1
Javier se adelantó por un
segundo: -¡Pito! -gritó, ya de pie. La tensión se quebró violentamente, como
una explosión. Todos estábamos parados: el doctor Abásalo tenía la boca
abierta. Enrojecía, apretando los puños. Cuando, recobrándose, levantaba una
mano y parecía a punto de lanzar un sermón, el pito sonó de verdad. Salimos corriendo
con estrépito, enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya, que
avanzaba volteando carpetas. El patio estaba sacudido por los gritos. Los de
cuarto y tercero habían salido antes, formaban un gran círculo que se mecía
bajo el polvo. Casi con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían
nuevas frases agresivas, más odio. El círculo creció. La indignación era
unánime en la Media. (La Primaria tenía un patio pequeño, de mosaicos azules,
en el ala opuesta del colegio. ) -Quiere fregarnos, el serrano.
-Sí. Maldito sea. Nadie hablaba
de los exámenes finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el
escándalo indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director. De
pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé a recorrer febrilmente
los grupos: "¿nos friega y nos callamos?”. "Hay que hacer algo".
"Hay que hacerle algo". Una mano férrea me extrajo del centro del
círculo. -Tú no -dijo Javier-. No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes. -Ahora no
me importa. Me las va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¡ves? Hagamos que
formen. En voz baja fuimos repitiendo por el patio, de oído en oído:
"formen filas", "a formar, rápido". -¡Formemos las filas!
-El vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante de la mañana. Muchos, a la
vez, corearon: -¡A formar! ¡A formar! Los inspectores Gallardo y Romero vieron
entonces, sorprendidos, que de pronto decaía el bullicio y se organizaban las
filas antes de concluir el recreo. Estaban apoyados en la pared, junto a la
sala de profesores, frente a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se
miraron entre ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores; también
estaban extrañados. El inspector Gallardo se aproximó: -¡Oigan! -gritó,
desconcertado-. Todavía no. . . -Calla -repuso alguien, desde atrás-. ¡Calla,
Gallardo, maricón! Gallardo se puso pálido. A grandes pasos, con gesto
amenazador, invadió las filas. A su espalda, varios gritaban: "¡Gallardo,
maricón!". -Marchemos -dije-. Demos vueltas al patio. Primero los de
quinto. Comenzamos a marchar. Taconeábamos con fuerza, hasta dolernos los pies.
A la segunda vuelta -formábamos un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones
del patio-Javier, Raygada, León y yo principiamos: -Ho-ra-rio; ho-ra-rio;
ho-ra-rio.
. . El coro se hizo general.
-¡Más fuerte! -prorrumpió la voz de alguien que yo odiaba: Lu-. ¡Griten! De
inmediato, el vocerío aumentó hasta ensordecer. -Ho-ra-rio; ho-ra-rio;
ho-ra-rio. . . Los profesores, cautamente, habían desaparecido cerrando tras
ellos la puerta de la Sala de Estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón
donde Teobaldo vendía fruta sobre un madero, dijo algo que no oímos. Movía las
manos, como alentándonos. "Puerco", pensé. Los gritos arreciaban.
Pero ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos, bastaban para
disimular que estábamos asustados. Aquella espera era angustiosa. ¿Por qué
tardaba en salir? Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían
comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando, agudas
risitas forzadas. "No debo pensar en nada, me decía. Ahora no". Ya me
costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía la garganta. De pronto, casi sin
saberlo, miraba el cielo: perseguía a un gallinazo que planeaba suavemente
sobre el colegio, bajo una bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un
disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza, rápidamente.
Pequeño, amoratado, Ferrufino había aparecido al final del pasillo que
desembocaba en el patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato,
que lo acercaban interrumpían abusivamente el silencio que había reinado de
improviso, sorprendiéndome. (La puerta de la sala de profesores se abre; asoma
un rostro diminuto, cómico. Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos
pasos; velozmente, se hunde; su mano infantil cierra la puerta. ) Ferrufino
estaba frente a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes
enmudecidos. Se habían deshecho las filas; algunos corríeron a los baños, otros
rodeaban desesperadamente la cantina de Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo
quedamos inmóviles. -No tengan miedo -dije, pero nadie me oyó porque
simultáneamente había dicho el director: -Toque el pito, Gallardo. De nuevo se
organizaron las hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía
excesivo, pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento.
"Se cansaron -murmuró Javier-. Malo. “Y advirtió, furioso: -¡Cuidado con hablar!
Otros propagaron el aviso. -No -dije-. Espera. Se pondrán como fieras apenas
hable Ferrufino. Pasaron algunos segundos de silencio, de sospechosa gravedad,
antes de que fuéramos levantando la vista, uno por uno, hacía aquel hombrecito
vestido de gris.
