabe tuvo que llevarlo casi en brazos todo el camino de vuelta, hasta

depositarlo finalmente en su rancho. En la puerta estaban Antonia Sierra y Concha

Díaz sentadas en dos sillas de paja, tomando café y mirando caer la noche. No dieron

ninguna señal de consternación al enterarse de lo sucedido y continuaron sorbiendo su

café, inmutables.

Tomás Vargas estuvo con calentura más de una semana, delirando con morocotas de

oro y naipes marcados, pero era de naturaleza firme y en vez de morirse de congoja,

como todos suponían, recuperó la salud. Cuando pudo levantarse no se atrevió a salir

durante varios días, pero finalmente su amor por la parranda pudo más que su

prudencia, tomó su sombrero de pelo de guama y, todavía tembleque y asustado,

partió a la taberna. Esa noche no regresó y dos días después alguien trajo la noticia de

que estaba despachurrado en el mismo barranco donde había escondido su tesoro. Lo

encontraron abierto en canal a machetazos, como una res, tal como todos sabían que

acabaría sus días, tarde o temprano.

Antonia Sierra y Concha Díaz lo enterraron sin grandes señas de desconsuelo y sin

más cortejo que Riad Halabí y la Maestra Inés, que fueron por acompañarlas a ellas y

no para rendirle homenaje póstumo a quien habían despreciado en vida. Las dos

mujeres siguieron viviendo juntas, dispuestas a ayudarse mutuamente en la crianza de

los hijos y en las vicisitudes de cada día. Poco después del sepelio compraron gallinas,

conejos y cerdos, fueron en bus a la ciudad y volvieron con ropa para toda la familia.

Ese año arreglaron el rancho con tablas nuevas, le agregaron dos cuartos, lo pintaron

de azul y después instalaron una cocina a gas, donde iniciaron una industria de comida

para vender a domicilio. Cada mediodía partían con todos los niños a distribuir sus

viandas en el retén, la escuela, el correo, y si sobraban porciones las dejaban en el

mostrador del almacén, para que Riad Halabí se las ofreciera a los camioneros.

Y así salieron de la miseria y se iniciaron en el camino de la prosperidad.