Si alguien quiere saber cuál es mi patria
no la busque, no pregunte por ella.
Siga el rastro goteante por el mapa y su
efigie de patas imperfectas. No pregunte si viene del rocío o si tiene espirales
en las piedras o si tiene sabor ultramarino o si el clima le huele en
primavera. No la busque ni alargue las pupilas. No pregunte por ella.
(¡Tanto arrojo en la lucha irremediable y
aún no hay quien lo sepa! ¡Tanto acero y fulgor de resistir y aún no hay quien
lo vea!)
No, no la busque. Si alguien quiere saber
cuál es mi patria, no pregunte por ella. No quiera saber si hay bosques,
trinos, penínsulas muchísimas y ajenas, o si hay cuatro cadenas de montañas,
todas derechas, o si hay varios destinos de bahías y todas extranjeras.
Siga el rastro goteando por la brisa y allí
donde la sombra se presenta, donde el tiempo castiga y desmorona, ya no la
busque, no pregunte por ella. Su propia sangre, su órbita querida, su
instantáneo chispazo de presencia, su funeral de risa y de sonrisa, su potrero
de espaldas indirectas, su puño de silencio en cada boca, su borbotón de ira en
cada mueca, sus manos enguatadas en la fábrica y sus pies descalzos en la
carretera, las largas cicatrices que le bajan como antiguos riachuelos, su
siniestra figura de mujer obligada a parir con cada coz que busca su cadera
para echar una fila de habitantes listos para la rueda, todo dirá de pronto
dónde existe una patria moderna. Dónde habrá que buscar y qué pregunta se
solicita. Porque apenas surge la realidad y se apresura una pregunta, ya está
la respuesta.
No, no
la busque. Tendría que pelear por ella…
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