Estaba con las manos enlazadas
sobre el vientre, los pies juntos, quieto. -No quiero saber quién inició este
tumulto -recitaba. Un actor: el tono de su voz, pausado, suave, las palabras
casí cordiales, su postura de estatua, eran cuidadosamente afectadas. ¨¿Habría
estado ensayándose solo, en su despacho? -. Actos como éste son una vergüenza
para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha paciencia, demasiada,
óiganlo bien, con el promotor de estos desórdenes, pero ha llegado al límite. .
. ¿Yo o Lu? Una interminable lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello, mis
mejillas a medida que los ojos de toda la Media iban girando hasta encontrarme.
¿Me miraba Lu? ¿Tenía envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien
palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director habló largamente sobre
Dios, la disciplina y los valores supremos del espíritu. Dijo que las puertas
de la dirección estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían
dar la cara. -Dar la cara -repitió; ahora era autoritario-, es decir, hablar de
frente, hablarme a mí. -¡No seas imbécil! -dije, rápido-. ¡No seas imbécil!
Pero Raygada ya había levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la
izquierda, abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó la boca de
Ferrufino y desapareció de inmediato. -Escucho, Raygada. . . -dijo. A medida
que éste hablaba, sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un
momento, a agitar sus brazos dramáticamente. Afirmó que no éramos malos y que
amábamos el colegio y a nuestros maestros, recordó que la juventud era
impulsiva. En nombre de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero siguió
adelante: -Nosotros le pedimos, señor director, que ponga horarios de exámenes
como en años anteriores. . . -Se calló, asustado. -Anote, Gallardo -dijo
Ferrufino-. El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana todos los
días, hasta las nueve de la noche. -Hizo una pausa-El motivo figurará en la
libreta: por rebelarse contra una disposición pedagógica. -Señor director. . .
-Raygada estaba lívido. -Me parece justo -susurró Javier-. Por bruto.
2
Un rayo de sol atravesaba el
sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos, me invadía de paz. Sin
embargo, mi corazón estaba algo agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba media
hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había decaído un poco.
¿Responderían, después de todo? -Siéntese, Montes -dijo el profesor Zambrano-.
Es usted un asno. -Nadie lo duda -afirmó Javier, a mi costado-. Es un asno.
¿Habría llegado la consigna a todos los años? No quería martirizar de nuevo mi
cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento veía a Lu, a pocos
metros de mi carpeta, y sentía desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo
iba a decidirse, no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión de honor,
sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar esta ocasión feliz para atacar al
enemigo que había bajado la guardia? -Toma -dijo a mi lado, alguien-. Es de Lu.
"Acepto tomar el mando, contigo y Raygada". Lu había firmado dos
veces. Entre sus nombres, como un pequeño borrón, aparecía con la tinta
brillante aún, un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula,
encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente y su boca eran estrechas;
tenía los ojos rasgados, la piel hundida en las mejillas y la mandíbula
pronunciada y firme. Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le
exigía ser cordial. En el mismo papel respondí: "Con Javier". Leyó
sin inmutarse y movió la cabeza afirmativamente. -Javier -dije. -Ya sé
-respondió-. Está bien. Le haremos pasar un mal rato. ¿Al director o a Lu? Iba
a preguntárselo, pero me distrajo el silbato que anunciaba la salida.
Simultáneamente se elevó el griterío sobre nuestras cabezas, mezclado con el
ruido de las carpetas removidas. Alguien -¿Córdoba, quizá? -silbaba con fuerza,
como queriendo destacar. -¿Ya saben? -dijo Raygada, en la fila-. Al Malecón.
-¡Qué vivo! -exclamó uno-. Está enterado hasta Ferrufino. Salíamos por la
puerta de atrás, un cuarto de hora después que la Primaria. Otros lo habían
hecho ya, y la mayoría de alumnos se había detenido en la calzada, formando
pequeños grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban. -Que nadie se quede por
aquí -dije. -¡Conmigo los coyotes! -gritó Lu, orgulloso.
Veinte muchachos lo rodearon. -Al
Malecón -ordenó-, todos al Malecón. Tomados de los brazos, en una línea que
unía las dos aceras, cerramos la marcha los de quinto, obligando a apresurarse
a los menos entusiastas a codazos. Una brisa tibia, que no lograba agitar los
secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un lado a otro la arena que
cubría a pedazos el suelo calcinado del Malecón. Habían respondido. Ante
nosotros -Lu, Javier, Raygada y yo-, que dábamos la espalda a la baranda y a
los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria del cauce, una
muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda la cuadra, se mantenía
serena, aunque a veces, aisladamente, se escuchaban gritos estridentes. -¿Quién
habla? –preguntó Javier. -Yo -propuso Lu, listo para saltar a la baranda.
-No-dije-. Habla tú, Javier. Lu se contuvo y me miró, pero no estaba enojado.
-Bueno -dijo; y agregó, encogiendo los hombros-: ¡Total! Javier trepó. Con una
de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y con la otra se
sostenía de mi cuello. Entre sus piernas, agitadas por un leve temblor que
desaparecía a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico,
veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba en Lu y en los coyotes.
Había sido suficiente apenas un segundo para que pasara a primer lugar; ahora
tenía el mando y lo admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis meses
imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido infinitamente
pequeño, y luego la sangre, corriendo en abundancia por mi rostro y mi cuello,
y mis brazos y piernas inmovilizadas bajo la claridad lunar, incapaces ya de
responder a sus puños. -Te he ganado -dijo, resollando-. Ahora soy el jefe. Así
acordamos. Ninguna de las sombras estiradas en círculo en la blanda arena, se
había movido. Sólo los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba.
Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné a gritar: -Me retiro de la banda.
Formaré otra, mucho mejor. Pero yo y Lu y los coyotes que continuaban
agazapados en la sombra, sabíamos que no era verdad. -Me retiro yo también
-dijo Javier. Me ayudaba a levantarme. Regresamos a la ciudad, y mientras
caminábamos por las calles vacías, yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier
la sangre y las lágrimas. -Habla tú ahora -dijo Javier. Había bajado y algunos
lo aplaudían. -Bueno -repuse y subí a la baranda. Ni las paredes del fondo, ni
los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía las manos húmedas y creí que
eran los nervios, pero era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos
sofocaba. Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos: miraban el suelo y
mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía. -Pediremos al director
que ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años. Raygada, Javier, Lu
y yo formamos la Comisión. La Media está de acuerdo, ¿no es verdad? La mayoría asintió,
moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: "Sí", "Sí". -Lo
haremos ahora mismo -dije-. Ustedes nos esperarán en la Plaza Merino. Echamos a
andar. La puerta principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza;
escuchábamos a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector
Gallardo. -¿Están locos? -dijo-. No hagan eso. -No se meta -lo interrumpió Lu-.
¿Cree que el serrano nos da miedo? -Pasen -dijo Gallardo-. Ya verán.
3
Sus ojillos nos observaban
minuciosamente. Quería aparentar sorna y despreocupación, pero no ignorábamos
que su sonrisa era forzada y que en el fondo de ese cuerpo rechoncho había
temor y odio. Fruncía y despejaba el ceño, el sudor brotaba a chorros de sus
pequeñas manos moradas. Estaba trémulo: -¿Saben ustedes cómo se llama esto? Se
llama rebelión, insurrección. ¿Creen ustedes que voy a someterme a los
caprichos de unos ociosos? Las insolencias las aplasto. . . Bajaba y subía la
voz. Lo veía esforzarse por no gritar. "¿Por qué no revientas de una vez?,
pensé. ¡Cobarde!". Se había parado. Una mancha gris flotaba en torno de
sus manos, apoyadas sobre el vidrio del escritorio. De pronto su voz ascendió,
se volvió áspera: -¡Fuera! Quien vuelva a mencionar los exámenes será
castigado. Antes que Javier o yo pudiéramos hacerle una señal, apareció
entonces el verdadero Lu, el de los asaltos nocturnos a las rancherías de la
Tablada, el de los combates contra los zorros en los médanos. -Señor director.
. . No me volví a mirarlo. Sus ojos oblicuos estarían despidiendo fuego y
violencia, como cuando luchamos en el seco cauce del río. Ahora tendría también
muy abierta su boca llena de babas, mostraría sus dientes amarillos. -Tampoco
nosotros podemos aceptar que nos jalen a todos porque usted quiere que no haya
horarios. ¿Por qué quiere que todos saquemos notas bajas? ¿Por qué. . .?
Ferrufino se había acercado. Casi lo tocaba con su cuerpo. Lu, pálido,
aterrado, continuaba hablando: -. . . estamos ya cansados. . . -¡Cállate! El
director había levantado los brazos y sus puños estrujaban algo. -¡Cállate!
-repitió con ira-. ¡Cállate, animal!
¡Cómo te atreves! Lu estaba ya
callado, pero miraba a Ferrufino a los ojos como si fuera a saltar súbitamente
sobre su cuello: "Son iguales, pensé. Dos perros". -De modo que has
aprendido de éste. Su dedo apuntaba a mi frente. Me mordí el labio: pronto
sentí que recorría mi lengua un hilito caliente y eso me calmó. -¡Fuera! -gritó
de nuevo-. ¡Fuera de aquí! Les pesará. Salimos. Hasta el borde de los escalones
que vinculaban el colegio San Miguel con la Plaza Merino se extendía una
multitud inmóvil y anhelante. Nuestros compañeros habían invadido los pequeños jardines
y la fuente; estaban silenciosos y angustiados. Extrañamente, entre la mancha
clara y estática aparecían blancos, diminutos rectángulos que nadie pisaba.
Las cabezas parecían iguales,
uniformes, como en la formación para el desfile. Atravesamos la plaza. Nadie
nos interrogó; se hacían a un lado, dejándonos paso y apretaban los labios.
Hasta que pisamos la avenida, se mantuvieron en su lugar. Luego, siguiendo una
consigna que nadie había impartido, caminaron tras de nosotros, al paso sin
compás, como para ir a clases. El pavimento hervía, parecía un espejo que el
sol iba disolviendo. "¿Será verdad? ", pensé. Una noche calurosa y
desierta me lo habían contado, en esta misma avenida, y no lo creí. Pero los
periódicos decían que el sol, en algunos apartados lugares, volvía locos a los
hombres y a veces los mataba. -Javier -pregunté-. ¿Tú viste que el huevo se
freía solo, en la pista? Sorprendido, movió la cabeza. -No. Me lo contaron.
-¿Será verdad? -Quizás. Ahora podríamos hacer la prueba. El suelo arde, parece
un brasero. En la puerta de La Reina apareció Alberto. Su pelo rubio brillaba
hermosamente: parecía de oro. Agitó su mano derecha, cordial. Tenía muy
abiertos sus enormes ojos verdes y sonreía, Tendría curiosidad por saber a
dónde marchaba esa multitud uniformada y silenciosa, bajo el rudo calor.
-¿Vienes después? -me gritó. -No puedo. Nos veremos a la noche. -Es un imbécil
-dijo Javier-. Es un borracho. -No -afirmé-. Es mi amigo. Es un buen muchacho.
4 –
Déjame hablar, Lu -le pedí,
procurando ser suave. Pero ya nadie podía contenerlo. Estaba parado en la
baranda, bajo las ramas del seco algarrobo: mantenía admirablemente el
equilibrio y su piel y su rostro recordaban un lagarto. -¡No! -dijo
agresivamente-. Voy a hablar yo. Hice una seña a Javier. Nos acercamos a Lu y
apresamos sus piernas. Pero logró tomarse a tiempo del árbol y zafar su pierna
derecha de mis brazos; rechazado por un fuerte puntapié en el hombro tres pasos
atrás, vi a Javier enlazar velozmente a Lu de las rodillas, y alzar su rostro y
desafiarlo con sus ojos que hería el sol salvajemente. -¡No le pegues! -grité.
Se contuvo, temblando, mientras Lu comenzaba a chillar: -¿Saben ustedes lo que
nos dijo el director? Nos insultó, nos trató como a bestias. No le da su gana
de poner los horarios porque quiere fregarnos. Jalar a todo el colegio y no le
importa. Es un. . . Ocupábamos el mismo lugar que antes y las torcidas filas de
muchachos comenzaban a cimbrearse. Casi toda la Media continuaba presente. Con
el calor y cada palabra de Lu crecía la indignación de los alumnos. Se
enardecían. -Sabemos que nos odia. No nos entendemos con él. Desde que llegó,
el colegio no es un colegio. Insulta, pega. Encima quiere jalarnos en los
exámenes. Una voz aguda y anónima lo interrumpió: -¿A quién le ha pegado? Lu
dudó un instante. Estalló de nuevo: -¿A quién? -desafió- ¡Arévalo, que te vean toda
la espalda!
Entre murmullos, surgió Arévalo
del centro de la masa. Estaba pálido. Era un coyote. Llegó hasta Lu y descubrió
su pecho y espalda. Sobre sus costillas, aparecía una gruesa franja roja.
-¡Esto es Ferrufino! -La mano de Lu mostraba la marca mientras sus ojos
escrutaban los rostros atónitos de los más inmediatos. Tumultuosamente, el mar
humano se estrechó en torno a nosotros; todos pugnaban por acercarse a Arévalo
y nadie oía a Lu, ni a Javier y Raygada que pedían calma, ni a mí, que gritaba:
"¡es mentira! -no le hagan caso- ¡es mentira!". La marea me alejo de
la baranda y de Lu. Estaba ahogado. Logré abrirme camino hasta salir del
tumulto. Desanudé mi corbata y tomé aire con la boca abierta y los brazos en
alto, lentamente, hasta sentir que mi corazón recuperaba su ritmo. Raygada
estaba junto a mí. Indignado, me preguntó: -¿Cuándo fue lo de Arévalo? -Nunca.
-¿Cómo? Hasta él, siempre sereno, había sido conquistado. Las aletas de su
nariz palpitaban vivamente y tenía apretados los puños. -Nada -dije-, no sé
cuándo fue. Lu esperó que decayera un poco la excitación. Luego, levantando su
voz sobre las protestas dispersas: -¿Ferrufino nos va a ganar? -preguntó a
gritos; su puño colérico amenazaba a los alumnos-. ¿Nos va a ganar?
¡Respóndanme! -¡No! -prorrumpieron quinientos o más-. ¡No! ¡No!
Estremecido por el esfuerzo que
le imponían sus chillidos, Lu se balanceaba victorioso sobre la baranda. -Que
nadie entre al colegio hasta que aparezcan los horarios de exámenes. Es justo.
Tenemos derecho. Y tampoco dejaremos entrar a la Primaria. Su voz agresiva se
perdió entre los gritos. Frente a mí, en la masa erizada de brazos que agitaban
jubilosamente centenares de boinas a lo alto, no distinguí uno solo que
permaneciera indiferente o adverso. -¿Qué hacemos? Javier quería demostrar
tranquilidad. Pero sus pupilas brillaban. -Está bien -dije-. Lu tiene razón.
Vamos a ayudarlo. Corrí hacía la baranda y trepé. -Adviertan a los de Primaria
que no hay clases a la tarde -dije-. Pueden irse ahora. Quédense los de quinto
y los de cuarto para rodear el colegio. -Y también los coyotes -concluyó Lu,
feliz.
5 –
Tengo hambre -dijo Javier. El
calor había atenuado. En el único banco útil de la Plaza Merino recibíamos los
rayos de sol, filtrados fácilmente a través de unas cuantas gasas que habían
aparecido en el cielo, pero casi ninguno transpiraba. León se frotaba las manos
y sonreía: estaba inquieto. -No tiembles -dijo Amaya-. Estás grandazo para
tenerle miedo a Ferrufino. -¡Cuidado! -La cara de mono de León había enrojecido
y su mentón sobresalía-. ¡Cuidado, Amaya! -Estaba de pie. -No peleen -dijo
Raygada tranquilamente-. Nadie tiene miedo. Sería un imbécil. -Demos una vuelta
por atrás -propuse a Javier. Contorneamos el colegio, caminando por el centro
de la calle. Las altas ventanas estaban entreabiertas y no se veía a nadie tras
ellas, ni se escuchaba ruido alguno. -Están almorzando -dijo Javier. -Sí.
Claro. En la vereda opuesta, se alzaba la puerta principal del Salesiano. Los
medios internos estaban apostados en el techo, observándonos. Sin duda, habían
sido informados. -¡Qué muchachos valientes! -se burló alguien.
Javier los insultó. Respondió una
lluvia de amenazas. Algunos escupieron, pero sin acertar. Hubo risas. "Se
mueren de envidia", murmuró Javier. En la esquina vimos a Lu. Estaba
sentado en la vereda, solo, y miraba distraídamente la pista. Nos vio y caminó
hacia nosotros. Parecía contento. -Vinieron dos churres de primero -dijo-. Los
mandamos a jugar al río. -¿Sí? -dijo Javier-. Espera media hora y verás. Se va
a armar el gran escándalo. Lu y los coyotes custodiaban la puerta trasera del
colegio. Estaban repartidos entre las esquinas de las calles Lima y Arequipa.
Cuando llegamos al umbral del callejón, conversaban en grupo y reían. Todos
llevaban palos y piedras. -Así no -dije-. Si les pegan, los churres van a
querer entrar de todos modos. Lu rió. -Ya verán. Por esta puerta no entra
nadie. También él tenía un garrote que ocultaba hasta entonces con su cuerpo.
Nos lo enseñó, agitándolo. -¿Y por allá? -preguntó. –
Todavía nada. A nuestra espalda,
alguien voceaba nuestros nombres. Era Raygada: venía corriendo y nos llamaba
agitando la mano frenéticamente. "Ya llegan, ya llegan -dijo, con
ansiedad-. Vengan". Se detuvo de golpe diez metros antes de alcanzarnos.
Dio media vuelta y regresó a toda carrera. Estaba excitadísimo. Javier y yo
también corrimos. Lu nos gritó algo del río. "¿El río?, pensé. No existe.
¿Por qué todo el mundo habla del río si sólo baja el agua un mes al año?
". Javier corría a mi lado, resoplando. -¿Podremos contenerlos? -¿Qué? -Le
costaba trabajo abrir la boca, se fatigaba más. -¿Podremos contener a la
Primaria? -Creo que sí. Todo depende. -Mira. En el centro de la Plaza, junto a
la fuente, León, Amaya y Raygada hablaban con un grupo de pequeños, cinco o seis.
La situación parecía tranquila. -Repito -decía Raygada, con la lengua afuera-.
Váyanse al río. No hay clases, no hay clases. ¿Está claro? ¿O paso una
película? -Eso -dijo uno, de nariz respingada-. Que sea en colores. -Miren -les
dije-. Hoy no entra nadie al colegio. Nos vamos al río. Jugaremos fútbol:
Primaria contra Media. ¿De acuerdo? -Ja, ja -rió el de la nariz, con
suficiencia-. Les ganamos. Somos más.
-Ya veremos. Vayan para allá. -No
quiero -replicó una voz atrevida-. Yo voy al colegio. Era un muchacho de
cuarto, delgado y pálido. Su largo cuello emergía como un palo de escoba de la
camisa comando, demasiado ancha para él. Era brigadier de año. Inquieto por su
audacia, dio unos pasos hacia atrás. León corrió y lo tomó de un brazo. -¿No
has entendido? -Había acercado su cara a la del chiquillo y le gritaba. ¿De qué
diablos se asustaba León? -¿No has entendido, churre? No entra nadie. Ya,
vamos, camina. -No lo empujes -dije-. Va a ir solo. -¡No voy! -gritó-. Tenía el
rostro levantado hacía León, lo miraba con furia-. ¡No voy! No quiero huelga.
-¡Cállate, imbécil! ¿Quién quiere huelga? -León parecía muy nervioso. Apretaba
con todas sus fuerzas el brazo del brigadier. Sus compañeros observaban la
escena, divertidos. –
¡Nos pueden expulsar! -El brigadier
se dirigía a los pequeños, se lo notaba atemorizado y colérico-. Ellos quieren
huelga porque no les van a poner horario, les van a tomar los exámenes de
repente, sin que sepan cuándo. ¿Creen que no sé? ¡Nos pueden expulsar! Vamos al
colegio, muchachos. Hubo un movimiento de sorpresa entre los chiquillos. Se
miraban ya sin sonreír, mientras el otro seguía chillando que nos iban a
expulsar. Lloraba. -¡No le pegues! -grité, demasiado tarde. León lo había
golpeado en la cara, no muy fuerte, pero el chico se puso a patalear y a
gritar. -Pareces un chivo -advirtió alguien. Miré a Javier. Ya había corrido.
Lo levantó y se lo echó a los hombros como un fardo. Se alejó con él. Lo
siguieron varios, riendo a carcajadas. -¡Al río! -gritó Raygada. Javier escuchó
porque lo vimos doblar con su carga por la avenida Sánchez Cerro, camino al
Malecón. El grupo que nos rodeaba iba creciendo. Sentados en los sardineles y
en los bancos rotos, y los demás transitando aburridamente por los pequeños
senderos asfaltados del parque, nadie, felizmente, intentaba ingresar al
colegio.
Repartidos en parejas, los diez
encargados de custodiar la puerta principal, tratábamos de entusiasmarlos:
"tienen que poner los horarios, porque si no, nos friegan. Y a ustedes
también, cuando les toque". -Siguen llegando -me dijo Raygada-. Somos
pocos. Nos pueden aplastar, si quieren. -Si los entretenemos diez minutos, se
acabó -dijo León-. Vendrá la Media y entonces los corremos al río a patadas. De
pronto, un chico gritó convulsionado: -¡Tienen razón! ¡Ellos tienen razón! -Y
dirigiéndose a nosotros, con aire dramático-: Estoy con ustedes. -¡Buena! ¡Muy
bien! -lo aplaudimos-. Eres un hombre. Palmeamos su espalda, lo abrazamos. El
ejemplo cundió. Alguien dio un grito: "Yo también". "Ustedes
tienen razón". Comenzaron a discutir entre ellos. Nosotros alentábamos a
los más excitados halagándolos: "Bien, churre. No eres ningún
marica". Raygada se encaramó sobre la fuente. Tenía la boina en la mano
derecha y la agitaba, suavemente. -Lleguemos a un acuerdo -exclamó-. ¿Todos
unidos? Lo rodearon.
Seguían llegando grupos de
alumnos, algunos de quinto de Media; con ellos formamos una muralla, entre la
fuente y la puerta del colegio, mientras Raygada hablaba. -Esto se llama
solidaridad -decía-. Solidaridad. -Se calló como si hubiera terminado, pero un
segundo después abrió los brazos y clamó-: ¡No dejaremos que se cometa un
abuso! Lo aplaudieron. -Vamos al río -dije-. Todos. -Bueno. Ustedes también.
-Nosotros vamos después. -Todos juntos o ninguno -repuso la misma voz. Nadie se
movió. Javier regresaba. Venía solo. -Esos están tranquilos -dijo-. Le han
quitado el burro a una mujer. Juegan de lo lindo. -La hora -pidió León-. Dígame
alguien qué hora es. Eran las dos. -A las dos y media nos vamos -dije-. Basta
que se quede uno para avisar a los retrasados. Los que llegaban se sumergían en
la masa de chiquillos. Se dejaban convencer rápidamente. -Es peligroso –dijo
Javier. Hablaba de una manera rara: ¿tendría miedo? -. Es peligroso. Ya sabemos
qué va a pasar si al director se le antoja salir. Antes que hable, estaremos en
las clases. -Sí -dije-. Que comiencen a irse. Hay que animarlos. Pero nadie
quería moverse. Había tensión, se esperaba que, de un momento a otro, ocurríera
algo. León estaba a mi lado. -Los de Media han cumplido -dijo-. Fíjate. Sólo
han venido los encargados de las puertas. Apenas un momento después, vimos que
llegaban los de Media, en grandes corrillos que se mezclaban con las olas de
chiquillos. Hacían bromas. Javier se enfureció: -¿Y ustedes? -dijo-. ¿Qué hacen
aquí? ¿A qué han venido? Se dirigía a los que estaban más cerca de nosotros; al
frente de ellos iba Antenor, brigadier de segundo de Media. -¡Guá! -Antenor
parecía muy sorprendido-. ¿Acaso vamos a entrar? Venimos a ayudarlos.
Javier saltó hacía él, lo agarró
del cuello. -¡Ayudarnos! ¿Y los uniformes? ¿Y los libros? -Calla -dije-.
Suéltalo. Nada de peleas. Diez minutos y nos vamos al río. Ha llegado casi todo
el colegio. La Plaza estaba totalmente cubierta. Los estudiantes se mantenían
tranquilos, sin discutir. Algunos fumaban. Por la avenida Sánchez Cerro pasaban
muchos carros, que disminuían la velocidad al cruzar la Plaza Merino. De un
camión, un hombre nos saludó gritando: -Buena, muchachos. No se dejen. -¿Ves?
–Dijo Javier-. Toda la ciudad está enterada. ¿Te imaginas la cara de Ferrufino?
-¡Las dos y media! -gritó León-. Vámonos. Rápido, rápido. Miré mi reloj:
faltaban cinco minutos. -Vámonos -grité-. Vámonos al río. Algunos hicieron como
que se movían. Javier, León, Raygada y varios más, gritando también, comenzaron
a empujar a unos y a otros. Una palabra se repetía sin cesar: "río, río,
río". Lentamente, la multitud de muchachos principió a agitarse. Dejamos
de azuzarlos y, al callar nosotros, me sorprendió por segunda vez en el día, un
silencio total. Me ponía nervioso. Lo rompí: -Los de Media, atrás -indiqué-. A
la cola, formando fila. . . A mi lado, alguien tiró al suelo un barquillo de
helado, que salpicó mis zapatos. Enlazando los brazos, formamos un cinturón
humano. Avanzábamos trabajosamente.
Nadie se negaba, pero la marcha
era lentísima. Una cabeza iba casi hundida en mi pecho. Se volvió: ¿cómo se
llamaba? Sus ojos pequeños eran cordiales. -Tu padre te va a matar -dijo.
"Ah, pensé. Mi vecino. “-No -le dije-. En fin, ya veremos. Empuja. Habíamos
abandonado la Plaza. La gruesa columna ocupaba íntegramente el ancho de la
avenida. Por encima de las cabezas sin boinas, dos cuadras más allá, se veía la
baranda verde amarillenta y los grandes algarrobos de Malecón. Entre ellos,
como puntitos blancos, los arenales. El primero en escuchar fue Javier, que
marchaba a mi lado. En sus estrechos ojos oscuros había sobresalto. -¿Qué pasa?
-dije-. Dime. Movió la cabeza. -¿Qué pasa? -le grité-. ¿Qué oyes?
Logré ver en ese instante un
muchacho uniformado que cruzaba velozmente la Plaza Merino hacía nosotros. Los
gritos del recién llegado se confundieron en mis oídos con el violento vocerío
que se desató en las apretadas columnas de chiquillos, parejo a un movimiento
de confusión. Los que marchábamos en la última hilera no entendíamos bien.
Tuvimos un segundo de desconcierto; aflojando los brazos, algunos se soltaron.
Nos sentimos arrojados hacía atrás, separados. Sobre nosotros pasaban
centenares de cuerpos, corriendo y gritando histéricamente. "¿Qué pasa?
", grité a León. Señaló algo con el dedo, sin dejar de correr. "Es
Lu, dijeron a mi oído. Algo ha pasado allá. Dicen que hay un lío". Eché a
correr. En la bocacalle que se abría a pocos metros de la puerta trasera del
colegio, me detuve en seco. En ese momento era imposible ver: oleadas de
uniformes afluían de todos lados y cubrían la calle de gritos y cabezas
descubiertas. De pronto, a unos quince pasos, encaramado sobre algo, divisé a
Lu. Su cuerpo delgado se destacaba nítidamente en la sombra de la pared que lo
sostenía.
Estaba arrinconado y descargaba
su garrote a todos lados. Entonces, entre el ruido, más poderosa que la de
quienes lo insultaban y retrocedían para librarse de sus golpes, escuché su
voz: -¿Quién se acerca? -gritaba-. ¿Quién se acerca? Cuatro metros más allá,
dos coyotes, rodeados también, se defendían a palazos y hacían esfuerzos
desesperados para romper el cerco y juntarse a Lu. Entre quienes los acosaban,
vi rostros de Media. Algunos habían conseguido piedras y se las arrojaban,
aunque sin acercarse. A lo lejos, vi asimismo a otros dos de la banda, que
corrían despavoridos: los perseguía un grupo de muchachos con palos.
-¡Cálmense! ¡Cálmense! Vamos al río. Una voz nacía a mi lado, angustiosamente.
Era Raygada. Parecía a punto de llorar. -No seas idiota -dijo Javier. Se reía a
carcajadas-. Cállate, ¿no ves? La puerta estaba abierta y por ella entraban los
estudiantes a docenas, ávidamente. Continuaban llegando a la bocacalle nuevos
compañeros, algunos se sumaban al grupo que rodeaba a Lu y los suyos. Habían
conseguido juntarse. Lu tenía la camisa abierta; asomaba su flaco pecho lampiño,
sudoroso y brillante; un hilillo de sangre le corría por la nariz y los labios.
Escupía de cuando en cuando y miraba con odio a los que estaban más próximos. Únicamente
él tenía levantado el palo, dispuesto a descargarlo. Los otros lo habían
bajado, exhaustos. -¿Quién se acerca? Quiero ver la cara de ese valiente. A
medida que entraban al colegio, iban poniéndose de cualquier modo las boinas y
las insignias del año. Poco a poco, comenzó a disolverse, entre injurias, el
grupo que cercaba a Lu. Raygada me dio un codazo: -dijo que con su banda podía
derrotar a todo el colegio-. Hablaba con tristeza-. ¿Por qué dejamos solo a
este animal?
Raygada se alejó. Desde la puerta
nos hizo una seña, como dudando. Luego entró. Javier y yo nos acercamos a Lu.
Temblaba de cólera. -¿Por qué no vinieron? -dijo, frenético, levantando la
voz-. ¿Por qué no vinieron a ayudarnos? Éramos apenas ocho, porque los otros. .
. Tenía una vista extraordinaria y era flexible como un gato. Se echó
velozmente hacía atrás, mientras mi puñoo apenas rozaba su oreja y luego, con
el apoyo de todo su cuerpo, hizo dar una curva en el aire a su garrote. Recibí
en el pecho el impacto y me tambaleé. Javier se puso en medio. -Acá no -dijo-.
Vamos al Malecón. -Vamos -dijo Lu-. Te voy a enseñar otra vez. -Ya veremos
-dije-. Vamos. Caminamos media cuadra, despacio, porque mis piernas vacilaban.
En la esquina nos detuvo León. -No peleen -dijo-. No vale la pena. Vamos al
colegio. Tenemos que estar unidos. Lu me miraba con sus ojos semicerrados.
Parecía incómodo. -¿Por qué les pegaste a los churres? -le dije-. ¿Sabes lo que
nos va a pasar ahora a ti y a mí? No respondió ni hizo ningún gesto. Se había
calmado del todo y tenía la cabeza baja. -Contesta, Lu -insistí-. ¿Sabes? -Está
bien -dijo León-. Trataremos de ayudarlos. Dense la mano. Lu levantó el rostro
y me miró, apenado. Al sentir su mano entre las mías, la noté suave y delicada,
y recordé que era la primera vez que nos saludábamos de ese modo. Dimos media
vuelta, caminamos en fila hacía el colegio. Sentí un brazo en el hombro. Era
Javier.